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La conversación derivó hacia un terreno más técnico, lo que les devolvió la sensación de su importancia, un tanto debilitada por los últimos acontecimientos.

– Un grupo alemán va a volver a comprar las Acerías del Este -dijo Corbin-. Por ese lado no estamos en mala posición. Es cierto que el asunto de los muelles de Ruán…

El rostro del banquero se ensombreció. Furières tenía que marcharse. Su anfitrión quiso acompañarlo y, al llegar al salón, que tenía los postigos cerrados, accionó el interruptor; pero la luz no se encendió. Corbin soltó una maldición.

– ¡Me han cortado la luz! Los muy cabrones…

«Mira que llega a ser vulgar», pensó el conde.

– Haga una llamada y enseguida se lo arreglarán -le aconsejó-. El teléfono funciona.

– ¡Es que no se imagina la desorganización que hay en esta casa! -dijo Corbin ahogándose de furia-. ¡Los criados han puesto tierra de por medio, amigo mío! Como lo oye. ¡Todos! Y me extrañaría que no le hubieran metido mano a la plata. Mi mujer no está. Me encuentro perdido en medio de todo este caos…

– ¿Su señora está en zona libre?

– Sí -gruñó Corbin.

Su mujer y él habían tenido una escena lamentable: en el caos y la precipitación de la huida, o tal vez con toda intención, la doncella había guardado en el neceser de viaje de la señora Corbin un pequeño portarretratos perteneciente al señor y que contenía una foto de Arlette desnuda. Seguramente, el desnudo por sí solo no habría soliviantado a la legítima, que era una persona de mucho sentido común; pero la bailarina llevaba un collar magnífico.

– ¡Te aseguro que es falso! -había exclamado el señor Corbin, descompuesto.

Su mujer no había querido creerlo. En cuanto a Arlette, no había vuelto a dar señales de vida. No obstante, se aseguraba que estaba en Burdeos y que se la veía a menudo en compañía de oficiales alemanes. El recuerdo aumentó el mal humor del señor Corbin, que hizo sonar el timbre con todas sus fuerzas.

– No tengo más que a la mecanógrafa -le explicó a Furières-, una chica a la que recogí en Niza. Más corta que el día de Navidad, pero bastante guapa. ¡Ah, es usted! -dijo de pronto volviéndose hacia la joven morena que acababa de entrar-. Me han cortado la luz, mire a ver qué puede hacer. Telefonee, grite y apáñeselas; luego me trae el correo.

– ¿El correo? ¿No lo han subido?

– No; está en la portería. Espabile. Tráigalo. ¿O es que cree que le pago por no hacer nada?

– Lo dejo, me da usted miedo -dijo Furières.

Corbin sorprendió la sonrisa levemente desdeñosa del conde; su cólera aumentó. «¡Cursi! ¡Sablista!», pensó, pero se limitó a responder:

– ¿Qué quiere usted? ¡Me sacan de mis casillas!

El correo incluía una carta de los Michaud. Se habían presentado en la central del banco en París, pero, como no habían sabido darles indicaciones precisas, habían escrito a Niza, desde donde habían reexpedido la carta que Corbin tenía en sus manos. En ella, los Michaud le solicitaban instrucciones y dinero. El difuso malhumor del banquero encontró el blanco perfecto.

– Pero… ¡habrase visto! ¡Son el colmo! ¡Estos dos son el colmo! Tú corre, echa los bofes, juégate el tipo por las carreteras de Francia, que mientras tanto el señor y la señora Michaud se toman unas agradables vacaciones en París, y encima tienen la caradura de exigir dinero. ¡Va usted a escribirles! -le ordenó a la aterrorizada mecanógrafa-. ¡Escriba, escriba!:

París, 25 de julio de 1940

Señor Maurice Michaud

Rue Rousselet 23 París VII°

Muy señor mío:

El pasado 11 de junio les dimos, tanto a usted como a la señora Michaud, la orden de incorporarse a su puesto en el lugar al que se había replegado la entidad, es decir, Tours. No ignora usted que, en estos momentos decisivos, todo empleado de banca, y en particular aquellos que como usted ocupan puestos de confianza, puede equipararse a un combatiente. Sabe perfectamente lo que en circunstancias como las presentes significa abandonar el puesto. El resultado de la ausencia de ambos ha sido la total desorganización de los departamentos que les habían sido confiados: el secretariado y la contabilidad. No es éste el único reproche que podemos dirigirles. Como sin duda recordarán, cuando, llegado el momento de pagar las gratificaciones del pasado 31 de diciembre, solicitaron ustedes ver aumentadas las suyas a tres mil francos, se les señaló que, pese a mi buena voluntad hacia sus personas, me resultaba imposible, por cuanto su rendimiento había sido mínimo en comparación con el que habíamos obtenido de sus predecesores. En estas condiciones, lamentando que hayan esperado tanto tiempo para ponerse en contacto con la dirección, consideramos la falta de noticias suyas hasta el día de hoy como una dimisión, tanto en lo que concierne a usted como en lo referente a la señora Michaud. Dicha dimisión, que es decisión exclusivamente suya y que no ha ido precedida por ningún aviso, no nos obliga a pagarles ninguna indemnización. No obstante, habida cuenta de su larga presencia en la entidad y de las extraordinarias circunstancias actuales, les concedemos, a título excepcional y puramente gracioso, una indemnización equivalente a dos meses de sus respectivos sueldos. Le adjuntamos la cantidad de… en un cheque barrado a su nombre del Banco de Francia, París. Sírvase acusar recibo en la debida forma y acepte nuestros respetuosos saludos.

Corbin

Aquella carta sumió a los Michaud en la desesperación. Sus ahorros no llegaban a los cinco mil francos, porque los estudios de Jean-Marie habían sido caros. Con los dos meses de indemnización y esa cantidad, apenas tenían quince mil francos, y debían dinero al recaudador. En esos momentos era prácticamente imposible encontrar trabajo; los puestos escaseaban y estaban mal pagados. Por otro lado, siempre habían vivido aislados; no tenían parientes ni nadie a quien pedir ayuda. Estaban agotados por el viaje y angustiados por la incertidumbre sobre la situación de su hijo. A lo largo de una vida no exenta de penurias, más de una vez, cuando Jean-Marie era pequeño, la señora Michaud había pensado: «Si tuviera la edad de salir adelante solo, nada me afectaría realmente.» Sabía que era fuerte y estaba sana, se sentía con ánimos, no temía por ella ni por su marido, del que no se habría separado ni con el pensamiento.

Ahora Jean-Marie era un hombre. Dondequiera que estuviese, si es que seguía vivo, ya no la necesitaba. Pero eso no le servía de consuelo. Para empezar, no podía imaginar que su niño no la necesitara. Y al mismo tiempo comprendía que ahora era ella la que lo necesitaba a él. Toda su valentía la había abandonado; veía la fragilidad de Maurice; se sentía sola, vieja, enferma. ¿Cómo iban a arreglárselas para encontrar trabajo? ¿De qué vivirían cuando hubieran gastado aquellos quince mil francos? Ella tenía cuatro joyas de nada: las amaba. «No valen nada», se decía siempre, pero en el fondo de su corazón no podía creer que aquel pequeño broche de perlas tan bonito, o aquel modesto anillo adornado con un rubí, regalos de Maurice en sus años jóvenes y que tanto le gustaban, no pudieran venderse a un buen precio. Se los ofreció a un joyero del barrio y, a continuación, a un gran establecimiento de la rue de la Paix. Ambos los rechazaron: el broche y la sortija eran trabajos finos, pero a los joyeros sólo les interesaban las piedras, y aquéllas eran tan pequeñas que no salía a cuenta comprarlas. En su fuero interno, la señora Michaud se alegró de poder conservar sus joyas, pero el hecho estaba ahí: eran su único recurso. Y el mes de julio ya había pasado, llevándose un buen pellizco de sus ahorros. Al principio, los dos pensaron en ir a ver a Corbin, explicarle que habían hecho todo lo que estaba en sus manos por llegar a Tours y decirle que, si persistía en despedirlos, al menos les debía la indemnización prevista para esos casos. Pero conocían demasiado bien al banquero para no saber que estaban indefensos ante él. No tenían los medios necesarios para demandarlo, y Corbin no se dejaba intimidar así como así. Además, sentían una invencible repugnancia a tratar con aquel hombre, al que detestaban y despreciaban.