Изменить стиль страницы

– No será ni la primera ni la última vez, señora Lucile -respondió él-. Uno acaba acostumbrándose.

– ¿Y cómo piensa ir a París? En tren, imposible; han dado su descripción en todas partes.

– A pie, en bicicleta… Cuando me evadí, volví andando. No me asusta andar.

– Pero los gendarmes…

– En los sitios en que dormí hace dos años me reconocerán y no irán a delatarme a los gendarmes. Corro más peligro aquí, donde hay un montón de gente que me odia. Lo peor es la tierra de uno. En los demás sitios, ni me odian ni me quieren.

– Un viaje tan largo, a pie, solo…

La anciana Angellier, que hasta entonces no había abierto la boca y que, de pie ante la ventana, seguía con los pálidos ojos las idas y venidas de los alemanes por la plaza, alzó la mano en un gesto de advertencia.

– Está subiendo.

Los tres guardaron silencio. Lucile se avergonzó de los latidos de su corazón, tan violentos y acelerados que temió que su suegra y el campesino los oyeran. Pero permanecían impasibles. Oyeron la voz de Bruno en el piso inferior; la estaba buscando. Abrió varias puertas y luego le preguntó a la cocinera:

– ¿Sabe dónde está la señora Lucile?

– Ha salido -respondió Marthe.

Lucile respiró hondo.

– Es mejor que baje. Me estará buscando para despedirse.

– Aprovecha -dijo su suegra de pronto- para pedirle un vale de gasolina y un permiso de circulación. Coge el coche viejo; ése no lo han requisado. Le dices al alemán que tienes que llevar a la ciudad a un aparcero que se ha puesto enfermo. Con un permiso de la Kommandantur no os pararán por el camino y podréis llegar a París sin contratiempos.

– Pero… -murmuró Lucile con repugnancia-. Mentir así…

– ¿Qué otra cosa has hecho estos dos últimos días?

– Y, una vez en París, ¿dónde esconderlo hasta que dé con sus amigos? ¿Dónde encontrar gente lo bastante valiente, lo bastante generosa…? A menos que… -Un recuerdo cruzó la mente de Lucile-. Sí -dijo-. Es posible… En cualquier caso, se podría intentar. ¿Se acuerda usted de aquellos refugiados parisinos que se alojaron en casa en junio del cuarenta? Un matrimonio de empleados de banca, ya mayores, pero llenos de entereza y coraje… Me escribieron hace poco; tengo su dirección. Se apellidan Michaud. Sí, eso es, Jeanne y Maurice Michaud. Tal vez acepten… Seguro que aceptan… Pero habría que escribirles y esperar su respuesta. Lo contrario sería jugarse el todo por el todo… No sé…

– De todas formas, pide el permiso -le aconsejó la señora Angellier y, con una tenue e irónica sonrisa, añadió-: Es lo más fácil.

Lucile temía el momento de encontrarse a solas con Bruno. No obstante, se apresuró a bajar. Cuanto antes acabara, mejor. ¿Y si sospechaba algo? Mala suerte. Estaban en guerra, ¿no? Pues se sometería a la ley de la guerra. No le tenía miedo a nada. Su vacía y cansada alma deseaba oscuramente verse en algún gran peligro.

Llamó a la puerta del alemán. Al entrar, la sorprendió no encontrarlo solo. Lo acompañaban el nuevo intérprete de la Kommandantur, un joven delgado y pelirrojo de rostro huesudo y duro y pestañas muy rubias, y un oficial todavía más joven, rechoncho y colorado, con mirada y sonrisa de niño. Los tres estaban escribiendo cartas y haciendo paquetes: enviaban a sus casas esas bagatelas que el soldado compra siempre que pasa algún tiempo en el mismo sitio, como para hacerse la ilusión de un hogar, pero que le estorban en cuanto entra en campaña: ceniceros, relojes de sobremesa, grabados y, sobre todo, libros. Lucile hizo ademán de marcharse, pero le rogaron que se quedara. Se sentó en el sillón que le acercó Bruno y observó a los tres alemanes, que, tras pedirle excusas, siguieron con su tarea. «Porque nos gustaría mandar todo esto con el correo de las cinco», le dijeron.

Vio un violín, una pequeña lámpara, un diccionario francés-alemán, libros franceses, alemanes e ingleses y un hermoso grabado romántico que representaba un velero en el mar.

