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– Buenas noches… -el acento era impreciso, ni portugués ni español-. ¿Tiene fuego?

Podía ser muy cierto o sólo un mal pretexto; eso no había forma de averiguarlo. Tampoco era cosa de salir corriendo o esgrimir la más puntiaguda de sus llaves porque le pidieran lumbre para un cigarro; así que Corso soltó el llavero, extrajo una caja de fósforos y encendió uno, protegiendo la llama en el hueco de la mano.

– Gracias.

Allí estaba la cicatriz, naturalmente. Era antigua, grande y vertical, desde la sien hasta la mitad de la mejilla izquierda. Pudo observarla bien cuando el otro se inclinó para encender el puro Montecristo, y sostuvo la luz en alto el tiempo suficiente para distinguir el mostacho negro, espeso, y los ojos oscuros que lo miraban con fijeza en la penumbra. Luego, el fósforo se consumió entre los dedos de Corso y pareció que una máscara negra se abatiera sobre las facciones del desconocido. De nuevo fue una sombra, silueteada apenas por el resplandor tenue del cuadro de mandos.

– ¿Quién coño es usted?

No fue un comentario sereno, ni brillante. De todas formas, era demasiado tarde; la pregunta se perdió en el sonido del motor acelerando. El doble punto rojo de las luces del automóvil se alejaba ya carretera abajo, dejando un rastro fugaz sobre la cinta oscura del asfalto. Todavía brilló un momento con más intensidad al frenar en la primera curva, y después desapareció como si nunca hubiera estado allí.

El cazador de libros seguía inmóvil en la cuneta, intentando situar aquello en su escenario: Madrid, puerta de la viuda Taillefer. Toledo, visita a Varo Borja. Y Sintra, después de una tarde en casa de Victor Fargas. También folletines de Dumas, un editor ahorcado en su despacho, un impresor quemado con su extraño manual… Y entre unos y otros, pegado a los talones de Corso igual que si de su sombra se tratara, Rochefort: un espadachín de ficción del siglo xvii reencarnado en chófer de uniforme, conductor de automóviles de lujo. Responsable de un intento de atropello y un par de allanamientos de morada. Y fumador de cigarros Montecristo. Fumador sin mechero.

Blasfemó suavemente en voz baja. Habría dado un incunable raro, en buen estado, por romperle la cara al responsable de aquel guión absurdo.

Apenas llegó al hotel hizo varias llamadas telefónicas. La primera fue al número de Lisboa que tenía en la agenda; y tuvo suerte, porque Amílcar Pinto estaba en casa: lo averiguó tras conversar con su malhumorada mujer, con sonido de fondo de un televisor a todo volumen, llanto agudo de críos y violenta discusión entre voces adultas que llegaban a través del auricular de baquelita negra. Por fin tuvo a Pinto al aparato. Quedaron en verse hora y media más tarde, el tiempo que el portugués tardara en recorrer los cincuenta kilómetros que lo separaban de Sintra. Solucionado eso, Corso miró el reloj mientras marcaba línea internacional para hablar con Varo Borja; pero el librero no estaba en su casa de Toledo. Le dejó un mensaje en el contestador automático y compuso un número de Madrid, el de Flavio La Ponte. Tampoco hubo respuesta, así que escondió la bolsa de lona sobre el armario y fue a tomar algo.

Lo primero que vio al empujar la puerta del pequeño saloncito del hotel fue a la chica. No había error posible: el pelo cortísimo, el aire de muchacho, la piel bronceada como si estuvieran en pleno mes de agosto. Leía sentada en un sillón junto al cono de luz de una lámpara, con las piernas estiradas y cruzadas sobre el asiento de enfrente, los pies descalzos, tejanos y camiseta blanca de algodón, el jersey de lana gris sobre los hombros. Y Corso se quedó inmóvil, la mano en el picaporte y una absurda sensación martilleándole el pensamiento. Coincidencia o hecho deliberado, aquello era excesivo.

Por fin, todavía incrédulo, se acercó a la muchacha. Casi estaba a su lado cuando levantó la vista del libro fijando en él los ojos verdes, claridad líquida y profunda que tan bien recordaba de cuando su encuentro en el tren. Se detuvo sin saber lo que iba a decir; con la extraña sensación de que podía caer dentro de esos ojos.

