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Detrás de la señora Angellier venía Lucile. Esos días estaba más callada, ausente y seria que de costumbre. Inclinaba silenciosamente la cabeza al pasar junto al alemán, que tampoco decía nada, pero, creyendo que no lo veían, la seguía con una larga mirada; sin volverse, la anciana Angellier, que parecía tener ojos en la nuca cuando de sorprenderlos se trataba, le murmuraba a su nuera, colérica:

– No le prestes atención. Sigue ahí. -La anciana no respiraba libremente hasta que la puerta se cerraba detrás de ellas; entonces, fulminaba a Lucile con una mirada asesina-. Hoy no te has peinado como siempre -le decía con voz seca, o bien-: ¿Te has puesto el vestido nuevo? No te favorece.

Sin embargo, pese al odio que sentía a veces hacia Lucile, simplemente porque ella estaba allí y su hijo, ausente, pese a todo lo que habría podido sospechar o presentir, ni se le había pasado por la cabeza que entre su hija política y el oficial alemán pudiera existir algún sentimiento tierno. En el fondo, todos juzgamos a los demás según nuestro propio corazón. El avaro cree que a todo el mundo lo mueve el interés; el lujurioso, el deseo, y así sucesivamente. Para la señora Angellier, un alemán no era un hombre, sino la personificación de la maldad, la crueldad y el odio. Que otros tuvieran una opinión distinta le parecía imposible, inconcebible… Era tan incapaz de imaginarse a Lucile enamorada de un alemán como de representarse el acoplamiento de una mujer y un unicornio, un dragón, una quimera… El alemán tampoco le parecía enamorado de Lucile, porque no podía atribuirle ningún sentimiento humano. Creía que lo único que perseguía con sus miradas era insultar todavía más aquella casa francesa que ya había profanado; que sentía un placer indescriptible al ver a su merced a la madre y la esposa de un prisionero francés. Lo que realmente la irritaba era lo que ella llamaba «la indiferencia» de Lucile: «¡Prueba nuevos peinados, se pone vestidos nuevos…! ¿Es que no comprende que el alemán pensará que es por él? ¡Qué falta de dignidad!» Le habría gustado cubrir el rostro de su nuera con una máscara y vestirla con un saco. Verla guapa y sana la hacía sufrir, le desgarraba el corazón: «Y mientras tanto, mi hijo, mi pobre hijo…»

El día que se cruzaron con el alemán en el vestíbulo y vieron que estaba pálido y llevaba un brazo en cabestrillo -«con ostentación», se dijo la señora Angellier-, se llevó una alegría enorme. Cuál no sería su indignación al oír que, casi a su pesar, Lucile se apresuraba a preguntar:

– ¿Qué le ha pasado, mein Herr?

– Me ha derribado el caballo. Un animal difícil al que montaba por primera vez.

– Tiene muy mala cara -dijo ella mirando el rostro extenuado del teniente-. ¿Por qué no se acuesta?

– ¡Oh, no es más que un rasguño! Además… -añadió haciendo un gesto hacia la ventana, bajo la que en esos momentos pasaba el regimiento-. Las maniobras, ya sabe…

– ¿Cómo? ¿Otra vez?

– Estamos en guerra -respondió él con una débil sonrisa y, tras un breve saludo, se marchó.

– Pero ¿qué haces? -exclamó la señora Angellier con voz desabrida. Lucile había apartado la cortina y seguía a los soldados con la mirada-. Está visto que no tienes sentido de las conveniencias. Los alemanes deben desfilar ante ventanas cerradas y persianas echadas… como en mil ochocientos setenta.

– Cuando entran por primera vez en una ciudad, sí -respondió Lucile con impaciencia-; pero cuando recorren nuestras calles casi a diario, si siguiéramos las tradiciones al pie de la letra, estaríamos condenadas a una oscuridad perpetua.

El cielo de la tarde presagiaba tormenta; una luz sulfurosa bañaba todos aquellos rostros alzados, todas aquellas bocas abiertas, de las que salía un canto armonioso, exhalado a media voz, como contenido, como reprimido, que no tardaría en estallar en un solemne y magnífico coro.

– Tienen unos cánticos curiosos, que te arrastran… -decía la gente del pueblo-. ¡Parecen oraciones!

Al ponerse el sol, un rayo escarlata tiñó de sangre los cascos y las caras, las hinchadas yugulares, los uniformes verdes y al oficial a caballo que mandaba el destacamento. Hasta la señora Angellier se quedó sobrecogida.

– Ojalá fuera un presagio… -murmuró.

Las maniobras acabaron a medianoche. Lucile oyó la puerta de la calle, que se abría y volvía a cerrarse, y reconoció los pasos del oficial en las baldosas del vestíbulo. Suspiró. No podía dormir. ¡Otra mala noche! Ahora todas eran parecidas: vigilias interminables y absurdas pesadillas… A las seis, ya estaba en pie. Pero eso no solucionaba nada. Sólo hacía los días más largos y vacíos.

