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El hombre se interrumpió y se puso de pie. La puerta se había abierto y Lorna empujaba hacia afuera la camilla. La niña parecía haberse quedado dormida. El hombre conversó por un instante con Lorna y luego se alejó, llevando él mismo la camilla por el corredor. Lorna quedó esperando a que yo me acercara, con una sonrisa ambigua y las dos manos en los bolsillos. Su delantal, que era de una tela muy delgada, quedaba bellamente estirado sobre el pecho.

– Qué buena sorpresa, que hayas venido por aquí.

– Quería verte así, en tu uniforme de enfermera -dije.

Abrió seductoramente los brazos, como si fuera a girar para mostrarme, pero me dejó besarla sólo una vez.

– ¿Alguna novedad? -me preguntó y sus ojos se abrieron con curiosidad.

– Ningún nuevo crimen -dije-. Acabo de conocer el segundo piso, Seldom me llevó hasta la sala de Frank Kalman.

– Vi que el papá de Caitlin te había atrapado -dijo-. Espero que no te haya abrumado demasiado. Supongo que te contaba de los espartanos, o pestes sobre los cristianos. Es viudo y Caitlin es su única hija. Pidió una licencia en su trabajo, desde hace casi tres meses prácticamente no sale de aquí. Lee todo lo que tenga que ver con trasplantes. Creo que a esta altura está un poco -hizo un gesto a medio camino a la sien-: koo-koo.

– Pensaba ir a Londres a pasar el fin de semana -le dije-. ¿Vendrías conmigo?

– Este fin de semana es imposible, tengo guardia aquí las dos noches. Pero vamos a la cafetería, y te hago una lista de algunos bed and breakfasty lugares para visitar.

– Hey -le dije, mientras caminábamos al ascensor-: no sabía que Arthur Seldom había estado en tu casa.

La miré con una sonrisa despreocupada y ella también sonrió divertida después de un instante.

– Fue a llevarme su libro. Puedo hacerte también otra lista, con todos los hombres que estuvieron en mi casa, pero seria mucho más larga.

Cuando regresé a Cunliffe Close y bajé a mi cuarto encontré debajo de uno de mis cuadernos el sobre que había preparado para Mrs. Eagleton y recordé que desde aquel día nunca le había dado el dinero del alquiler a Beth. Puse en mi bolso la ropa suficiente para un fin de semana y subí con el dinero la escalera de entrada. Beth me pidió detrás de la puerta que la esperara un minuto. Cuando abrió parecía relajada y serena, como si acabara de salir de un largo baño de inmersión. Tenía el pelo húmedo, los pies descalzos y un deshabillé largo de plush cuidadosamente cerrado. Me hizo pasar a la sala un instante. Apenas reconocí el lugar. Había cambiado la alfombra, los muebles, las cortinas. La casa tenía ahora un aspecto más íntimo y recogido, con una cierta sofisticación que parecía prestada de alguna revista de decoración y, aunque de una manera totalmente diferente, se veía aún sencilla y agradable. Me pareció, sobre todo, que si se había propuesto hacer desaparecer hasta el último vestigio de Mrs. Eagleton, sin duda lo había logrado. Le dije que pasaría en Londres el fin de semana y me dijo que ella también se iría al día siguiente, después del funeral, en una pequeña gira de la orquesta a Exeter y Bath. Escuchamos de pronto un chapoteo de agua desde el baño, como si alguien corpulento se estuviera incorporando de la bañera. Me pareció que Beth se ponía terriblemente incómoda, como si la hubiera sorprendido en falta. Supongo que recordó, al mismo tiempo que yo, el desprecio con que me había hablado de Michael sólo dos días atrás.