– No me contó que viniera a Sintra -dijo. Tampoco usted.

Acompañaba su respuesta con una sonrisa tranquila, sin incomodidad ni sorpresa. Parecía sinceramente contenta de encontrarse con él.

– ¿Qué hace aquí? -preguntó Corso.

Ella retiró los pies del sillón, ofreciéndoselo con un gesto; pero el cazador de libros permaneció de pie.

– Viajo -dijo la chica, y le mostró el libro; no era el mismo del tren: Melmoth el errabundo, de Charles Maturin-. Leo. Y tengo encuentros inesperados.

– Inesperados -repitió Corso como un eco.

Lo fuesen o no, eran demasiados encuentros para una sola noche. Y se vio anudando cabos entre su presencia en el hotel y la aparición de Rocherfort en la carretera. Tenía que haber un punto de vista desde el que las cosas encajasen unas con otras, aunque se encontraba muy lejos de eso. Ni siquiera sabía hacia dónde mirar.

– ¿No se sienta?

Lo hizo, vagamente inquieto. La joven había cerrado el libro y lo observaba con curiosidad.

– No parece un turista -dijo ella.

– No lo soy.

– ¿Trabaja?

– Sí.

– Cualquier trabajo en Sintra tiene que ser interesante.

Sólo faltaba eso, pensó Corso ajustándose las gafas con el índice. Sufrir un interrogatorio a tales alturas, aunque el inquisidor fuese una bella y jovencísima muchacha. Tal vez ése era el problema: demasiado joven para representar una amenaza. O quizás ahí radicase el peligro. Cogió el libro, que la chica había puesto sobre la mesa, y lo hojeó un poco. Era una edición inglesa, moderna, y algunos párrafos estaban subrayados a lápiz. Se detuvo en uno de ellos:

Sus ojos seguían fijos en la luz declinante y en la creciente oscuridad. Esa negrura preternatural que parece decir a la más luminosa y sublime obra de Dios: «Déjame el sitio; acaba ya de brillar».

– ¿Le gusta leer novela gótica?

– Me gusta leer -había inclinado un poco la cabeza y la luz dibujaba en escorzo su cuello desnudo-. Tocar los libros. Siempre viajo con varios en la mochila.

– ¿Viaja mucho?

– Mucho. Desde hace siglos.

Torció la boca Corso al oír la respuesta. Ella la había formulado muy seria, frunciendo un poco el ceño con aire de una chiquilla que se refiere a asuntos graves.

– Creí que era estudiante.

– A veces.

Corso dejó el Melmoth sobre la mesa.

– Es usted una joven misteriosa. ¿Qué edad tiene? ¿Dieciocho, diecinueve?… A veces cambia de expresión, como si tuviera mucha más edad.

– Quizá la tenga. Cada uno posee los gestos de lo que ha vivido y lo que ha leído. Fíjese si no en usted.

– ¿Qué pasa conmigo?

– ¿Nunca se ha visto sonreír? Parece un soldado viejo.

Se movió un poco en el asiento, incómodo.

– No sé cómo sonríe un soldado viejo.

– Pero yo sí lo sé -los ojos de la chica se volvieron opacos; vagaban adentro, en su propia memoria-. Una vez conocí a diez mil hombres que buscaban el mar. Corso alzó una ceja con exagerado interés.

– No me diga… ¿Eso pertenece a lo leído o a lo vivido?

– Adivínelo -se lo quedó mirando con fijeza antes de añadir-: Usted parece un tipo listo, señor Corso.

Ahora estaba en pie, recogía el libro de la mesa y las zapatillas blancas del suelo. Sus ojos parecieron cobrar vida, y el cazador de libros vio agitarse en ellos reflejos familiares. Había algo de conocido, de entrevisto ya en aquella mirada.

– Puede que nos veamos -dijo ella antes de irse-. Por ahí.

A Corso no le cupo la menor duda de que iba a ser así. Y no estaba muy seguro de si lo deseaba o no. De una u otra forma, su reflexión duró escasos segundos: al salir, la chica se cruzó en la puerta con Amílcar Pinto.