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El agua palpitaba mansamente, la noche era solemne y tranquila… Aquella presencia sin la que no habría podido vivir, aquel Soplo, aquella Mirada, estaban con él, en la oscuridad. Una criatura adormecida en la oscuridad, acurrucada en el regazo de su madre, no necesita luz para reconocer sus amadas facciones, sus manos, sus anillos… Ríe bajito, dichosa. «Jesús, estás ahí, de nuevo estás ahí. ¡Quédate a mi lado, divino Amigo!» Una larga y rosada llama se elevó de un negro tronco. Era tarde; la luna ascendía en el cielo, pero Philippe no tenía sueño. Cogió una manta y se tumbó en la hierba. Siguió echado, con los ojos muy abiertos, notando el roce de una flor en la mejilla. Ni un solo ruido en aquel rincón de la tierra.

No oyó nada, no vio nada; percibió, con una especie de sexto sentido, la silenciosa carrera de dos chicos en dirección a la casa. Fue todo tan rápido que en un primer momento creyó que estaba soñando. No quiso llamarlos para no despertar a los demás. Se levantó, se sacudió la sotana, cubierta de briznas y pétalos, y siguió a los dos chicos hacia el edificio. El espeso césped amortiguaba el ruido de los pasos. De pronto, recordó que en una ventana había visto un postigo entreabierto. Sí, no se había equivocado. La luna iluminaba la fachada. Uno de los chicos empujaba el postigo, intentando forzarlo. A Philippe no le dio tiempo de gritar para detenerlos: una piedra acababa de romper el cristal. Los fragmentos estallaron contra el suelo. Con agilidad felina, los chicos desaparecieron en el interior.

– ¡Ah, granujas, ya os daré yo! -murmuró Philippe.

Se recogió la sotana hasta las rodillas y, siguiendo el mismo camino que los chicos, apareció en un salón que tenía los muebles cubiertos con fundas y un suelo de parquet frío y brillante. Buscó a tientas el interruptor. Cuando al fin consiguió encender la luz, no vio a nadie. Indeciso, miró alrededor (los chicos estaban escondidos o habían huido): aquellos canapés, aquel piano, aquellos butacones cubiertos con fundas de flotantes pliegues, aquellas cortinas de seda floreada eran excelentes escondites. Avanzó hacia uno de los balcones, porque las colgaduras se habían movido, y las apartó bruscamente. Uno de los chicos estaba allí; era uno de los mayores, casi un hombre, de rostro moreno, frente estrecha y mandíbula prominente, aunque tenía unos ojos bastante hermosos.

– ¿Qué hacéis aquí? -le preguntó el sacerdote.

Oyó ruido a sus espaldas y se volvió; el otro chico estaba en la habitación, justo detrás de él. También aparentaba diecisiete o dieciocho años; en su demacrado rostro, los labios, apretados, tenían una expresión desdeñosa; era como si el animal alentara bajo su piel. Philippe estaba en guardia, pero eran demasiado rápidos para él; en un abrir y cerrar de ojos se le echaron encima y, mientras uno le ponía la zancadilla, el otro lo agarró del cuello. Pero Philippe se debatía silenciosa, eficazmente. Consiguió atrapar a uno por el cuello de la camisa y lo sujetó con tanta firmeza que lo obligó a quedarse quieto. Pero, durante el forcejeo, algo se le cayó del bolsillo y rodó por el parquet. Era dinero.

– Felicidades, veo que no has perdido el tiempo -le dijo Philippe sentado en el suelo, jadeando. Y pensó: «Sobre todo, no hagas un drama. Hazlos salir de aquí y te seguirán como corderillos. Mañana ya se verá»-. ¡Bueno, ya está bien, eh! Se acabaron las estupideces… ¡Andando!

Apenas había acabado de hablar, cuando volvieron a abalanzarse sobre él con un salto silencioso, salvaje y desesperado. Uno de ellos lo mordió y le hizo sangre.

