Corso, que pensaba en Irene Adler, asintió despacio.
– Sí. Les soltaba sus perros a los mirones, tras convertirlos en ciervos -tragó saliva, a su pesar. Los dos canes enzarzados en mortal pelea del grabado le parecían ahora extraordinariamente siniestros. ¿Él y Rochefort?-… Para despedazarlos.
La baronesa le dirigió una mirada neutral. El contexto lo ponía Corso, no ella.
– En cuanto a la octava lámina -prosiguió-, no es muy difícil su sentido básico: VIC.I.T VIR. corresponde a un bonito lema, VICTA IACET VIRTUS. Lo que significa: La Virtud yace vencida. La Virtud es la doncella a punto de ser degollada por ese apuesto joven provisto de espada y armadura, mientras al fondo gira la rueda inexorable de la Fortuna o el Destino, que avanza despacio pero siempre da la vuelta completa. Las tres figuras que hay en ella simbolizan los tres estadios que se representaban en la Edad Media bajo las palabras regno (reino), regnavi (reiné) y regnabo (reinaré).
– Nos queda un grabado.
– Sí. El último, y también la alegoría más significativa. N.NC SC.O TEN. BR. LUX es sin duda NUNC SCIO TENEBRIS Lux: Ahora sé que de las tinieblas viene la luz… En realidad estamos ante una escena del Apocalipsis de San Juan. Roto el último sello, en llamas la ciudad secreta, llegado su tiempo y tras pronunciarse el nombre terrible o el número de la Bestia, la Cortesana de Babilonia cabalga, triunfal, sobre el dragón de siete cabezas…
– No parece muy rentable -dijo Corso- tomarse tanto trabajo para encontrar este horror.
– No se trata de eso. Todas las alegorías son una especie de composiciones en clave, de jeroglíficos… Del mismo modo que en una página de pasatiempos un número 1, el sol y un dado pueden componer la expresión un soldado, las láminas y sus leyendas, combinadas, permiten establecer con el texto del libro una secuencia, un ritual. La fórmula que proporciona la palabra mágica. El verbum dimissum o lo que sea.
– Y el diablo hace acto de presencia.
– Teóricamente.
– ¿En qué lengua es el conjuro?… ¿Latín, hebreo o griego?
– No lo sé.
– ¿Y dónde está el fallo del que hablaba madame de Montespan?
– Ya le dije que tampoco lo sé. Sólo he podido establecer que el oficiante debe construir un territorio mágico donde situar las palabras obtenidas, tras ordenarlas en una secuencia cuyo orden desconozco, pero que podría establecerse con el texto de las páginas 158 y 159 de Las Nueve Puertas. Mire.
Le mostró el texto en latín abreviado. La página estaba marcada por una ficha de cartulina llena de notas a lápiz con la letra pequeña y picuda de la baronesa.
– ¿Consiguió descifrarlo? -preguntó Corso.
– Sí. O al menos eso creo -le ofreció la ficha con anotaciones-. Ahí lo tiene.
Corso leyó:
– ¿Qué le parece? -preguntó la baronesa.
– Inquietante, supongo. Pero no entiendo una palabra… ¿Y usted?
– Ya se lo he dicho; no demasiado -pasó las páginas del libro, preocupada-. Se trata de un método; una fórmula. Pero hay algo aquí que no está como debe estar. Y yo tendría que saberlo.
Corso encendió otro cigarrillo sin hacer comentarios. Él ya conocía la respuesta a esa pregunta: las llaves del ermitaño, el reloj de arena… La salida del laberinto, el tablero, la aureola… Y más cosas. Mientras Frida Ungern explicaba el sentido de las alegorías, él había descubierto nuevas variaciones que confirman su hipótesis: cada ejemplar era diferente de los otros. Proseguía el juego de los errores, y necesitaba ponerse a trabajar con urgencia, mas no así. No con la baronesa pegada a él.
– Me gustaría -dijo- echar con calma un vistazo a todo eso.
– Naturalmente. Dispongo de tiempo; me gustará ver cómo hace su trabajo.
Carraspeó Corso, incómodo. Llegaban a lo que había temido: la parte adversa del asunto.
– Trabajo mejor a solas.
Aquello sonó a error. Una nube oscurecía la frente de Frida Ungern.
– Me temo que no comprendo -miró la bolsa de lona de Corso con suspicaz interés-. ¿Está insinuándome que lo deje solo?
– Se lo ruego -Corso tragaba saliva, intentando sostener su mirada el mayor tiempo posible-. Lo que estoy haciendo es confidencial.
La baronesa parpadeó ligeramente. La nube descargaba tormenta, y el cazador de libros supo que todo podía irse por la borda de un momento a otro.
– Es usted muy dueño, por supuesto -el tono de Frida Ungern parecía capaz de helar las macetas de la habitación-. Pero éste es mi libro y ésta es mi casa.
Aquél era un punto en que cualquiera hubiese ofrecido disculpas antes de batirse en retirada, mas Corso no lo hizo. Se quedó sentado, fumando sin apartar los ojos de la baronesa. Al cabo sonrió con cautela: un conejo jugando al siete y medio a punto de pedir otra carta.
– Creo que me he explicado mal -se había definido del todo su sonrisa cuando sacó de la bolsa de lona un objeto muy bien envuelto-. Sólo necesito estar aquí un rato con el libro y mis notas -palmeó con suavidad la bolsa mientras la otra mano ofrecía el paquete-. Verá que traigo todo lo necesario.
La baronesa deshizo el envoltorio y contempló en silencio su contenido. Se trataba de una edición en lengua alemana -Berlín, septiembre de 1943-; un grueso folleto encuadernado bajo el título Iden, publicación mensual del grupo Idus, círculo de aficionados a la magia y la astrología muy próximo a los jerarcas de la Alemania nazi. Una tarjeta de Corso marcaba una página ilustrada. En ella, Frida Ungern, joven y muy bonita, sonreía al fotógrafo. Cada uno de sus brazos -aún conservaba los dos- estaba asido al de un hombre: el de su derecha vestía de paisano y el pie de foto lo identificaba como astrólogo particular del Führer. A ella la mencionaba como su ayudante, distinguida señorita Frida Wender. En cuanto al individuo de la izquierda, usaba lentes con montura de acero y su aspecto era tímido. Vestía el uniforme negro de las SS. Y no era preciso leer el pie de foto para reconocer al Reichsführer Heinrich Himmler.
Cuando Frida Ungern, de soltera Wender, levantó los ojos y su mirada se cruzó con la de Corso, ya no parecía una abuelita dulce. Pero sólo fue un momento. Después asintió despacio mientras arrancaba cuidadosamente la página ilustrada para romperla en trozos diminutos. Y Corso pensó que las brujas, y las baronesas, y las ancianitas que trabajan entre libros y macetas, también tienen su precio, como todo el mundo. Victa iacet Virtus. Y no se le ocurría por qué iba a ser de otro modo.
Cuando se quedó solo, extrajo el dossier de la bolsa y se puso al trabajo. Había una mesa junto a la ventana y fue a instalarse en ella, con Las Nueve Puertas abierto por la página del frontispicio. Antes de empezar levantó un poco los visillos para echar un vistazo. Al otro lado de la calle había un BMW gris estacionado; el tenaz Rochefort montaba guardia. Corso miró también hacia el bar-tabac de la esquina, pero no vio a la chica.