– Lo encontré en un baratillo de Autun -dijo Bruno-. Aunque… -murmuró, dudando-. No, no lo mando… No tengo el embalaje adecuado. Se estropearía. ¿Querría hacerme el grandísimo favor de aceptarlo, señora? Les vendrá bien a las paredes de esta habitación tan oscura. El tema es adecuado. Juzgue usted misma. Un tiempo amenazador, negro, un barco que se aleja… y a lo lejos, una línea de claridad en el horizonte… una vaga, muy vaga esperanza… Acéptelo en recuerdo de un soldado que se va y que no volverá a verla.

– Lo acepto, mein Herr, sobre todo por esa línea clara en el horizonte -repuso Lucile en voz baja.

Bruno se inclinó y siguió con sus preparativos. En la mesa había una vela encendida. Acercaba a la llama una barrita de cera, dejaba caer unas gotas sobre el cordel de un paquete y sellaba la cera caliente con su anillo, que se había quitado del dedo. Viéndolo, Lucile se acordó de la tarde en que había tocado el piano para ella y ella había tenido en sus manos el anillo, todavía tibio.

– Sí -dijo él alzando bruscamente los ojos-. Se acabó la felicidad.

– ¿Cree usted que esta nueva campaña durará mucho? -le preguntó Lucile, y al instante se arrepintió de haberlo hecho. Era como preguntarle a alguien si pensaba vivir mucho tiempo. ¿Qué auguraba, qué anunciaba esa nueva campaña? ¿Una serie de victorias fulminantes, o la derrota y una larga lucha? ¿Quién podía saberlo? ¿Quién podía escrutar el futuro? Aunque todo el mundo lo intentara, siempre era en vano…

– En cualquier caso, mucho sufrimiento, mucha amargura y mucha sangre -comentó Bruno, como si le hubiera leído el pensamiento.

Como él, sus dos camaradas seguían empaquetando cosas. El oficial bajito, con enorme cuidado, una raqueta de tenis; el intérprete, unos preciosos y enormes libros encuadernados en cuero amarillo.

– Tratados de jardinería -le explicó a Lucile-. En la vida civil soy arquitecto de jardines que datan de esa época, el reinado de Luis XIV -añadió con tono ligeramente pomposo.

En ese momento, ¿cuántos alemanes estarían escribiendo a sus novias o mujeres y despidiéndose de sus posesiones terrenales en los cafés, en las casas que habían ocupado, en todo el pueblo? Lucile sintió una enorme piedad. Vio pasar por la calle unos caballos que volvían de la herrería y la guarnicionería, sin duda ya listos para partir. Costaba imaginar a aquellos animales arrancados de los campos de Francia y enviados al otro extremo del mundo. El intérprete, que había seguido la dirección de su mirada, dijo con voz grave:

– El sitio al que vamos es una tierra muy bonita para los caballos…

El oficial bajito hizo una mueca.

– Y un poco menos bonita para los hombres…

Lucile comprendió que la idea de esa nueva campaña les provocaba tristeza, pero se prohibió profundizar demasiado en sus sentimientos: no quería aprovecharse de sus emociones para sorprender algún atisbo de lo que habría podido llamarse «la moral del combatiente». Era casi una tarea de espía; se habría avergonzado de cometerla. Además, ahora los conocía lo suficiente para saber que lucharían bien de todos modos… «En el fondo -pensó-, hay un abismo entre el joven al que estoy viendo en estos momentos y el guerrero de mañana. Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo.» Cómo habría podido ella creerse capaz de decirle a Bruno en un tono tan natural, tan inocente que parecía el de la sinceridad misma:

– Venía a pedirle un gran favor.

– Diga, señora Angellier, ¿en qué puedo serle útil?

– ¿Podría hablar con alguno de esos señores de la Kommandantur para que me proporcionen a la mayor brevedad un permiso de circulación y un vale de gasolina? Debo llevar a París a… -Mientras hablaba, pensó: «Si digo un aparcero enfermo se extrañará; hay buenas clínicas mucho más cerca, en Creusot, Paray, Autun…»-. Debo llevar a uno de nuestros granjeros a París. Su hija trabaja allí; está gravemente enferma y quisiera verlo. En tren, el pobre hombre tardaría demasiado. Ya sabe usted que es época de grandes labores. Si pudiera hacerme ese favor, podríamos ir y volver en un solo día.