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Pero aquello no tenía nada de cómico, me sentía triste, realmente triste, como la noche anterior en aquel horrible paraje lleno de niebla de la zona industrial de Los Ángeles, cuando de hecho había llegado a llorar un poco. Después de todo, un hombre sin hogar tiene derecho a llorar, pues todas las cosas del mundo se levantan contra él.

Oscureció. Saqué una tartera y fui a buscar agua, pero tuve que atravesar tanta maleza que cuando volví a donde había acampado la mayoría del agua se había derramado. Mezclé en mi nueva batidora de plástico el agua con zumo de naranja concentrado y me preparé una naranjada fría, luego extendí el queso sobre el pan y comí encantado.

"Esta noche -pensé- dormiré mucho y rezaré bajo las estrellas para que el Señor me conceda la Budeidad una vez que mi trabajo de Buda esté terminado, amén."

Y como eran las Navidades, añadí:

"Que el Señor os bendiga a todos y haga descender una tierna y feliz Navidad sobre vuestros techos y espero que los ángeles se sienten en ellos la noche de la grande y auténtica Estrella, amén."

Y más tarde, metido en el saco de dormir, pensé mientras fumaba: "Todo es posible. Yo soy Dios, soy Buda, soy un Ray Smith imperfecto, todo al mismo tiempo, soy un espacio vacío, soy todas las cosas. Tengo todo el tiempo del mundo de vida a vida para hacer lo que hay que hacer, para hacer lo que está hecho, para hacer lo hecho sin tiempo, un tiempo que por dentro es infinitamente perfecto. ¿Para qué llorar? ¿Para qué preocuparse? Perfecto como la esencia de la mente y las mentes de las cáscaras de plátano."

Y añadí eso riendo al recordar a mis poéticos amigos lunáticos zen Vagabundos del Dharma de San Francisco a los que empezaba a echar de menos. Y también añadí una breve oración por Rosie.

"Si viviera podría haber venido conmigo aquí, quizá hubiera podido decirle algo, hacer que viera las cosas de modo diferente. A lo mejor sólo hubiera hecho el amor con ella sin decirle nada."

Pasé largo rato meditando con las piernas cruzadas, pero el ruido de los camiones me molestaba. Pronto salieron las estrellas y mi pequeña hoguera les mandó un poco de humo. Me deslicé dentro del saco hacia las once y dormí bien, salvo por los trozos de bambú que había dejado de las hojas y que me hicieron dar vueltas durante toda la noche.

"Es mejor dormir en una cama incómoda libre que dormir sin libertad en una cama cómoda."

Pensaba en todo tipo de cosas según iba pasando el tiempo. Había empezado una nueva vida con mi nuevo equipo: era un Don Quijote tierno. Por la mañana me sentía bien y lo primero que hice fue meditar y rezar un poco:

"Bendigo todas las cosas vivas. Os bendigo en el presente interminable, os bendigo en el futuro interminable, amén." Y esta breve oración hizo que me sintiera bien y así seguía cuando empaqueté todas mis cosas y fui a trompicones hasta el agua que bajaba de una roca al otro lado de la autopista. Un agua de manantial deliciosa con la que me lavé la cara y los dientes y bebí. Entonces estaba preparado para recorrer haciendo autostop los cerca de cinco mil kilómetros hasta Rocky Mount, Carolina del Norte, donde me esperaba mi madre, seguramente lavando los platos en su querida y pobre cocina.

18

La canción que estaba de moda por entonces era una de Roy Hamilton: "Everybody's Got a Home but Me" ("Todos tienen casa menos yo"). Yo iba cantándola mientras atrave saba Riverside. En el otro extremo de la ciudad me situé en la autopista y me recogió una pareja de jóvenes que me llevaron hasta un aeropuerto que estaba a unos ocho kilómetros, y desde allí fui con un tipo bastante callado hasta Beaumont, California, pero me dejó a unos seis o siete kilómetros del centro, en una autopista de dos direcciones donde nadie se paraba, así que decidí caminar en aquel aire hermoso y resplandeciente. En Beaumont comí perritos calientes, hamburguesas y una bolsa de patatas fritas y bebí un batido de fresa entre jóvenes estudiantes. Luego, en el otro extremo de la ciudad, me recogió un mexicano que se llamaba Jaimy y que me dijo que era hijo del gobernador de Baja California, México, pero no le creí. Era un borrachuzo y quiso que le comprara vino que terminó vomitando por la ventanilla sin dejar de conducir: un triste, hundido y desamparado joven de ojos melancólicos y muy bonitos, algo loco. Se dirigía a Mexicali que quedaba un poco apartado de mi camino, aunque estaba lo bastante cerca de Arizona como para que me viniera bien.

