– ¿Tomará algo? -preguntó la baronesa-. Puedo ofrecerle café o té.
Nada de filtros o hierbas mágicas, se resignó Corso. Ni siquiera una tisana.
– Café.
El día era soleado y el cielo se mostraba azul sobre las cercanas torres de Notre Dame. Corso fue hasta una ventana y apartó los visillos para estudiar el libro con mejor luz. Dos pisos más abajo, entre los árboles sin hojas de la orilla del Sena, estaba la chica, sentada en un banco de piedra con la trenca puesta y leyendo un libro. Sabía que era Los tres mosqueteros porque lo vio sobre la mesa al encontrarse durante el desayuno. Después, el cazador de libros había caminado por la Rue Rivoli sabiendo que la joven lo seguía quince o veinte pasos detrás. Deliberadamente decidió ignorarla, y ella se mantuvo a distancia. Ahora la vio alzar los ojos. Tenía que distinguirlo bien desde abajo, en la ventana y con Las Nueve Puertas en las manos, pero no hizo gesto alguno de reconocimiento. Se limitó a seguir observándolo, inexpresiva e inmóvil, hasta que se retiró al interior. Cuando se asomó otra vez, ella leía de nuevo, inclinada la cabeza sobre su novela.
Había una secretaria, una mujer de edad mediana y gruesas gafas moviéndose entre las mesas y los libros, pero Frida Ungern trajo personalmente el café, dos tazas en una bandeja de plata que sostenía con soltura. Una mirada suya bastó para disuadirlo de ofrecer ayuda, y se sentaron en torno a la mesa de escritorio con la bandeja entre libros, macetas, papeles y fichas de notas.
– ¿Cómo se le ocurrió la idea de esta fundación?
– Desgrava en materia de impuestos. También acude gente, encuentro colaboradores… -moduló una sonrisa melancólica-. Soy la última bruja y me sentía sola. -No parece una bruja en absoluto -Corso esgrimió la mueca apropiada: conejo espontáneo y simpático-. Leí su Isis.
Ella sostenía la taza de café en una mano y alzó un poco el muñón del otro brazo, al tiempo que inclinaba la cabeza como si fuese a arreglarse el cabello de la nuca. Un gesto no consumado, antiguo como el mundo y sin edad; de inconsciente coquetería.
– ¿Y le gustó?
La miró a los ojos, por encima de la taza humeante que en ese momento se llevaba a los labios.
– Mucho.
– A otros no tanto. ¿Sabe lo que dijo L'Osservatore Romano…? Lamentaba la supresión del índice del Santo Oficio. Y tiene usted razón -señaló con el mentón Las Nueve Puertas que Corso había puesto a su lado, en la mesa-. En otro tiempo me habrían quemado viva, como al pobre que escribió ese evangelio según Satanás.
– ¿De veras cree en el diablo, baronesa?
– No me llame baronesa. Es ridículo.
– ¿Cómo prefiere que la llame?
– No sé. Señora Ungern. O Frida.
– ¿Cree en el diablo, señora Ungern?
– Al menos lo suficiente para dedicarle mi vida, mi biblioteca, esta fundación, muchos años de trabajo y las quinientas páginas del nuevo libro… -lo estudió con interés. Corso se había quitado las gafas para limpiarlas; la sonrisa desvalida completaba el efecto-. ¿Y usted?
– Todo el mundo me pregunta eso últimamente.
– Claro. Anda haciendo preguntas sobre un libro cuya lectura exige cierta clase de fe.
– Mi fe suele ser escasa -Corso arriesgó un punto de sinceridad; el tipo de franqueza que solía ser rentable-. En realidad trabajo por dinero.
Se acentuaron de nuevo los hoyuelos. Había sido muy bonita medio siglo antes, se dijo Corso. Cuando hacía conjuros, o lo que fuera, con los dos brazos intactos, menuda y pizpireta. Aún quedaba algo de eso en ella.
– Lástima -comentó Frida Ungern-. Otros, que trabajaban gratis, creyeron a pies juntillas en la existencia del protagonista de ese libro… Alberto Magno, Raimundo Lulio, Roger Bacon, no discutieron nunca la existencia del diablo sino la naturaleza de sus atributos.
Corso se ajustó las gafas, dosificando un ápice de sonrisa escéptica.
– Eran otros tiempos.
– Pero no hace falta remontarse tan lejos. «El demonio existe, no sólo como símbolo del mal, sino como realidad física…» ¿Le gusta? Pues lo escribió un papa, Pablo VI. En 1974.