La cocinera comunicó a las dos señoras Angellier que el alemán había vuelto enfermo y que el oficial médico había pasado a verlo y, tras comprobar que tenía fiebre, le había ordenado guardar cama. A mediodía, dos soldados se presentaron con un almuerzo que el enfermo no tocó. Permanecía en su habitación, pero no estaba acostado; se lo oía ir de aquí para allá, y sus monótonos pasos irritaban de tal modo a la anciana Angellier que se retiró a sus habitaciones en cuanto acabó de comer, contrariamente a su costumbre, pues hasta las cuatro solía hacer cuentas o tejer en la sala, junto a la ventana en verano y ante el fuego en invierno. Después subía al segundo piso, donde tenía sus habitaciones y no la perturbaba ningún ruido. Lucile respiraba hasta que volvía a oír unos débiles pasos que bajaban la escalera, vagaban por la casa, al parecer sin objeto, y luego se perdían de nuevo en las profundidades del segundo piso. A veces se preguntaba qué haría su suegra allí arriba, a oscuras, porque cerraba ventanas y postigos y no encendía la luz. De modo que no leía. En realidad jamás leía. Puede que siguiera tejiendo en la oscuridad… Hacía bufandas para los prisioneros, largas y estrechas tiras de lana que confeccionaba sin mirar, con la seguridad de un ciego. ¿Rezaba? ¿Dormía? Volvía a bajar a las siete sin un solo pelo despeinado, muda y tiesa en su negro vestido.

Ese día y los siguientes, Lucile oyó que echaba una vuelta de llave a la puerta de su habitación; luego, nada. La casa parecía desierta; lo único que rompía el silencio eran los monótonos pasos del alemán. Pero no llegaban a oídos de la anciana, protegida por gruesas paredes y espesas colgaduras que ahogaban todos los ruidos. Su dormitorio era una enorme y oscura habitación atestada de muebles. La señora Angellier empezaba por hacerla todavía más oscura cerrando los postigos y corriendo las cortinas, para después sentarse en un gran sillón tapizado de verde y entrelazar las pálidas manos sobre las rodillas. Cerraba los ojos; a veces dejaba escapar unas escasas y relucientes lágrimas, esas lágrimas de vieja que parecen brotar a regañadientes, como si la senectud hubiera comprendido al fin la inutilidad, la futilidad de todo llanto. Ella se las secaba con un gesto casi de rabia. Erguía el cuerpo y hablaba sola en voz baja. Decía:

– ¡Ven! ¿No estás cansado? Ya has vuelto a correr después de comer, en plena digestión… ¡Estás sudando! Vamos, Gastón, ¡ven, siéntate en tu pequeño taburete! Ponte aquí, junto a mamá… Ven, que vamos a leer juntos. Pero antes puedes descansar un poquito; pon la cabecita aquí, sobre las rodillas de mamá -musitaba, acariciando tierna y amorosamente unos rizos imaginarios.

No era un delirio ni el comienzo de la locura (nunca había sido más duramente lúcida y consciente de sí misma), sino una especie de comedia voluntaria, lo único capaz de producirle cierto alivio, como pueden procurarlo el vino o la morfina. En la oscuridad, en el silencio, recreaba el pasado; exhumaba instantes que ella misma creía olvidados para siempre; desenterraba tesoros; recuperaba determinada frase de su hijo, determinada entonación de voz, determinado gesto de sus regordetas manos de bebé, que por un segundo abolían realmente el tiempo. Ya no eran imaginaciones suyas, sino la realidad misma, recuperada en lo que tenía de imperecedero, puesto que nada podía hacer que todo aquello no hubiera ocurrido. Ni la ausencia, ni la misma muerte, podían borrar el pasado: el delantal rosa que había llevado Gastón o el gesto con que le había enseñado la mano arañada por una ortiga habían existido y, mientras ella viviera, estaba en su voluntad que volvieran a existir. No necesitaba más que la soledad, la oscuridad y tener a su alrededor aquellos muebles, aquellas cosas que había compartido con su hijo. Variaba sus alucinaciones a voluntad. No se contentaba con el pasado; jugaba con el futuro. Cambiaba el presente a su capricho; mentía y se engañaba a sí misma; pero, como sus mentiras eran obra suya, las amaba. Durante unos breves instantes era feliz. Su felicidad ya no conocía los límites impuestos por la realidad. Todo era posible, todo estaba al alcance de su mano. Para empezar, la guerra había acabado. Ese era el punto de partida del sueño, el trampolín desde el que se lanzaba hacia una felicidad sin límites. La guerra había acabado… Era un día como otro cualquiera. ¿Por qué no mañana? No sabría nada hasta el último minuto; ya no leía los periódicos, ya no oía la radio. Estallaría como una tormenta. Una mañana, al bajar a la cocina, vería a Marthe con los ojos desorbitados: «¿La señora no lo sabe?» Así era como se había enterado de la capitulación del rey de Bélgica, de la toma de París, de la llegada de los alemanes, del armisticio… ¿Y por qué no de la paz? Por qué no: «¡Señora, parece que se ha acabado! ¡Parece que han dejado de luchar, que ya no estamos en guerra, que van a volver los prisioneros!» Que la victoria fuera de los ingleses o los alemanes le daba igual. Lo único que le importaba era su hijo. Pálida, con los labios temblorosos y los ojos cerrados, se representaba el cuadro en su mente, con esa profusión de detalles que suelen tener las pinturas de los locos. Veía hasta la última arruga del rostro de Gastón, cómo iba peinado, la ropa que llevaba, sus borceguíes militares; percibía hasta la menor inflexión de su voz.