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– Deje de irse otra vez por las ramas, Balkan.

– No me voy. Estaba a punto de añadir a d'Artagnan el nombre de Milady. Una mujer extraordinaria; como Liana, a su modo. El marido nunca estuvo a su altura.

– ¿Se refiere a Athos?

– Me refiero al pobre Enrique Taillefer.

– ¿Por eso lo asesinaron?

Supongo que mi estupor pareció sincero. En realidad era sincero.

– ¿Asesinado Enrique?… No diga tonterías. Se ahorcó. Lo suyo fue un suicidio. Imagino que, tal y como veía el mundo, tomó aquello a modo de heroica decisión. Muy lamentable.

– No me lo creo.

– Allá usted. Mas su muerte fue origen de toda esta historia, y causa indirecta de que usted se encuentre aquí.

– Cuéntemelo, entonces. Despacito.

Se lo había ganado; eso era cierto. Ya dije antes que Corso era uno de los nuestros, aunque él no tuviese conciencia de ello. Además -miré el reloj- estaban a punto de dar las doce.

– ¿Tiene El vino de Anjou?

Me miró alerta, intentando averiguar mis intenciones, hasta que lo vi darse por vencido. Sacó desganado la carpeta de entre el gabán, antes de esconderla otra vez.

– Excelente -dije-. Y ahora sígame.

Sin duda esperaba un pasadizo disimulado en la biblioteca, con alguna asechanza diabólica. El caso es que lo vi introducir la mano en el bolsillo, en busca de la navaja.

– No necesitará eso -lo tranquilicé.

Se mostró poco convencido, aunque no hizo comentarios. Sostuve en alto uno de los candelabros y recorrimos el pasillo estilo Luis XIII, en una de cuyas paredes pendía un magnífico tapiz: Ulises arco en mano recién llegado a Ítaca, Penélope y el perro felices al reconocerlo, la tertulia de pretendientes al fondo, bebiendo vino sin imaginar lo que les espera.

– El castillo es antiquísimo y lleno de historia -expliqué-. Saqueado por ingleses, hugonotes, revolucionarios… Incluso los alemanes establecieron aquí un puesto de mando durante la guerra. Estaba muy deteriorado cuando lo adquirió su actual propietario: un millonario británico, hombre encantador y cumplido caballero, que se encargó de su restauración y de amueblarlo con un gusto extraordinario. Incluso accedió a abrirlo al turismo.

– ¿Qué hace usted aquí, entonces? No son horas de visita.

Eché un vistazo al pasar junto a una ventana emplomada. La tormenta se alejaba por fin, extinguiéndose el resplandor de los relámpagos más allá del Loira, hacia el norte.

– Un día al año se hace una excepción -aclaré-. Después de todo, Meung es un lugar especial. No en cualquier lugar del mundo empieza una novela como Los tres mosqueteros.

El suelo de madera crujía bajo nuestros pasos. Había una armadura en el recodo del pasillo; una armadura auténtica del siglo xvi, y la luz del candelabro arrancaba reflejos mate a las pulidas piezas de la coraza. Corso pasó mirándola de reojo, como si hubiese alguien escondido dentro.

– La que voy a contarle es una larga historia, que empezó hace diez años -dije-. En la subasta de París de un lote de documentos sin catalogar… Yo preparaba un libro sobre novela popular francesa del xix, y cayeron en mis manos por casualidad aquellos paquetes polvorientos. Al revisarlos comprobé que procedían de los viejos archivos de Le Siécle. Casi todo eran pruebas de imprenta de escaso valor, pero un paquete de hojas azules y blancas atrajo mi atención: el texto original, manuscrito por Dumas y Maquet, de Los tres mosqueteros. Los sesenta y siete capítulos según fueron enviados a la imprenta. Alguien, quizá Baudry, el editor del periódico, los había guardado tras componer las galeradas, olvidándolos después…

Acorté el paso hasta detenerme en mitad del pasillo. Corso estaba muy quieto, y la luz del candelabro que yo sostenía en la mano le iluminaba el rostro de abajo arriba, haciendo bailar sombras oscuras en las cuencas de sus ojos. Parecía absorto en mi relato, ajeno a cualquier otra cosa que pudiera ocurrir; desvelar el enigma que lo había llevado hasta allí era lo único que le importaba. Pero mantenía la mano derecha en el bolsillo de la navaja.