«Van a matarme», se dijo Philippe con una especie de estupor. Lo atacaban como dos lobos. No quería hacerles daño, pero no tuvo más remedio que defenderse; a puñetazos y patadas consiguió rechazarlos, pero ellos volvieron a la carga con redoblada saña, como locos, como bestias, como si hubieran perdido todo rasgo humano… Pese a todo, Philippe los habría dominado, pero se golpeó la cabeza contra un mueble, un velador con patas de bronce, y se desplomó. Mientras caía, oyó a uno de los chicos correr a la ventana y soltar un silbido. Del resto no vio nada: ni a los veintiocho adolescentes, súbitamente despiertos, cruzando el césped a la carrera y trepando por la ventana, ni la embestida contra los frágiles muebles para destrozarlos, volcarlos, arrojarlos por las ventanas… Estaban enloquecidos, bailaban alrededor del sacerdote, que seguía inconsciente, cantaban, gritaban… Un renacuajo con cara de chica brincaba sobre un sofá cuyos viejos muelles rechinaban sin cesar. Los mayores encontraron un mueble bar y lo llevaron al salón dándole patadas, mas descubrieron que estaba vacío. Pero no necesitaban vino para emborracharse: les bastaba con la destrucción, que les proporcionaba una dicha espantosa. Llevaron a Philippe hasta la ventana y lo dejaron caer pesadamente al césped. Luego siguieron arrastrándolo hasta el lago y, agarrándolo por los pies y las manos, lo levantaron en vilo y lo balancearon como a un pelele.

– ¡Vamos! ¡Arriba! ¡Hay que matarlo! -chillaban con sus voces roncas, que en muchos casos conservaban el timbre infantil.

Pero, cuando cayó al agua, todavía estaba vivo. El instinto de conservación, o un resto de coraje, lo retuvo al borde de la muerte. Se aferró con las dos manos a la rama de un árbol y trató de mantener la cabeza fuera del agua. Su rostro, desfigurado por los puñetazos y las patadas, estaba ensangrentado, tumefacto, en un estado grotesco y terrible. Empezaron a apedrearlo. Al principio consiguió aguantar agarrado a la rama, que oscilaba, crujía, amenazaba con partirse. Trató de alcanzar la otra orilla, pero la lluvia de piedras arreció. Al fin, se tapó la cara con los brazos, y los chicos lo vieron hundirse a plomo en su negra sotana. Atrapado en el cieno, no se ahogó. Y así fue como murió, con el agua hasta la cintura, la cabeza echada atrás y un ojo reventado de una pedrada.

26

En la catedral de Notre-Dame de Nimes, todos los años se celebraba una misa en sufragio de los difuntos de la familia Péricand-Maltête; pero, como en la ciudad ya no quedaba más que la madre de la señora Péricand, por lo general el oficio se despachaba con cierta prisa en una capilla lateral, ante la anciana señora, obesa y medio ciega, que ahogaba las palabras del sacerdote con su ronca respiración, y una cocinera que llevaba treinta años con ella. La señora Péricand era una Craquant, pariente de los Craquant de Marsella, familia que había hecho fortuna con el aceite. Era un origen ciertamente honroso (su dote había ascendido a dos millones, dos millones de los de antes de la guerra), pero palidecía ante el prestigio de su nueva familia. Su madre, la anciana señora Craquant, compartía su punto de vista y, retirada en Nimes, observaba los ritos de los Péricand con gran fidelidad, rezaba por las almas de sus difuntos y dirigía a los vivos cartas de felicitación de boda y de bautizo, como esos ingleses de las colonias que se emborrachaban en solitario cuando Londres festejaba el cumpleaños de la reina.

La misa de difuntos era especialmente grata a la señora Craquant, porque tras ella, a la vuelta de la catedral, entraba en una pastelería donde se tomaba una taza de chocolate y dos cruasanes. Estaba demasiado gorda y su médico le había impuesto un severo régimen, pero, como se había levantado más temprano que de costumbre, se ventilaba sin remordimientos el pequeño tentempié. Incluso a veces, cuando la cocinera, a la que temía, estaba de espaldas, rígida y silenciosa junto a la puerta, con los dos misales en la mano y el chal de la señora en el brazo, la anciana cogía un plato de pasteles y, como quien no quiere la cosa, se comía ya un petisú de crema, ya una tartita de cerezas, ya ambas cosas a la vez.

Fuera, bajo el sol y las moscas, esperaba el coche, tirado por dos caballos viejos y conducido por un cochero casi tan rollizo como la señora.