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Tengo un amigo en casa. Don Rodrigo. Don Rodrigo es una polilla pequeña. Marrón y nerviosa. Nunca se mueve en la misma dirección. «Tranquilo», le suelo decir a las noches, cuando viene a la bombilla. No me hace mucho caso, la verdad.

María ha sido maestra y sabe mucho. Eso dice la señora Verónica. Yo diría que ha leído mucho, eso sí. También los libros que no se podían leer. Yo sólo revistas de monte. A mí me gustan los ochomiles, las expediciones a los ochomiles y el cielo de los ochomiles. También Katmandú.

2

Lucas iba despidiéndose de todos por el pasillo del hospital, también de los extintores y de los aparatos de aire acondicionado. Las enfermeras le hacían gestos con las manos, de blanco siempre. Una mujer, que debía de tener unos ciento sesenta y tres años, le dio un consejo que no pudo escuchar y Lucas, sin entender lo que aquella moza pretendía, le dijo que ella también saldría algún día de allí.

Había estado lloviendo los dos días anteriores, y los niños-vacación se quedaban en casa, delante del televisor. La lluvia estaba dentro del hospital. No la lluvia en sí; el color de la lluvia. Y al tercer día, aunque en la calle era sol ya, el color lluvia seguía dentro.

Cuando Lucas salió del hospital, por lo tanto, hacía sol y tenía la barba bastante crecida. Se quedó mirando al cielo hasta que le dolió. Venían dos niños hacia la plaza del hospital. Uno llevaba un balón y el otro miraba al cielo, como si no se fiara mucho todavía. Lucas les dijo «Hola», porque les hubiera querido decir «Os he estado oyendo todos los días desde aquella ventana». «Si quieres…», dijo el del balón mirando a Lucas, «… jugar con nosotros», siguió el otro. Lucas les dijo que gracias pero que no podía, que estaba lesionado y que el entrenador le había dicho que descansara esta semana, que el próximo partido era importante. Los niños le dijeron que vale y que solían estar en aquella plaza, por si otro día.

– No tengo dinero para el autobús, María.

La ambulancia se paró justo delante de ellos. Era grande; les apagaba el sol. Y olía a lentejas.

*

La ambulancia iba paralela a la ría. Lucas miraba con mucha atención el camino de casa. De hecho, Lucas tenía dos tipos diferentes de ojos: los azules, los de antes, y los grises, los de ahora. María le solía decir lo mismo, «Dos cabezas tienes tú, la de ahora y la de hace sesenta años». Y también en la ambulancia llevaba los dos pares de ojos.

Los ojos grises no se acordaban de aquellas casas marrones, ni de las rojas, ni de las blancas, ni de aquellas mujeres que parecían estar gritando y que parecían estar amargándose en los balcones de las casas marrones y de las casas rojas. Así que cerró los ojos grises y abrió los azules y vio, en vez de las casas, un campo de fútbol, y a Juan, a Matías, a Joaquín, a Tomás, a Ángel y a él mismo, jugando al fútbol. Sudando y sin dinero. Matías era bueno al fútbol. No reconocía a algunos de los que veía en el campo, no les podía poner nombre. Pero a la vista estaba que eran personas amables, y Lucas sabía que se les podía pedir un favor en cualquier momento, por mucho que estuviesen muertos.

– Buena vamos a encontrar la casa -dijo María mirando a los ojos azules de Lucas.

– Menudo descanso que habrá tenido -respondió Lucas con los ojos grises ya.

– Cuarenta días.

– No creo que se la haya llevado el viento. No quiere para nada el viento nuestra casa.

*

La ambulancia les dejó en la misma puerta de casa. El buzón del portal estaba sudando; las cartas querían huir, volver a la oficina de correos o llegar hasta donde tenían que llegar, pero no querían estar en un buzón. En un buzón tan falto de intimidad y sosiego, además. Sobre todo las cartas del banco y la publicidad de fajas. Por eso sacaban los brazos por la ranura. Alguna había caído al suelo, muriendo en el acto. Tan urgentes las presintieron Lucas y María que no cogieron ninguna.

