Necesitaba un sitio que lo dijera todo a la vez, un lugar que hablara del rey, del conquistador, del padre y del asesino, un lugar que contara los secretos más íntimos de Tsongor, sus miedos, sus deseos y sus crímenes, pero en el reino, ciertamente, no existía tal lugar.
Suba se sentía abrumado por la amplitud de su tarea. Por primera vez, tenía la sensación de que podía pasarse la vida entera buscando y morirse sin haber encontrado lo que buscaba.
Fue entonces cuando llegó a las colinas de los dos soles. Caía la tarde, y la región parecía impregnada de luz; el sol se ponía lentamente y lustraba el verde de las colinas, y los pueblos, escasos, parecían flotar en la luz. Suba se detuvo a contemplar la belleza del paisaje. Estaba en lo alto de una colina. Aún hacía calor, el voluptuoso calor del final de la tarde. A unos metros de donde se encontraba se alzaba inmóvil un alto y solitario ciprés. Suba tampoco se movía, quería abandonarse a aquel instante. «Es aquí – pensó -. Aquí, al pie del ciprés, simplemente, no hace falta nada más, una tumba de hombre, que se deje atravesar por la luz. Aquí, sí, sin tocar nada.» Suba no se movía, tenía la sensación de estar en casa, todo le resultaba familiar. Reflexionó largo rato, pero una idea empezó a tomar forma en su mente y acabó atormentándolo. No, aquello no era adecuado para Tsongor, aquella humildad, aquel recogimiento no eran propios del rey. A quien había que enterrar allí no era a Tsongor, sino a él, Suba, el hijo de vida errante. Sí, ya estaba seguro, allí era donde debían sepultarlo el día de su muerte, todo se lo decía.
Suba bajó de la mula lentamente y se acercó al ciprés, se arrodilló y besó el suelo. Luego, cogió un puñado de tierra y la guardó en uno de los amuletos que llevaba al cuello; quería oler a la tierra de los dos soles, que un día le ofrecería la última hospitalidad. Se levantó y, dirigiéndose a las colinas y la luz, murmuró:
– Aquí es donde quiero que me entierren. No sé cuándo moriré, pero hoy he encontrado el lugar de mi muerte. Es aquí, no lo olvidaré, volveré el último de mis días.
Después, cuando el sol se ocultó por completo, Suba volvió a montar en la mula y desapareció. Ya sabía lo que tenía que hacer, había encontrado el lugar de su muerte. Cada hombre debía de tener el suyo, una tierra que lo esperaba, una tierra de adopción con la que fundirse, y Tsongor también debía de tenerla. En alguna parte había un sitio que se le parecía, bastaba con seguir viajando, acabaría encontrándolo. Construir tumbas no servía de nada, jamás conseguiría pintar el retrato auténtico y completo de su padre, tenía que seguir viajando, el lugar existía. Suba apretaba el amuleto con la mano. Había encontrado la tierra que lo cubriría, ahora tenía que encontrar la tierra de Tsongor. Sería una revelación, lo presentía, una revelación, y habría cumplido su tarea.
Capitulo 6: La última morada.
Mientras la mula seguía avanzando, sobre la silla de montar Suba se miró las manos; la correa de cuero de las riendas pendía entre sus dedos, y mil arrugas diminutas le cubrían las falanges. Había pasado el tiempo, y sus manos lo mostraban, su propia soledad acabó hipnotizándolo. Siguió así sobre la silla, con la cabeza baja, todo un día, sin acordarse de parar, sin acordarse de comer, obsesionado por la idea de que, si seguía solo, la vida se le escaparía sobre aquella silla antes de que hubiera acabado su misión. El reino era inmenso, no sabía dónde buscar. Había oído hablar del oráculo de las tierras sulfurosas y decidió ir en su busca.
Al día siguiente emprendió el camino hacia aquellas tierras, y no tardó en verse en medio de una región de abruptas rocas. El azufre daba a la tierra su color amarillo y las rocas exhalaban columnas de vapor; parecía un terreno volcánico a punto de abrirse y dejar escapar altos chorros de lava. El oráculo vivía allí, en medio de aquel árido paisaje. Era una mujer, estaba sentada en el suelo y tenía el rostro oculto bajo una máscara de madera que no representaba nada. Sus pechos se movían bajo gruesos collares de gastadas cuentas.
