– La Tierra es una esfera que no descansa sobre nada -declamaron sus frescas voces.
En el salón, el viejo Péricand y Albert, el gato, se quedaron solos. El día había sido espléndido. La luz del atardecer iluminaba suavemente los frondosos castaños, y Albert, un minino corriente de color gris que pertenecía a los niños, presa de una alegría frenética, rodaba por la alfombra, saltaba a la chimenea, mordisqueaba la punta de una peonía del jarrón azul oscuro colocado en una consola y delicadamente adornado con una boca de dragón grabada… De pronto, se encaramó de un salto al respaldo del sillón del anciano y le maulló en la oreja. El viejo Péricand levantó hacia él una mano violácea, temblorosa y tan helada como siempre. El felino se asustó y salió huyendo. Iban a servir la cena. Auguste entró en el salón para empujar el sillón de ruedas del inválido hasta el comedor. Cuando estaban sentándose a la mesa, la señora de la casa se quedó bruscamente inmóvil, con la cuchara del jarabe reconstituyente de Jacqueline todavía en la mano.
– Es vuestro padre, niños -dijo al oír una llave que giraba en la cerradura.
En efecto, era el señor Péricand, un individuo rechoncho de andares pausados y un tanto torpes. Su rostro, habitualmente sonrosado y tranquilo, de hombre bien alimentado, estaba muy pálido y traslucía no tanto miedo o preocupación como un asombro extraordinario. Las facciones de quienes hallan una muerte instantánea en un accidente, sin tiempo para sufrir ni asustarse, suelen mostrar una expresión parecida. Leían un libro, miraban por la ventanilla del coche, pensaban en sus asuntos, iban al vagón restaurante, y de pronto están en el infierno.
La señora Péricand hizo amago de levantarse.
– ¿Adrien? -dijo con voz angustiada.
– Nada, nada -se apresuró a murmurar su marido, señalando con la mirada a los niños, su padre y los criados.
Ella comprendió e indicó que siguieran sirviendo. Después, se esforzó en acabar su plato, pero cada bocado le parecía duro e insípido como una piedra y se le atascaba en la garganta. No obstante, repetía las frases que constituían el ritual de todas sus comidas desde hacía treinta años.
– No bebas antes de empezar la sopa -le decía a alguno de los niños-. El cuchillo, cariño…
Luego, cortó en finos trozos el filete de lenguado de su suegro. Al anciano se le preparaban platos exquisitos y complicados, y siempre le servía la propia señora Péricand, que además le llenaba el vaso de agua, le untaba mantequilla en el pan y le anudaba la servilleta alrededor del cuello, porque solía babear en cuanto veía aparecer algo que le gustaba. «Creo -les decía la señora Péricand a sus amigos- que estos pobres ancianos impedidos sufren si los tocan los criados.»
– Siempre debemos mostrar nuestro afecto al abuelito, hijos míos -advirtió a los niños, mirando al anciano con profunda ternura.
En su madurez, el señor Péricand había instituido varias obras benéficas, una de las cuales le era especialmente querida: los Pequeños Arrepentidos del decimosexto distrito, admirable institución que tenía por objeto redimir moralmente a menores implicados en atentados a las buenas costumbres. Siempre se había sabido que, a su muerte, el señor Péricand dejaría cierta cantidad a dicha institución, pero el anciano tenía una forma un tanto irritante de no precisar nunca la suma exacta. Cuando no le gustaba un plato o los niños armaban demasiado escándalo, despertaba de golpe de su letargo y, con voz débil pero clara, decretaba: «Legaré cinco millones a la Obra.» A lo que seguía un embarazoso silencio.
Por el contrario, cuando había comido y dormido a gusto en su sillón, tomando el sol que entraba por la ventana, alzaba hacia su nuera sus apagados ojos, vagos y turbios como los de los niños muy pequeños o los perros recién nacidos.
Charlotte tenía mucho tacto. No exclamaba, como habría hecho cualquier otra: «Tiene mucha razón, padre», sino que con voz suave se limitaba a decir: «¡Dios mío, si le queda mucho tiempo para pensarlo!»