En Calexico la gente andaba haciendo las compras de Navidad por la calle Mayor y había increíbles bellezas mexicanas asombrosamente perfectas que iban mejorando tanto que cuando las primeras volvían a pasar habían quedado borradas en mi mente. Yo andaba por allí mirándolo todo, tomando un helado, y esperando a Jaimy que dijo que tenía que hacer una gestión y que luego me recogería de nuevo y me llevaría personalmente a Mexicali, México, donde me presentaría a sus amigos. Planeaba cenar bien y barato aquella noche en México, y luego seguir viaje. Jaimy no volvió a aparecer, claro. Crucé la frontera andando y doblé a la derecha por una calleja estrecha para evitar la calle de los vendedores ambulantes, y fui inmediatamente a cambiar el agua al canario en una obra, pero un vigilante mexicano loco con uniforme consideró que aquello era una gran infracción y me dijo algo, y cuando le dije "No sé" (en español), respondió: "No sabes, ¿policía?" (también en castellano); ¡y el tipo amenazaba con avisar a la pasma sólo Porque yo había meado en aquellos escombros! Pero luego me di cuenta, y me entristeció, de que había meado justo en el sitio donde él solía hacer fuego por la noche: había restos de madera carbonizados. Seguí por la calle embarrada sintiéndome realmente mal y triste, con la enorme mochila a la espalda, mientras el vigilante me miraba con expresión tristísima.

Llegué a una colina y vi grandes cauces llenos de barro, con hedores y charcos y espantosos senderos con mujeres y burros renqueando al atardecer; un viejo mendigo chino mexicano me llamó la atención y nos detuvimos a charlar, v cuando le conté que quería dormir por allí (de hecho estaba pensando en ir un poco más allá, a la ladera de las montañas), me miró horrorizado y, como era sordomudo, hizo gestos de que podían robarme la mochila y matarme si lo hacía, y me di cuenta en seguida de que tenía razón. Ya no estaba en Norteamérica. A uno u otro lado de la frontera, en cualquier parte donde metiera las narices, un hombre sin hogar estaba con el agua al cuello. ¿Dónde encontraría un bosquecillo tranquilo en el que meditar y vivir para siempre? Después de que el viejo intentara contarme su vida por señas, me alejé agitando la mano y sonriendo y crucé la llanura y un estrecho puente sobre las aguas amarillentas y llegué al barrio pobre de casas de adobe de Mexicali, donde como siempre la alegría mexicana me encantó, y comí una deliciosa cazuela de sopa de cocido con trozos de cabeza y cebolla cruda, pues en la frontera había cambiado veinticinco centavos por tres pesos en billetes y un montón de monedas enormes. Mientras comía en el pequeño mostrador de barro de la calle, observé a la gente, los perros miserables, las cantinas, las putas, oí la música, pasaban tipos indolentes por la estrecha carretera y al otro lado de la calle había un inolvidable Salón de Belleza con un espejo sin marco en una pared vacía y sillas y una belleza de diecisiete años con el pelo con rulos soñando delante del espejo, pero tenía al lado un viejo busto de yeso con una peluca, y detrás un tipo enorme con bigote y un jersey de esquí hurgándose los dientes y un chaval delante del espejo de la silla de al lado comiendo un plátano, y en la acera había unos cuantos niños reunidos como delante de un cine y pensé: "Vaya, Mexicali entero un sábado por la tarde. Gracias, Señor, por devolverme las ganas de vivir, por tus formas siempre recurrentes en Tu Vientre de Fertilidad Exuberante."