Suba se sentó frente a ella. Iba a presentarse y hacer la pregunta que lo había llevado allí, pero la mujer le ordenó que guardara silencio con un gesto de la mano; luego le tendió un cuenco, y Suba apuró el brebaje que contenía. El oráculo sacó unos huesecillos y unas raíces quemadas y los frotó entre sí; a continuación invitó a Suba a cubrirse el rostro y las manos de grasa. Entonces éste intuyó que ya podía formular su pregunta.
– Me llamo Suba, soy hijo del rey Tsongor y recorro la inmensidad de su reino buscando un lugar para enterrarlo, un lugar cuya tierra está esperándolo. Lo busco y no lo encuentro.
La anciana no dijo nada. Bebió del mismo cuenco del que había bebido Suba y escupió un chorro de líquido, que se evaporó en el aire. Sólo entonces se dignó hablar, con una voz aguda y áspera que hizo temblar el suelo alrededor de Suba.
– No encontrarás lo que buscas – dijo la mujer – hasta que tú mismo seas un Tsongor, hasta que te aver – güences de ti. – La anciana lo miraba fijamente. Luego se echó a reír y repitió -: Hasta que te avergüences, sí, yo te ayudaré a conseguirlo. Conocerás la vergüenza, créeme.
La mujer no paraba de reír. Suba se quedó boquiabierto y sintió que la cólera se apoderaba de él. La vieja no había respondido a su pregunta, su risa, sus dientes amarillos, todo aquello era un insulto, estaba burlándose de él. Su padre era el rey Tsongor, no había ninguna vergüenza que conocer, lo que los Tsongor se transmitían de padres a hijos no era la vergüenza. Todo aquello era absurdo e insultante, una vieja loca que se burlaba de él. Estuvo a punto de levantarse y desaparecer, pero quería formular otra pregunta. Se tragó el orgullo y volvió a hablar. Quería noticias de su ciudad. Por supuesto, había oído hablar de Massaba, pero siempre era la misma frase: «Aún siguen luchando.» Los rumores no decían nada más, ya no le llegaba ningún detalle, ya no había nadie que supiera quién había lanzado el último ataque y quién lo había rechazado. La guerra continuaba y no sabía nada más. Pidió noticias de los suyos al oráculo, y, una vez más, la anciana escupió al cielo un chorro de líquido azul que se evaporó al instante; luego le gritó al rostro:
– ¡Muertos! ¡Están todos muertos! Tu hermano Liboko fue el primero, murió como una rata, y los otros lo seguirán. Todos morirán, a su debido tiempo, como ratas, uno tras otro.
Y la risa volvió a deformarle el rostro. Suba estaba conmocionado, se tapó los oídos para no seguir oyendo, pero la roca parecía reírse debajo de él. No conseguía sustraerse a las risotadas de la vieja, imaginaba a su hermano Liboko tirado en el polvo. De pronto la cólera se apoderó de él, se puso en pie de un salto, cogió un palo grueso y nudoso y lo descargó sobre la anciana con todas sus fuerzas. Se oyó un crujido seco, le había dado en plena cabeza. La risa cesó y el cuerpo cayó al suelo como un peso muerto, inerte. Suba ya no oía nada, ya no veía nada, continuaba aferrando el palo. La cólera seguía allí, Liboko, sus hermanos; volvió a golpear. Golpeó una y otra vez; al fin, sudoroso y sin aliento, soltó el palo y recobró el juicio. A sus pies había un bulto de carne sin vida; salió huyendo, presa del terror.
Picó espuelas a la mula sin saber adonde ir. No podía quitarse el rostro de la anciana de la cabeza. La había matado por nada, por reírse, por cólera; la había matado; la risa, la voz, aquella fuerza sorda que gruñía en su interior, que lo había sumergido como una ola; había matado, lo llevaba dentro, suficiente rabia para matar. Llevaba el asesinato en la sangre, era un Tsongor, capaz de eso, él también.
Durante varios días se dejó llevar por la mula e, incapaz de elegir una dirección, vagó al azar de los senderos. Le temblaban las manos. Había dejado el palo junto al cuerpo y ya no hablaba, sentía un cansancio infinito. La violencia estaba allí, la había sentido, era la violencia salvaje de los Tsongor, la misma que corría por las venas de sus hermanos. Sí, se había entregado al voluptuoso placer de la cólera. Había matado al oráculo. Ya lo sabía: no era mejor que sus hermanos. El también era capaz de matar por Massaba. La orden de su padre era lo único que lo mantenía alejado de la carnicería y la fiebre del combate.