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– Aquí tenemos el karma de estos tres hombres: Japhy Ryder se lanza triunfante hacia la cumbre y llega a ella; yo casi llego, pero me rajo y quedo acurrucado en este maldito agujero. Sin embargo, el más listo de los tres, el poeta de poetas, se queda ahí tumbado con una rodilla sobre otra, mirando el cielo y mordisqueando una flor en una deliciosa ensoñación junto a la deliciosa plage. ¡Maldita sea! No volverán a traerme aquí arriba.

12

Ahora estaba realmente asombrado ante la sabiduría de Morley: "¡Y con todas aquellas jodidas fotografias de los Alpes Suizos!", pensé.

Entonces, de repente, todo era justo igual que en el jazz: sucedió en un loco segundo o así: miré hacia arriba y vi a Japhy corriendo montaña abajo; daba saltos tremendos de cinco metros, corría, brincaba, aterrizaba con gran habilidad sobre los tacones de sus botas, lanzaba entonces otro largo y enloquecido alarido mientras bajaba por las laderas del mundo, y en ese súbito relámpago comprendí que es imposible caerse de una montaña, idiota de mí, y lanzando un alarido me puse en pie de repente y empecé a correr montaña abajo detrás de él dando también unos pasos enormes, saltando y corriendo fantásticamente como él, y en cinco minutos más o menos, Japhy Ryder y yo (con mis playeras, clavando los tacones de las playeras en la arena, en las piedras, en las rocas, sin preocuparme dado lo ansioso que me sentía por bajar de allí) bajamos y gritamos como cabras montesas o, como yo digo, igual que lunáticos chinos de hace mil años, de tal manera que pusimos los pelos de punta al meditabundo Morley, que seguía junto al lago y que dijo que levantó la vista y nos vio volando montaña abajo y no podía creer lo que le decían sus ojos. De hecho, en uno de mis mayores saltos y más feroces alaridos de alegría, llegué volando justo hasta la orilla del lago y clavé los tacones de mis playeras en el barro y me quedé sentado allí, encantado de la vida. Japhy ya se estaba quitando las botas y sacando de su interior arena y guijarros. Era maravilloso. Me quité las playeras y saqué de ellas un par de cubos de polvo de lava, y dije:

– ¡Ah, Japhy, me has enseñado la última lección de todas: uno no puede caerse de una montaña!

– Eso es lo que quiere decir el dicho: "Cuando llegues a la cima de una montaña, sigue subiendo, Smith."

– ¡Joder, tío! Aquel grito de triunfo que lanzaste fue la cosa más bella que he oído en toda mi vida. Me habría gustado tener un magnetófono para grabarlo.

– Esas cosas no son para que las oiga la gente de por ahí abajo -dijo Japhy, mortalmente serio.

– Sí, tienes toda la razón. Esos vagabundos sedentarios sentados en almohadones no merecen oír el grito del triunfante azote de la montaña. Pero cuando miré y te vi corriendo por esa montaña abajo de repente, lo entendí todo.

– Vaya, Smith, así que hoy has tenido un pequeño satori, ¿no es así? -dijo Morley.

– ¿Y tú qué has hecho por aquí abajo? -Dormir casi todo el tiempo.

– Bien, maldita sea, no llegué a la cumbre. Ahora me avergüenzo de mí mismo porque al saber cómo se baja de una montaña sé cómo se sube a ella y que es imposible caerse, pero ya es demasiado tarde.

– Volveremos el verano que viene, Ray, y subiremos. ¿Es que no te das cuenta de que ésta es la primera vez que has subido a la montaña y que dejaste al veterano Morley aquí abajo, muy por detrás de ti?

– Claro -dijo Morley-. ¿No crees que deberían concederle a Smith el título de fiera por lo que ha hecho hoy?

– Claro que sí -dijo Japhy, y me sentí orgulloso de verdad. Era un fiera.

– Bien, joder, la próxima vez que vengamos seré un auténtico león.

