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Los Michaud se habían levantado a las cinco de la mañana para tener tiempo de ordenar el piso a fondo antes de abandonarlo. Seguramente era absurdo tomarse tantas molestias por cosas sin valor y condenadas, con toda probabilidad, a desaparecer en cuanto las primeras bombas cayeran sobre París. Pero, pensaba la señora Michaud, también se viste y se acicala a los muertos, destinados a pudrirse en la tierra. Es un último homenaje, la suprema prueba de amor hacia quien nos fue querido. Y aquel pisito les era muy querido. Habían vivido en él dieciséis años. No podrían llevarse todos sus recuerdos. Por mucho que les pesara, los mejores se quedarían allí, entre aquellas cuatro humildes paredes. Guardaron los libros en la parte inferior de un armario, junto con todas las fotos de aficionado que siempre se proponían pegar en álbumes y que estaban desvaídas, curvadas, atrapadas en la ranura de un cajón. El retrato de Jean-Marie, de niño, ya estaba en el fondo de la maleta, entre los pliegues de un vestido de repuesto, y el banco les había recomendado encarecidamente que sólo llevaran lo estrictamente necesario: un poco de ropa interior y los artículos de aseo. Por fin, todo estaba listo. Ya habían desayunado. La señora Michaud cubrió la cama con una gran sábana que protegería del polvo la descolorida colcha de seda rosa.
– Es hora de marcharse -dijo su marido.
– Baja, yo voy enseguida -respondió ella con voz alterada.
Maurice la dejó sola. La señora Michaud entró en la habitación de Jean-Marie. Todo estaba silencioso, oscuro, lúgubre tras los postigos cerrados. Se arrodilló junto a la cama y dijo en voz alta: «¡Dios mío, protégelo!» Luego salió y cerró la puerta. Su marido la esperaba en la escalera. La atrajo hacia sí y, allí mismo, sin decir palabra, la estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que ella soltó un pequeño grito de dolor.
– ¡Ah! Me haces daño, Maurice…
– Si no ha sido nada… -murmuró él con voz ronca.
En el banco, los empleados, reunidos en el amplio vestíbulo portando sus pequeños bolsos, comentaban las últimas noticias en voz baja. Corbin no estaba. El jefe de personal repartía los números de orden: cada uno tenía que subir al coche que le correspondiera cuando dijeran su número. Las salidas se efectuaron según lo previsto y sin contratiempos hasta mediodía. Luego llegó Corbin, con prisas y de mal humor. Bajó al sótano, a la cámara acorazada, de donde regresó con un paquete medio oculto bajo su abrigo.
– Son las joyas de Arlette -le susurró la señora Michaud a su marido-. Las de su mujer las retiró anteayer.
– Con tal que no se olvide de nosotros… -suspiró Maurice, entre irónico y preocupado.
Cuando Corbin se acercó, la señora Michaud le salió al paso con decisión.
– Así pues, ¿iremos con usted, señor director?
El asintió y les dijo que lo siguieran. Michaud cogió la maleta y los tres salieron de la oficina. El coche de Corbin estaba delante de la puerta, pero, cuando se acercaron, Michaud, entrecerrando sus ojos de miope, dijo con voz suave y un tanto cansada:
– Por lo que veo, nos han quitado el sitio.
Arlette Corail, su perro y sus maletas ocupaban el asiento trasero del vehículo.
– ¿Acaso vas a arrojarme a la acera? -le espetó la bailarina asomando la cabeza por la ventanilla.
Se inició una discusión de pareja. Los Michaud se alejaron unos pasos, pero lo oían todo.
– ¡Pero si en Tours tenemos que recoger a mi mujer! -espetó Corbin y le pegó un puntapié al perro.
El chucho soltó un gañido y se refugió entre las piernas de Arlette.
– ¡Bruto!
– Cállate. Si anteayer no hubieras estado callejeando con esos aviadores ingleses… Otros dos a los que me gustaría ver en el fondo del mar…
Ella repetía «¡Bruto! ¡Bruto!» con voz cada vez más aguda. Hasta que de pronto, con toda la calma del mundo, declaró:
– En Tours tengo un amigo. Ya no te necesitaré.
Corbin le lanzó una mirada torva, pero al parecer ya había tomado una decisión.
– Lo siento -dijo volviéndose hacia los Michaud-. Ya lo ven, no tengo sitio para ustedes. El coche de la señorita Corail ha sufrido un accidente, y ella necesita que la lleve hasta Tours. No puedo negarme. Tienen ustedes un tren dentro de una hora. Tal vez vayan un poco apretados, pero como es un viaje corto… En cualquier caso, arréglenselas para reunirse con nosotros lo antes posible. Confío en usted, señora Michaud, que es un poco más enérgica que su marido. Por cierto, Michaud, en adelante tendrá que mostrarse más dinámico que en los últimos tiempos -añadió, enfatizando las sílabas «di-ná-mi-co»-. No toleraré más apatía. Si quiere conservar su puesto, dese por advertido. Los quiero a los dos en Tours pasado mañana a más tardar. Necesito tener mi personal al completo.
Corbin se despidió con un pequeño gesto de la mano, subió al coche y se marchó con la bailarina. En la acera, los Michaud se miraron.
– Es la mejor defensa -comentó Michaud con su habitual flema, encogiendo ligeramente los hombros-. Reñir a la gente que tiene motivos de queja contra ti. ¡Siempre funciona! -Ambos se echaron a reír-. ¿Y ahora qué hacemos?
– Volver a casa y comer -refunfuñó ella, furiosa.
Encontraron el piso fresco, la cocina con las persianas bajadas, los muebles cubiertos con fundas. Todo tenía un aire íntimo, amistoso y acogedor, como si en la penumbra una voz hubiera susurrado: «Os esperábamos. Todo está en orden.»
– Quedémonos -propuso Maurice.
Estaban sentados en el sofá del salón y ella le acariciaba las sienes con sus manos delgadas y suaves, un gesto familiar en la pareja.
– Mi pobre niño… Es imposible, hay que vivir, no tenemos nada ahorrado desde mi operación, lo sabes perfectamente. Quedan ciento setenta y cinco francos en la caja de ahorros. Corbin no dejaría pasar la oportunidad de ponernos en la calle. Después de un golpe así, todos los bancos reducirán su personal. Hay que llegar a Tours a toda costa.
– Me temo que será imposible.
– Pues debemos conseguirlo -insistió ella, que ya estaba en pie, poniéndose el sombrero y cogiendo la maleta.
Salieron y se dirigieron a la estación.
No lograron acceder a la gran explanada, cerrada con cadenas, protegida por soldados y asediada por una multitud que presionaba los barrotes de la verja. Se quedaron allí hasta que oscureció. A su alrededor, la gente decía:
– Muy bien. Nos iremos a pie.
Lo aseguraban con una especie de anonadado estupor. Era evidente que ni ellos mismos se lo creían. Miraban alrededor y esperaban el milagro: un coche, un camión, cualquier cosa en la que poder irse. Pero no aparecía nada. De modo que se dirigían hacia las puertas de París, las cruzaban arrastrando las maletas por el polvo, seguían avanzando, se adentraban en el extrarradio y después en la campiña y pensaban: «¡Estoy soñando!»
Como los demás, los Michaud echaron a andar. Era una cálida noche de junio. Delante de ellos, una mujer vestida de luto y tocada con un sombrero adornado con un crespón y torcido sobre su blanco cabello, iba tropezando en las piedras del camino y farfullando con gestos de loca:
– Rezad para que no tengamos que huir en invierno… Rezad… ¡Rezad!