La casa no tenía ascensor e hicieron un descanso en el primer piso (campamento base). Tampoco batieron ningún récord hasta allí: 5 minutos, 47 segundos.

En el segundo piso (primer campamento), Lucas se quedó mirando por la ventana de la escalera. Parecía que iban a poner dos farolas nuevas en la calle y, hasta que viniesen del ayuntamiento, estaban tiradas en el suelo, una al lado de la otra, en paralelo, a unos cincuenta centímetros. Se veían bien desde el segundo piso, y era espectáculo agradable de ver, aunque monótono.

– ¿Va a llegar hasta aquí el tranvía, María? -Lucas.

– Pero… si hace cincuenta años que quitaron el tranvía.

– Es que como han puesto los raíles.

Lucas se acordaba del tranvía. Porque el tranvía era Rosa subiendo al tranvía, Rosa bajando del tranvía, Rosa sentada con él, Rosa en el pasillo. También se acordaba de Matías. Matías era el mejor al fútbol y conducía tranvías. Por eso se acordaba Lucas. También era bueno estudiando; «A punto de ir a la universidad estuvo». Pero no; él prefirió el tranvía. Decía que para ver chicas, que en la universidad no había casi chicas. Pero Matías era listo. Lucas decía que todo aquello de las chicas era una excusa: «Lo de las chicas es una excusa; algo tiene ése en la cabeza». Lucas sufrió cuando quitaron el tranvía. Matías murió un año después.

También tuvieron que descansar entre el segundo y el tercer piso (segundo campamento). La ascensión duraba ya 17 minutos y 32 segundos. Lucas y María vivían en el tercer piso, si no recordaban mal.

Cuando estaba por cumplirse el minuto veinticinco, dijo María:

– ¿Qué? ¿Atacamos la cumbre?

Lucas despertó. Y reaccionó. Se acordó de la revista que le había prometido María en el hospital, y de que se la iba a dar en casa, y faltaban diez escaleras para casa. Hizo de la barandilla piolet y subió los diez peldaños con rapidez y soltura. Tardó 2 minutos y 3 segundos. Cumbre.

La puerta no tenía musgo.

– Me parece que dejaste la radio encendida -dijo Lucas antes de que María abriese la puerta.

– Qué radio… -María.

– La de casa.

Al otro lado de la puerta se oía una guitarra desordenada. María pensó que, además de ver y decir extravagancias, Lucas empezaba ahora a oírlas. Y era verdad; pero no en aquel caso. Se oía música. Se oía una guitarra cada vez más ordenada.

La guitarra calló en cuanto la llave entró en la cerradura. María abrió rápido la puerta, como si la hubiese cerrado el día anterior. Lo primero que metieron los hermanos en casa fueron los ojos. Todo estaba igual: el reloj, el teléfono negro, el perchero que había hecho Lucas, un joven de tirantes con una guitarra en la mano, el espejo, la imitación de un cuadro impresionista… pero no; el joven y la guitarra del joven y los tirantes del joven no eran de la casa:

– ¿Quién es éste? -preguntó Lucas.

– No sé -dijo María sin preocuparse demasiado.

– No se asusten; no les voy a hacer nada. Ya me marcho -se disculpó el joven, Marcos, más nervioso que nadie.

– ¿Quién se ha asustado? -se enfurruñó María-. ¿Tú te has asustado, Lucas?

– No, yo no -Lucas-. Ya estamos en casa, María: la revista.

– Pensaba que la casa estaba vacía… -dijo Marcos-. Pero estén tranquilos, ya me voy.

– ¿Y adónde vas a ir? -María.

– No lo sé.

– ¿Has estado a gusto aquí? -se interesó María.

– Sí… -dijo Marcos sin entender.

– Pues quédate. En la habitación de Ángel.

– Está seis meses navegando -informó Lucas-. María, ¿la revista?

María sacó la revista del bolso. El bolso era feo y marrón. También para María. Lucas vio las expediciones al Annapurna y al Nanga Par-bat, y la fotografía del Annapurna en la portada, al lado de un cielo bajo, porque los cielos de los ochomiles siempre son bajos, a no ser que haga viento, porque el viento difumina los cielos y tiende a subirlos.