Cuando Rasputín regresa a la capital, es recibido en el palacio con los brazos abiertos. En varios salones de la ciudad se llega hasta el delirio. Alojado en el domicilio de Olga Lokhtina, a cuya cama sigue rindiendo honores, Gregorio es objeto de un verdadero culto por parte de las mujeres de mundo exaltadas que frecuentan la casa. Entre ellas hay personalidades cercanas a la pareja imperial y hasta oficiales de la guardia inclinados al misticismo. Todas y todos rodean al staretz de una deferencia que roza la idolatría. Sus más simples palabras son para ellos como perlas que caen del más allá. No le falta nada, aunque no pide dinero a ninguno de sus adeptos. Se lo dan espontáneamente por el placer de pagar sus propias culpas, como se paga un cirio en la iglesia. Ya sea cinco rublos para sus pobres, ya sea cinco rublos para él. Los bolsillos llenos y la frente serena, agradece a sus generosos discípulos con predicciones nebulosas y comentarios ardientes del Evangelio.
Además del círculo místico de Olga Lokhtina, ahora se desarrolla otro grupo de adoratrices alrededor de Anna Vyrubova. A veces, los dos grupos de reúnen para escuchar al profeta. Al asistir a una de esas sesiones, el príncipe Nicolás Jevakhov, adjunto del alto procurador del Santo Sínodo, es sorprendido por la amonestación paternal del mago: "¿Para qué está usted aquí?", exclama Rasputín, "¿Para verme o para aprender cómo vivir en este mundo para salvar su alma?". Luego continúa exhortando a sus fieles a salir el domingo después de la misa y caminar largo tiempo por el campo, luego, detenerse y levantar los ojos al cielo: "Y entonces sentirás con todo tu corazón que no tienes más que un Padre, nuestro Señor Dios; que sólo Dios necesita tu alma. Y es sólo a Él a quien querrás darla. Sólo Él te defenderá y vendrá en tu ayuda…". Después de esta comunión con el Altísimo, el hombre y la mujer podrán volver, purificados, a sus ocupaciones cotidianas en la sociedad: "Entonces todas tus obras terrestres se transformarán en obras divinas y salvarás tu alma no por la penitencia sino trabajando por la gloria de Dios". [7] No es nada nuevo, pero Rasputín tiene una mirada y una voz que remueven las entrañas de la asistencia. Además, insiste sobre la necesidad de alcanzar uno mismo, por la oración, una beatitud que excluye las referencias a las obligaciones morales. En resumen, para él, todo está permitido a partir del momento en que el creyente se abandona al éxtasis. Las reglas de conducta pueden ser transgredidas por poco que un impulso espiritual, o aun físico, nos empuje, fuera de toda conciencia, hacia un estado de fascinación superior.
Este ideal elástico seduce a los fieles de Rasputín, encantados de conjugar sus apetitos sensuales con las aspiraciones religiosas que anidan en ellos. A través de él, se expande el ánimo con la ilusión de que Dios ama ante todo el arrepentimiento de sus criaturas. Ahora bien, para que haya arrepentimiento, es necesario que haya pecado. De allí a pretender que Dios quiere el pecado no hay más que un paso fácil de dar. Según la lección de Rasputín, la falta es ofrecida por Dios, aprobada por Dios. Para agradarle hay que caer lo más bajo posible y confesarse en seguida, levantándose con humildad. ¡Oh, la santa alegría del remordimiento! Si el Mal no existiera, el Bien no tendría ningún sabor. Gracias a esta nueva Biblia de las caídas humanas y de su perdón, Rasputín se considera como el iniciador de una alianza entre los frutos de la Tierra y las luces del Cielo. Al contrario de los sacerdotes que amonestan y maldicen en nombre de Cristo, pretende conciliar lo que, antes de él, era inconciliable.
Ya se encuentre en San Petersburgo o en Pokrovskoi, es el mismo hombre. Pero, en su aldea, labra la glebla y la siembra, mientras que en la ciudad labra y siembra las almas. En los dos casos, piensa, Dios guía su gesto de honesto cultivador. Por lo tanto es normal que aquellos que él ilumina con su palabra lo hospeden, lo alimenten y lo ayuden a vivir sin que él necesite trabajar ni mendigar ni robar. Poco a poco, un mito erótico-religioso se ha creado alrededor de su persona. Se cuenta que tiene el poder no solamente de aliviar las conciencias sino también de contentar las carnes sedientas de amor. El rumor público le atribuye un sexo de dimensiones excepcionales. Constituido como un sátiro, tiene, dicen las damas que han podido disfrutar de sus favores, un corazón de santo.
