– Ya está – dijo Tsongor -. Ya está, ya los veo. Los primeros quemados de Massaba. Mujeres, niños, familias enteras con los rostros calcinados. Son los míos, los reconozco. Los ha matado el fuego, tienen la piel quemada y la mirada apagada. Soy el rey de un pueblo calcinado, Katabolonga. ¿Los ves, los ves tú también? Te has equivocado, Katabolonga, no soy yo quien necesita que le apliquen paños húmedos, no es mi piel la que necesitaba que la refrescasen, es la de los quemados de Massaba, es a ellos a quienes debes acariciar. ¿Los ves?, no tengo nada. ¿Lo veis?, no tengo nada que ofreceros, pero lloro por vosotros, los quemados de Massaba, y deposito delicadamente cada una de mis lágrimas sobre vuestros cuerpos torturados, con la esperanza de que consigan aliviaros.

La voz de Tsongor se apagó. Katabolonga se irguió y, al hacerlo, vio que el cadáver del rey lloraba gruesas gotas de agua para aliviar la piel de los quemados. Mientras, fuera, la ciudad seguía retorciéndose entre las llamas.

Las casas ardieron durante una semana, y durante una semana la guerra se interrumpió. Los sitiados luchaban día y noche contra las llamas, y el ejército nómada contemplaba sobrecogido el espectáculo de aquel esplendor de piedra que se deshacía en humo. Por fin, el séptimo día, el incendio remitió. Una negra máscara de humo cubría el rostro de todos los habitantes de Massaba; tenían el pelo chamuscado, la piel reseca y la ropa cubierta de sebo, y estaban exhaustos. Había calles enteras cubiertas de brasas, las casas se habían derrumbado y las siluetas de las vigas carbonizadas destacaban entre los montones de cascotes. Buena parte de las reservas se había perdido. Ya no quedaba nada, sólo el recuerdo aterrador de aquellas llamas gigantescas, que muchos días después aún seguían bailando en la mente de los extenuados vecinos.

Suba continuaba su viaje, ajeno al incendio de Massaba. Se acercaba a Saramina, la ciudad colgante, ya veía sus altas murallas blancas. Saramina era, tras Massaba, la segunda perla del reino; una ciudad elegante, construida con una piedra clara a la que el sol del atardecer arrancaba reflejos rosados; una ciudad erigida sobre un gran acantilado que dominaba el mar.

Al viejo Tsongor le gustaba aquella ciudad, que visitaba a menudo, sin que jamás dispusiera ningún cambio. Durante toda su vida se había mantenido escrupulosamente al margen de la gestión de la ciudadela para que nada en ella llevara su marca; no quería apropiársela. A su modo de ver, la ciudadela de Saramina era hermosa porque no se le parecía, por eso le gustaba visitarla. En ella era como un extranjero, deslumhrado por cada edificio, encandilado por la arquitectura, la luz y aquella extraña elegancia, por la que velaba pero en la que no había puesto nada. Había regalado aquella ciudad a uno de sus camaradas más antiguos: Manongo, pero, tras reinar sobre ella durante unos años, murió víctima de la fiebre. Según la costumbre, Tsongor debía haber nombrado a otro jefe guerrero para gobernarla, otro compañero del lejano pasado en premio a su lealtad y para mostrar a todos de qué regalos cubría Tsongor a quienes le servían bien. Pero no lo hizo. Con su bondad, Manongo se había ganado el afecto de los habitantes de Saramina, que lo veneraban ciegamente, pues había administrado la ciudad con inteligencia y generosidad. Tsongor asistió a sus funerales en persona, lloró con el pueblo de Saramina y recorrió en silencio las calles de la ciudadela bajo un sol de justicia. En medio de una muchedumbre deshecha en llanto, comprendió hasta qué punto querían a su viejo cámara – da en la ciudad y decidió entregar el poder a Shalamar, la viuda de Manongo. Tsongor la conocía bien, ella también había estado a su lado desde el primer momento, siguiendo a su marido a todas partes, en campaña, en palacio, compartiendo el miedo de los años de guerra y el fasto de los años de reinado; nunca había pedido nada. Fue la primera y única mujer del reino que alcanzó tan alto rango. Los habitantes de Saramina aceptaron la decisión con júbilo. Pasaron los años, y Shalamar continuó encargándose de su ciudad con amor. Cuando Tsongor visitaba Saramina, lo hacía con humildad, comportándose como un invitado y no como un rey. Era lo que siempre había querido, que Saramina prosperara en apacible libertad.