– Vámonos de aquí, tíos, ahora nos queda un largo trecho, todavía tenemos que bajar por el valle de piedras y después tomar ese sendero del lago. Dudo que poda mos hacer todo ese camino antes de que sea noche cerrada.

– Vamos. -Nos pusimos de pie e iniciamos el regreso. Esta vez, cuando llegué a aquel lecho de piedra que me había asustado, actué con gran soltura y salté y bailé a lo largo de él, pues había aprendido de verdad que uno no puede caerse de una montaña. Si uno puede caerse o no de una montaña, eso no lo sé, pero yo había aprendido que no se puede. Y así lo acepté.

Me alegró, con todo, encontrarme en el valle y perder de vista todo aquel espacio de cielo abierto y, por fin, hacia las cinco, cuando ya atardecía, iba unos cientos de metros detrás de los otros dos y caminaba solo, siguiendo el camino que me señalaban las negras cagarrutas de los venados; cantaba y pensaba, nada me esperaba ni tenía nada de qué preocuparme, sólo seguir las cagarrutas de los venados con los ojos clavados en el suelo y disfrutar de la vida. En un determinado momento miré y vi al loco de Japhy que había trepado para divertirse a la cima de una ladera nevada y se dejaba resbalar, unos cuantos cientos de metros, tumbado de espaldas, gritando encantado. Y no sólo eso: se había vuelto a quitar los pantalones y los llevaba enrollados alrededor del cuello. Hacía esto sólo por comodidad, lo que es cierto, y porque nadie podía verlo entonces, aunque me imagino perfectamente que si fuera a la montaña con chicas haría lo mismo. Podía oír que Morley le hablaba en el grande y solitario valle: incluso tapado por las rocas sabía que era su voz. Terminé por seguir el sendero de los venados de un modo tan constante que me encontré bajando senderos y subiendo riscos totalmente fuera de la vista de los otros, aunque seguía oyéndolos; pero confiaba tanto en el instinto del dulce y milenario venado que, justamente cuando se hacía de noche, su antiguo sendero me llevó directamente a la orilla del arroyo familiar (donde los venados llevaban bebiendo los últimos cinco mil años) y vi desde allí el resplandor de la hoguera de Japhy que daba tonos anaranjados y vivos a la enorme roca. La luna brillaba muy alta en el cielo.

– Bueno, esa luna será nuestra salvación, todavía tenemos que andar unos doce kilómetros cuesta abajo. Comimos un poco y tomamos mucho té y preparamos las mochilas con todas nuestras cosas. Nunca había pasado momentos más felices en mi vida que aquellos solitarios instantes en los que bajaba por el sendero de venados, y cuando cargamos las mochilas, me volví y lancé una última mirada en aquella dirección. Ya había oscurecido y tuve la esperanza de ver alguno de los venados, pero no había nada a la vista y sentí una gran gratitud por todo aquello. Había sido como cuando uno es niño y ha pasado el día entero correteando por bosques y prados y vuelve a casa al atardecer con los ojos clavados en el suelo, arrastrando los pies, pensando y silbando, tal y como debían de sentirse los niños indios cuando seguían a sus padres desde el río Russian al Shasta doscientos años atrás, y como los niños árabes que siguen a sus padres, las huellas de sus padres; era un sonsonete de gozosa soledad, sorbiéndome los mocos como una niña llevando a casa a su hermanito en el trineo y los dos van cantando aires imaginarios y hacen muecas al suelo y son ellos mismos antes de entrar en la cocina y poner la cara seria del mundo de los mayores. Pero ¿puede haber algo más serio que seguir el rastro de unos venados hasta encontrar el agua?

Llegamos a la escarpadura y bajamos por el valle de piedras durante unos ocho kilómetros a la clara luz de la luna, lo que hacía fácil saltar de piedra en piedra, unas piedras ahora blancas, con manchas de negra sombra. Todo era limpio y claro y bello a la luz de la luna. A veces se veía el relámpago de plata de un arroyo. Más abajo estaban los pinos y el prado y la laguna.