Con el pasar de los meses, decide mejorar su aspecto. Podría renunciar a su ropa de mujik, ¿pero para qué? Sabe, por instinto, que así perdería la mitad de su influencia sobre la pequeña sociedad que cultiva su compañía. Toda esa gente pretendidamente evolucionada está muy contenta de codearse con un staretz de aspecto pintoresco y lenguaje recio para que él los decepcione cambiando de ropa. Simplemente, ahora lleva una blusa rusa de seda sujeta con un hermoso cinturón, un pantalón negro abullonado de buen corte y botas nuevas. Estas ligeras concesiones a la elegancia vestimentaria no empañan en nada la devoción que le testimonian. Tal vez hasta la ha aumentado, extrañamente. ¡Ya no se teme que ensucie el tapizado de los sillones al sentarse! Es a la vez civilizado y bárbaro. ¿Que más desear en un "hombre de Dios".
IV Primeros escándalos
El Zar está perplejo. Sin compartir los impulsos místicos de su mujer, es sinceramente religioso y cree que los sermones y las profecías de Rasputín le son dictados por Dios. Además, desde el brusco restablecimiento de Alexis, ya no duda de que el staretz posee un excepcional talento de sanador. ¿Por qué, en esas condiciones, habría que privarse de sus servicios? Sin embargo, circulan tantos rumores inquietantes en San Petersburgo y en provincias sobre ese hombre enigmático y providencial, que Nicolás II quiere cerciorarse de la verdad. Encarga al general Dediulin, comandante del palacio, y a su ayuda de campo, el coronel Drenteln, de someter a Rasputín a un interrogatorio cortés pero exhaustivo y darle su opinión acerca del personaje. Los dos interrogadores cumplen con su misión con una escrupulosa minuciosidad. Sin maltratarlo, dan vuelta a Rasputín de un lado a otro. Rápidamente forman su opinión. Dediulin confía al Zar que, en el curso de su conversación con el staretz, han tenido la impresión de tratar con "un mujik astuto y falso, que utiliza su poder de sugestión para engañar a sus discípulos. Con el fin de confirmar ese diagnóstico, Dediulin, sin que Nicolás II lo sepa, pide al general Guerasimov, jefe de la Okhrana, [8] que vigile a Rasputín en San Petersburgo y que recoja informaciones sobre él en Pokrovskoi. Los informes de los agentes secretos despachados sobre el terreno son terminantes: se trata de un impostor, de un seudoprofeta incapaz de resistir a sus instintos sexuales. Habría corrompido a jovencitas y a mujeres casadas en su aldea y, en San Petersburgo, concurriría a los baños públicos con criaturas de escasa virtud. Hombre excelente en palabras, sería, en realidad, un cabrón de la peor especie. Guerasimov comunica sus conclusiones a su superior inmediato, el ministro del Interior Stolypin, que es asimismo presidente del Consejo. Estupefacto por esas revelaciones, Stolypin se precipita a Tsarkoie Selo a fin de abrir los ojos de Nicolás II sobre la verdadera naturaleza del piadoso Gregorio. Incómodo al principio, el Zar no tarda en acorazarse en el mal humor. Rehusándose a escuchar la lista de las fechorías de Rasputín, dice de pronto, con voz cortante: "¿ La Emperatriz y yo no tendríamos el derecho de tener nuestras propias relaciones, de ver a quien nos plazca?". [9] La causa es dada por concluida. Stolypin se retira, reprendido. Pero, lejos de declararse vencido, Guerasimov refuerza la vigilancia policial alrededor del staretz, descubre otros detalles sobre su vida disoluta e incita a Stolypin a relegar al indeseable a Siberia. Se imparte la orden de detener a Gregorio en la estación de San Petersburgo la próxima vez que vuelva de Tsarkoie Selo. Ahora bien, si Guerasimov tiene espías hábiles, Rasputín tiene los suyos. Sin esperar que le pongan la mano en el cuello, toma la delantera y parte decididamente hacia Pokrovskoi.