Cuando Suba penetró en la ciudadela colgante, la noticia de la muerte de su padre lo precedía. Era como si la ciudad estuviera esperándolo; en la calle principal, en las plazas, en las esquinas de las callejas, la muchedumbre aguardaba para verlo pasar. Todas las actividades se habían paralizado, nadie alzaba la voz.

La reina recibió a su huésped en la azotea del palacio, que dominaba el mar desde lo alto de un precipicio escalofriante en el que planeaban las aves marinas. Shalamar iba vestida de negro, y cuando vio a Suba, se levantó del trono y se arrodilló ante él. Ese gesto sorprendió al hijo del rey; sabía, por su padre, que Shalamar era una gran reina, pero descubrió a una mujer muy anciana, encorvada por los años, una mujer altiva que, sin embargo, se arrodillaba ante él. Comprendió que se prosternaba ante la sombra de Tsongor y, con suavidad y respeto, la ayudó a levantarse y sentarse en el trono. Shalamar le presentó las condolencias de su pueblo; luego, ante el silencio de Suba, llamó a una cantora, que entonó un cántico fúnebre. Sobre aquella azotea que dominaba el mundo, oyendo el fragor del mar, que batía las rocas al pie del acantilado, Suba se dejó invadir por la canción y el dolor, y lloró. Fue como si ese día su padre hubiera muerto por segunda vez. El tiempo transcurrido desde su partida de Massaba no había curado nada, el dolor seguía allí, asfixiante, y Suba tenía la sensación de que nunca conseguiría amansarlo. Shalamar lo dejó llorar, esperó pacientemente recordando, ella también, todos los momentos de su vida ligados a Tsongor; luego, al cabo de un rato, le pidió que se acercara un poco más, le cogió las manos como se las habría cogido a un niño y, con voz dulce y maternal, le preguntó qué podía hacer por él. Podía pedirle lo que quisiera, en nombre de su padre, en nombre de su recuerdo, Saramina haría lo que fuera. Suba pidió que se decretaran once días de luto en la ciudad, que se hicieran sacrificios, pidió que Saramina compartiera el dolor de Massaba, su hermana de piedra; luego, volvió a guardar silencio. Esperaba que Shalamar diera las órdenes pertinentes de inmediato, pero no lo hizo. La anciana miraba las siluetas de las torres y las azoteas, que se recortaban sobre el azul del cielo, mezclado con el del mar; al cabo de unos instantes, se giró hacia Suba. Su rostro había cambiado, ya no era el de una anciana apesadumbrada, sus facciones dejaban traslucir algo más duro y altivo; fue entonces cuando empezó a hablar con una voz cavernosa que arrastraba toda una vida de penas y dulzuras.

– Escúchame, Suba, escucha bien lo que voy a decirte, escúchame como un hijo a su madre. Haré lo que me pidas en nombre de Tsongor, pero no me pidas eso; no tienes necesidad de ordenar nada para que el dolor se abata sobre Saramina. Tsongor ha muerto y para mí es como si toda una parte de mi vida acabara de hundirse lentamente en el mar. Lo lloraremos, y nuestro luto durará más de once días. Déjanos eso a nosotros, déjanos organizar las ceremonias fúnebres como nos parezca, y comprobarás que se llora a tu padre como es debido. Escúchame, Suba, escucha a Shalamar. Yo conocía a Tsongor, y si te envió a recorrer los caminos del reino, no fue para convertirte en el mensajero de su muerte; tu presencia no es necesaria para que todo el reino se eche a llorar. Yo conocía a Tsongor, y no podía creer que se necesitara la vigilancia de uno de sus hijos para que Saramina llorara; lo que esperaba de ti era otra cosa. Déjanos el luto a nosotros, Suba, sabremos cumplirlo; abandónalo aquí, en Saramina, tu padre no te educó para que lloraras, ya es hora de que te deshagas del luto. Que mis palabras no te irriten, yo también he conocido el dolor de la pérdida en más de una ocasión, conozco el voluptuoso vértigo que procura. Tienes que sobreponerte y dejar la máscara del llanto a tus pies. No cedas al orgullo de quien lo ha perdido todo; hoy Tsongor necesita un hijo, no una plañidera.