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– ¡Esto es como un mañana en China y he cumplido los cinco años en el tiempo sin principio! -exclamé, y sentí ganas de sentarme en el sendero y sacar mi cuaderno y escribir mis impresiones sobre todo aquello.

– Mira allí -dijo Japhy, entusiasmado también-, chopos amarillos. Esto me recuerda un haiku…: "Al hablar de la vida literaria, los chopos amarillos."

Al caminar por esos parajes se pueden entender las perfectas gemas de los haikus que han escrito los poetas orientales, no se embriagaban nunca en las montañas, no se excitaban, simplemente registraban con alegría infantil lo que veían, sin artificios literarios ni expresiones delicadas. Hicimos haikus mientras subíamos serpenteando por laderas cubiertas de matorrales.

– Rocas en el borde del precipicio -dije-, ¿por qué no se caen?

– Eso podría ser un haiku y no serlo -dijo Japhy-, quizá resulte demasiado complicado. Un auténtico haiku tiene que ser tan simple como el pan y, sin embargo, hacerte ver las cosas reales. Tal vez el haiku más grande de todos es el que dice: "El gorrión salta por la galería, con las patas mojadas." Es de Shiki. Ves claramente las huellas mojadas como una visión eü tu mente, y en esas pocas palabras también ves toda la lluvia que ha estado cayendo ese día y casi hueles la pinocha mojada.

– ¡Dime otro!

– Trataré de que sea uno mío, vamos a ver: "El lago debajo… los negros agujeros forman manantiales." ¡No, esto no es un haiku! ¡Maldita sea! ¡Uno nunca tiene suficiente cuidado con los haikus!

– ¿Qué te parece si los hacemos al subir y de un modo espontáneo?

– ¡Mira, mira! -gritó feliz-. Flores de la montaña, fíjate qué delicado color azul tienen. Y allí arriba, claro, hay amapolas californianas. Todo el prado está tachonado de color. Por cierto, allá arriba veo un auténtico pino blanco de California, ya no se ven muchos.

– Sabes mucho de pájaros y árboles y todo eso, ¿verdad? -Lo he estudiado toda mi vida.

Luego seguimos subiendo y la conversación se hizo más esporádica, superficial y risueña. Pronto llegamos a un recodo del sendero donde de pronto éste se hizo oscuro y estábamos en la sombra de un arroyo que discurría con gran fragor entre rocas. Un tronco caído formaba un puente perfecto sobre las agitadas y espumosas aguas, nos tendimos encima de él y bajamos la cabeza y nos mojamos el pelo y bebimos mientras el agua nos salpicaba la cara; era como tener la cabeza bajo la corriente de un dique. Me quedé un largo minuto allí disfrutando del súbito frescor.

– ¡Esto es como un anuncio de la cerveza Rainer! -gritó Japhy.

– Vamos a sentarnos un rato para disfrutar de este sitio. -Chico, ¡no sabes lo mucho que nos queda todavía! -Es igual, no estoy cansado.

– Ya lo estarás, fiera.

9

Seguimos y yo me sentía inmensamente bien ante el aspecto en cierto modo inmortal que tenía el sendero, ahora en las primeras horas de la tarde, con las laderas cubiertas de hierba que parecían envueltas en nubes de polvo de oro viejo, y los insectos revoloteando sobre las piedras v el viento suspirando en temblorosas danzas por encima de las piedras calientes, y el modo en que de pronto el sendero desembocaba en una zona sombría y fresca con grandes árboles por encima de nuestras cabezas y luz mucho más profunda. Y también el lago allá abajo convertido en un lago de juguete con aquellos agujeros negros perfectamente visibles todavía y las sombras de la nube gigante sobre el lago, y el trágico caminito que se alejaba serpenteante por el que el pobre Morley regresaba.

– ¿Puedes ver a Morley allá abajo? Japhy miró largamente.

– Veo una pequeña nube de polvo, a lo mejor es él que ya está de vuelta.

Me parecía que ya había visto antes el antiguo atardecer del sendero; los prados, las rocas y las amapolas de pronto me hacían revivir la rugiente corriente con el tronco que servía de puente y el verdor del fondo, y había algo indescriptible en mi corazón que me hacía pensar que había vivido antes y que en esa vida ya había recorrido el sendero en circunstancias semejantes acompañado por otro bodhisattva, aunque quizá se tratara de un viaje más importante, y tenía ganas de tenderme a la orilla del sendero y recordar todo eso. Los bosques producen eso, siempre parecen familiares, perdidos hace tiempo, como el rostro de un pariente muerto hace mucho, como un viejo sueño, como un fragmento de una canción olvidada que se desliza por encima del agua, y más que nada como la dorada eternidad de la infancia pasada o de la madurez pasada con todo el vivir y el morir y la tristeza de hace un millón de años, y las nubes que pasan por arriba parecen testificar (con su solitaria familiaridad) este sentimiento, casi un éxtasis, con destellos de recuerdos súbitos, y sintiéndome sudoroso y soñoliento me decía que sería muy agradable dormir y soñar en la hierba. A medida que subíamos nos sentíamos más cansados, y ahora, como dos auténticos escaladores, ya no hablábamos ni teníamos que hablar y estábamos alegres y, de hecho, Japhy lo mencionó volviéndose hacia mí tras media hora de silencio:

– Así es como más me gusta, cuando no se tienen ganas ni de hablar, como si fuéramos animales que se comunican por una silenciosa telepatía.

Y así, entregados a nuestros propios pensamientos, seguimos subiendo; Japhy usando ese paso que ya he mencionado, y yo con mi propio paso, que era corto, lento y paciente, y me permitía subir montaña arriba kilómetro y medio a la hora; así que siempre iba unos treinta metros detrás de él y cuando se nos ocurría algún haiku ahora teníamos que gritárnoslo hacia atrás o hacia adelante. En seguida llegamos a la parte más alta del sendero donde dejaba de haberlo, al incomparable prado de ensueño que tenía una laguna en el centro y después del cual había piedras y nada más que piedras.

– La única señal que tenemos ahora para saber el camino que debemos seguir son los hitos.

– ¿Qué hitos?

– ¿Ves esas piedras de ahí?

– ¿Esas piedras de ahí, dices? ¡Pero, hombre, si sólo veo kilómetros de piedras que llevan a la cima!

– ¿Ves ese montoncito de piedras de ahí, junto al pino? Se trata de un hito puesto por otros escaladores. Hasta podría ser uno que puse yo mismo en el cincuenta y cuatro, pero no estoy seguro. Ahora iremos de piedra en piedra atentos a los hitos y así sabremos más o menos por dónde ir. Aunque, claro está, que sabemos por dónde ir; esa ladera de ahí delante, ¿la ves?, es la meseta que debemos alcanzar.

– ¿Meseta? ¡Dios mío! ¡Yo creía que eso era la cima de la montaña!

– Pues no lo es, después de eso hay una meseta y después un pedregal y después más rocas y luego llegaremos a un lago alpino no mayor que esta laguna y después todavía viene la ascensión final, unos trescientos metros casi en

vertical hasta la cima del mundo desde donde se ve toda California y parte de Nevada y donde el viento sopla que te levanta.

– ¡Guau!… ¿Y cuánto nos llevará?