La fortuna de los Péricand era considerable, de modo que habría sido injusto acusarlos de codiciar la herencia del anciano. En cierto modo, más que tenerle apego al dinero, era el dinero el que les tenía apego a ellos. Había un cúmulo de cosas que les pertenecían por derecho, entre otras, los «millones de los Maltête-Lyonnais», que nunca gastarían, que guardarían para los hijos de sus hijos. En cuanto a la Obra de los Pequeños Arrepentidos, era tal el interés que les despertaba que dos veces al año la señora Péricand organizaba conciertos de música clásica para aquellos desventurados; ella tocaba el arpa y afirmaba que en determinados pasajes un coro de sollozos le respondía desde las sombras de la sala.
Los ojos de Péricand padre seguían atentamente las manos de su nuera. Estaba tan distraída y turbada que se olvidó de la salsa. La blanca barba del anciano empezó a agitarse de un modo alarmante. La señora Péricand volvió a la realidad y se apresuró a verter la mantequilla fresca, fundida y espolvoreada con perejil, sobre la marfileña carne del pescado; pero el anciano no recobró la serenidad hasta que ella dejó una rodaja de limón en el borde del plato.
Hubert se inclinó hacia su hermano y le susurró:
– ¿Va mal?
«Sí», respondió el otro con el gesto y la mirada.
Hubert dejó caer las temblorosas manos sobre las rodillas. Su arrebatada imaginación le pintaba vívidas escenas de batalla y de victoria. Era boy scout. Sus compañeros y él formarían un grupo de voluntarios, de francotiradores que defenderían el país hasta el final. En un segundo, recorrió mentalmente el tiempo y el espacio. Sus camaradas y él, un pequeño ejército unido bajo la bandera del honor y la fidelidad, lucharían incluso de noche; salvarían el París bombardeado, incendiado… ¡Qué experiencia tan emocionante, tan maravillosa! El corazón le brincaba en el pecho. Sin embargo, la guerra era algo espantoso y atroz… Embriagado por aquellas visiones, hizo tanta fuerza con el cuchillo que el trozo de rosbif que estaba cortando voló por los aires y aterrizó en el suelo.
– ¡Manazas! -le susurró Bernard, su vecino de mesa, haciéndole la burla por debajo del mantel.
Bernard y Jacqueline, de ocho y nueve años respectivamente, eran dos rubiales delgaduchos y engreídos. En cuanto acabaron el postre, los mandaron a la cama, y el viejo señor Péricand se adormiló en su sitio habitual, junto a la ventana abierta. El suave día de junio se demoraba, se negaba a morir. Cada latido de luz era más débil y más exquisito que el anterior, como si cada uno fuera un adiós lleno de pesar y de amor a la tierra. Sentado en el alféizar de la ventana, el gato contemplaba melancólicamente el horizonte. El señor Péricand iba de aquí para allá por el salón.
– Pasado mañana, mañana quizá, los alemanes estarán a las puertas de París. Se dice que el alto mando está decidido a luchar ante París, en París, detrás de París… Por suerte, la gente todavía no lo sabe, pero de aquí a mañana todo el mundo correrá a las estaciones, se echará a la carretera… Tenéis que salir mañana a primera hora e ir a casa de tu madre, a Borgoña, Charlotte. En cuanto a mí -añadió el señor Péricand, no sin cierto énfasis-, compartiré la suerte de los tesoros que me han confiado.
– Creía que habían evacuado el museo en septiembre… -dijo Hubert.
– Sí, pero el refugio provisional que eligieron en Bretaña no era adecuado, porque, como se ha demostrado, es húmedo como una bodega. No lo entiendo. Se había organizado un comité para la salvaguarda de los tesoros nacionales, dividido en tres grupos y siete subgrupos, cada uno de los cuales designaría una comisión de expertos encargada del repliegue de las obras artísticas durante la guerra, y hete aquí que el mes pasado un vigilante del museo provisional nos advierte que están apareciendo manchas sospechosas en las telas. Sí, un retrato admirable de Mignard tenía las manos roídas por una especie de lepra verde. Nos apresuramos a hacer regresar a París las valiosas cajas, y ahora estoy pendiente de una orden, que no puede tardar, para enviarlas más lejos.