Tomé el Oxford Tube a Londres y pasé dos días caminando por la ciudad, bajo un sol suave y amable, como un turista agradablemente perdido. El sábado compré el Oxford Times, que anunciaba en un recuadro pequeño el funeral de Mrs. Eagleton y hacía una breve revisión de los hechos sin dar ningún otro detalle nuevo. El domingo toda referencia al caso había desaparecido. Elegí en Portobello Road, pensando en Lorna, un ejemplar algo polvoriento pero bien conservado de las memorias de Lucrecia Borgia, y tomé el último tren nocturno de regreso a Oxford. En la mañana del lunes salí todavía algo dormido hacia el Instituto. En la entrada de Cunliffe Close, tendido sobre el pavimento, vi un animal que un auto había atropellado seguramente por la noche. Tuve que pasar muy cerca de él. Era un animal que nunca había visto en mi vida y apenas pude reprimir una arcada. Parecía alguna variedad gigantesca de rata, con la cola larga y oscura que flotaba en la sangre. La cabeza había quedado totalmente aplastada, pero todavía sobresalía el hocico, con las fosas nasales muy abiertas, que hacían recordar las de un chancho. A la altura de lo que había sido el estómago, como de una bolsa destrozada, asomaba la protuberancia inconfundible de lo que debía ser una cría. Apuré el paso involuntariamente, tratando de huir de aquello que de todos modos ya había visto y del horror violento, casi inexplicable, que me había causado. Durante todo el camino luché por deshacerme de esa imagen. Subí, como si llegara a un refugio, los escalones del Instituto de Matemática. Cuando empujé la puerta giratoria me encontré con un papel pegado con cinta scotch contra el vidrio. Vi antes que nada el pez, en posición vertical, un dibujo esquemático en tinta negra, que parecía hecho a partir de dos paréntesis enfrentados. Arriba decía, con letras recortadas de diarios: El segundo de la serie. Radcliffe Hospital, 2.15 p.m.

CAPITULO 11

En la secretaría sólo estaba Kim, la asistente nueva. Logré con un gesto apremiante que se quitara los auriculares de su discman y la hice levantar de su silla para que viniera conmigo hasta la puerta de entrada. Me miró con extrañeza cuando le pregunté por el papel pegado contra el vidrio. Lo había visto al entrar, sí, pero no le había prestado ninguna atención: creyó que se trataba de alguna actividad benéfica para el Radcliffe, una serie de partidas de bridge, o una excursión de pesca. Pensaba decirle más tarde a la mujer de la limpieza que lo retirara de allí y lo pegara en la cartelera. Vimos salir a Kurt, el sereno, de su cuartito bajo la escalera, ya vestido para irse. Se aproximó a nosotros como si temiera algún problema. El papel estaba allí desde el domingo, lo había visto al llegar la noche anterior; no había querido arrancarlo porque supuso que alguien lo había autorizado antes de que él tomara su turno. Dije que iría a llamar a la policía y que alguien debía quedarse para cuidar que no se tocaran los vidrios de la puerta ni que se despegara ese papel: podía estar vinculado con el crimen de Mrs. Eagleton. Subí en dos saltos a mi oficina y pedí en el departamento de policía que me pasaran urgentemente con Petersen o con Sacks. Me preguntaron mi nombre y el número desde donde llamaba y me dijeron que esperara en la línea hasta que alguien se comunicara conmigo. Al cabo de un par de minutos escuché del otro lado la voz del inspector Petersen. Me dejó hablar sin interrumpirme y sólo me pidió al final que repitiera lo que me había dicho el sereno. Me di cuenta de que también creía -como yo- que el crimen ya se había cometido. Me dijo que enviaría inmediatamente un patrullero y el equipo de huellas al Instituto y que él mismo iría al Radcliffe Hospital a verificar las muertes del domingo. De todas maneras quería hablar conmigo después y también, si fuera posible, con el profesor Seldom. Me preguntó si podría encontrarnos a los dos en el Instituto. Le dije que, hasta donde sabía, Seldom debía estar por llegar: había una conferencia de uno de sus estudiantes anunciada en el hall para las diez. El cartel quizá había sido puesto allí para que él lo viera al entrar, se me ocurrió decir. Sí, quizá, dijo Petersen, para que lo vea él y otros cien matemáticos más. Parecía de pronto molesto. Ya hablaremos más tarde, me dijo secamente.

Cuando bajé otra vez al hall vi a Seldom parado junto a la puerta giratoria. Estaba inclinado sobre el papel, como si no pudiera quitar los ojos del pequeño pez.