– Mi descubrimiento -proseguí, fingiendo no ver aquella mano- era de importancia extraordinaria. Conocíamos algunos fragmentos de la redacción original gracias a las notas y los papeles de Dumas y Maquet, aunque no la existencia del manuscrito completo… Al principio pensé hacer público el hallazgo en forma de edición facsímil anotada; pero encontré un grave obstáculo moral.

Las luces y sombras en la cara de Corso se deslizaron un poco y una línea oscura le cruzó la boca. Sonreía.

– No me diga. Obstáculo moral, a estas alturas.

Moví el candelabro para borrar de su rostro la sonrisa incrédula, sin lograrlo.

– Le hablo muy en serio -protesté mientras echábamos a andar de nuevo-. Del estudio del manuscrito deduje que el verdadero creador de la historia era Augusto Maquet… Éste había hecho el trabajo de documentación, perfilando el relato a grandes trazos, y después Dumas, con su genio enorme y su talento, había insuflado vida en aquella materia prima, convirtiéndola en obra maestra. Mas eso, evidente para mí, podía no serlo tanto para los detractores del autor y su obra -hice un gesto con la mano libre para barrerlos a todos-. No iba a ser yo quien arrojase piedras contra mi santuario; y menos en estos tiempos de mediocridad y falta de imaginación… Tiempos en que nadie admira los prodigios como hacía antes el público de los folletines y el teatro, cuando silbaba a los traidores y aclamaba a los caballeros sin miedo y sin tacha -sacudí la cabeza, melancólico-. Aplausos que, por desgracia, ya no suenan en ninguna parte, convertidos en patrimonio exclusivo de los inocentes y niños.

Corso escuchaba con aire insolente, burlón. Ignoro si compartía mi punto de vista; pero era un tipo rencoroso y se negaba a conceder a mis explicaciones el carácter de coartada moral.

– Resumiendo -dijo-: decidió destruir el manuscrito.

Sonreí con suficiencia. Se pasaba de listo.

– No diga tonterías. Decidí algo mejor: darle forma a un sueño.

Nos habíamos detenido ante la puerta cerrada del salón. A través de ella llegaba un sonido amortiguado, de música y voces. Dejé el candelabro sobre una consola mientras Corso me observaba, de nuevo suspicaz; sin duda preguntándose qué otra jugarreta se escondía en aquello. Comprendí que no se daba cuenta de que realmente estábamos al final del misterio.

– Permítame presentarle -dije, abriendo la puerta- a los miembros del club Dumas.

Casi todos habían llegado ya; por las grandes cristaleras abiertas a la explanada del castillo entraban los rezagados en el salón lleno de gente, humo de cigarros y rumor de conversaciones con el fondo de una música suave. Sobre la mesa central, cubierta con mantel de hilo blanco, había una cena fría: botellas de vino de Anjou, salchichas y jamón de Amiens, ostras de la Rochela, cajas de puros Montecristo. Formando grupos, los invitados bebían o conversaban en diversos idiomas. Eran casi medio centenar entre hombres y mujeres, y comprobé que Corso se tocaba las gafas como si desconfiara de llevarlas puestas. Algunos de los rostros que veía resultaban sobradamente conocidos a través de la prensa, el cine, la televisión.

– ¿Sorprendido? -pregunté, acechando el efecto en su cara.

Asintió con hosco desconcierto. Varios invitados acudían a saludarme, así que estreché manos, intercambié cumplidos y bromas. La atmósfera era agradable y cordial. A mi lado, Corso caminaba con la expresión de quien está a punto de caerse de la cama y despertar, y yo disfrutaba muchísimo. Incluso le hice algunas presentaciones con satisfacción perversa, viéndolo saludar azarado, inseguro del terreno en que se movía. Su habitual aplomo estaba hecho trizas, y ésa era mi pequeña revancha. Después de todo, fue él quien acudió a mí por primera vez con El vino de Anjou bajo el brazo, empeñado en complicar las cosas.