– Era un profesional -concedió Corso, ecuánime-. Sus motivos tendría.
– En realidad no hizo sino confirmar un dogma: la existencia del diablo fue establecida por el cuarto Concilio de Letrán. Hablo de 1215… -se detuvo, mirándolo con duda-. ¿Le interesan los datos eruditos? Si me lo propongo puedo ser insoportablemente docta… -los hoyuelos se acentuaron-. Siempre quise ser primera de la clase. La ratita sabia.
– Seguro que lo era. ¿Le concedían la banda?
– Por supuesto. Y las otras chicas me odiaban.
Rieron ambos, y el cazador de libros supo que Frida Ungern estaba ahora de su parte. Así que extrajo dos cigarrillos del gabán y le ofreció uno que ella rechazó, no sin mirarlo antes con cierta aprensión. Ignorando el gesto, Corso encendió el suyo.
– Dos siglos más tarde -continuó la baronesa mientras Corso aún se inclinaba sobre el fósforo encendido- la bula papal de Inocencio VIII Summis Desiderantes Affectibus confirmó que Europa Occidental estaba plagada de demonios y brujas. Entonces dos frailes dominicos, Kramer y Sprenger, redactaron el Malleus Malleficarum: un manual para inquisidores… Corso alzó el dedo índice.
– Lyon, 1519. Octavo en gótico, sin nombre de autor. Al menos el ejemplar que conozco.
– No está nada mal… -lo miraba con sorpresa-. Yo tengo otro posterior -señaló un estante-: ahí puede verlo. También Lyon, publicado en 1669. Pero la primera edición es de 1486… hizo un gesto de desagrado, entornando los ojos-. Kramer y Sprenger eran fanáticos y estúpidos; su Malleus es un puro disparate. Hasta podría parecer divertido, si a millares de infelices no los hubieran torturado y quemado en su nombre.
– Como a Aristide Torchia.
– Por ejemplo. Aunque ése no tenía nada de inocente.
– ¿Qué sabe de él?
La baronesa movió la cabeza, apurando lo que quedaba de café, y repitió el gesto.
– Los Torchia eran una familia veneciana de comerciantes acomodados, que importaban papel de tina español y francés… El joven viajó pronto a Holanda, donde aprendió el oficio con los Elzevir, corresponsales de su padre. Allí se quedó un tiempo y después fue a Praga.
– Ignoraba eso.
– Pues ya ve. Praga: capital de la magia y el saber oculto europeos, como cuatro siglos antes lo había sido Toledo… ¿Va atando cabos? Torchia eligió para vivir Santa María de las Nieves, el barrio de la magia, cerca de la plaza Jungmannovo donde se encuentra la estatua de Juan Huss… ¿Recuerda a Huss al pie de la hoguera?
– ¿De mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar…?
– Exacto. Es fácil hablar con usted. Supongo que lo sabe, y eso es bueno para su trabajo… -la baronesa aspiró involuntariamente un poco de humo del cigarrillo de Corso y lo miró con leve reproche, pero éste se mantuvo imperturbable-. ¿Dónde habíamos dejado a nuestro impresor?… Ah, sí. Praga, segundo acto: Torchia se traslada ahora a una casa de la judería, no lejos de allí, junto a la sinagoga. Un barrio donde hay ventanas encendidas toda la noche; donde los cabalistas buscan la fórmula mágica del Golem. Después de una temporada cambia nuevamente de casa; esta vez al barrio de la Mala Strana… -le dirigió una sonrisa cómplice-. ¿A qué le suena eso?
– A peregrinaje. O viaje de estudios, que diríamos hoy.
– Eso opino yo… -la baronesa asentía satisfecha. Corso, plenamente adoptado, progresaba con rapidez en su particular cuadro de honor-… No puede ser casualidad que Aristide Torchia se mueva por los tres puntos donde se concentra todo el saber hermético de la época. Y eso en una Praga cuyas calles conservaban el eco de los pasos de Agripa y Paracelso, donde se hallan los últimos manuscritos conservados de la magia caldea, las claves pitagóricas perdidas o dispersas desde la matanza de Metaponto… -se inclinó un poco mientras bajaba el tono, casi confidencial, señorita Marple a punto de confiar a su mejor amiga que ha descubierto cianuro en las pastas del té-. En esa Praga, señor Corso, en gabinetes oscuros, hay hombres que conocen la carmina, el arte de las palabras mágicas; la necromancia, o arte de comunicarse con los muertos -hizo una pausa, conteniendo la respiración, antes de susurrar- y la goecia…