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– Pues ya me contará. Todo corresponde a la época -Corso sostuvo de nuevo el libro, sujetó el corte de sus páginas con el pulgar y las hizo correr aguzando el oído, atento al sonido que producían-. Hasta el papel suena como debe.

– Hay algo en él que no suena como debe; y no me refiero al papel.

– Quizá las xilografías. -¿Qué pasa con ellas? -Desentonan. Uno esperaría grabados en cobre. En 1666 nadie utilizaba ya el grabado en madera.

– No olvide que se trata de una edición singular. Las láminas reproducen otras más antiguas, supuestamente descubiertas o vistas por el impresor.

– El Delomelanicon… ¿De veras cree eso?

– A usted no le importa lo que yo crea. Pero las nueve láminas originales del libro no se atribuyen a la mano de un cualquiera… Según la leyenda, Lucifer, tras su derrota y expulsión del cielo, compuso un formulario mágico para uso de sus adeptos: el recetario magistral de las sombras. El terrible libro guardado en secreto, quemado varias veces, vendido a precio de oro por los escasos privilegiados que le poseyeron… Esas ilustraciones son en realidad jeroglíficos infernales. Interpretadas con ayuda del texto y los conocimientos adecuados, permitirían convocar al príncipe de las tinieblas.

Corso asintió con exagerada gravedad.

– Conozco mejores formas de vender el alma.

– No se lo tome a broma, porque es más serio de lo que parece… ¿Sabe lo que significa Delomelanicon?

– Supongo que sí. Procede del griego: Delo, convocar. Y Melas: negro, oscuro.

Varo Borja emitió una risita chirriante, de humorística aprobación.

– Olvidaba que es un mercenario culto. Y tiene razón: convocar las tinieblas, o iluminarlas… El profeta Daniel, Hipócrates, Flavio Josefo, Alberto Magno y León III aludieron a ese libro maravilloso. Aunque los hombres sólo escriben desde hace seis mil años, al Delomelanicon se le atribuye tres veces esa antigüedad… La primera mención directa consta en el papiro de Turis, escrito hace treinta y tres siglos. Después, entre el i antes de Cristo y el ii de nuestra era, aparece citado varias veces en el Corpus Hermeticum. Según el Asclemandres, ese libro permite mirar, Luz cara a cara… Y en un inventario parcial de la biblioteca de Alejandría, antes de su tercera y definitiva destrucción en el año 646, figura con referencia expresa a los nueve enigmas mágicos que encierra… Se ignora si hubo un ejemplar o varios, y si alguno sobrevivió al incendio de la biblioteca… Desde entonces su pista aparece y desaparece en la Historia, entre incendios, guerras y catástrofes.

Corso adelantó los incisivos en una mueca incrédula.

– Como siempre. Todos los libros maravillosos tienen la misma leyenda: desde Thot a Nicolás Flamel… Una vez, un cliente aficionado a la química hermética me encargó la bibliografía citada por Fulcanelli y sus adeptos. No hubo forma de convencerlo de que la mitad de esos títulos no se habían escrito nunca.

– Éste sí se escribió. Y algo de cierto tendría su existencia cuando el Santo Oficio le incluyó en el índice… ¿Qué opina?

– Lo que yo opine da igual. Hay abogados que no creen en la inocencia de sus defendidos y consiguen que los absuelvan.

– De eso se trata. Porque yo no alquilo su fe, sino su eficacia.

Corso pasó más páginas del libro. Otro de los grabados, el número I, tenía una ciudad amurallada en lo alto de una colina. Hacia ella cabalgaba un extraño caballero sin armas, el dedo sobre los labios reclamando complicidad o silencio. La leyenda que acompañaba el grabado era: NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERTRIT.

– Está en clave abreviada, pero descifrable -aclaró Varo Borja, atento a sus gestos-: Nemo pervenit qui non legitime certaverit

– ¿Nadie que no haya combatido según las reglas lo consigue…?

– Más o menos. De momento es la única de las nueve leyendas que podemos establecer con certeza. Figura casi idéntica en las obras de Roger Bacon, especialista en demonología, criptografía y magia… Bacon afirmaba poseer un Delomelanicon que habría pertenecido al rey Salomón, con la clave de terribles misterios. Ese libro, compuesto de rollos de pergamino con ilustraciones, fue quemado en 1350 por orden personal del papa Inocencio VI que declaró: «Contiene un método para invocar a los demonios»… Tres siglos después, Aristide Torchia decidió imprimirlo en Venecia con las ilustraciones originales.

– Demasiado perfectas -objetó Corso-. No pueden ser las originales: el estilo sería más arcaico.

– Estamos de acuerdo. Sin duda Torchia actualizó el asunto.

En otra lámina, numerada III, un puente guarnecido por puertas fortificadas cruzaba un río. Al levantar la mirada, Corso observó que Varo Borja sonreía enigmático, igual que un alquimista seguro de lo que su atanor cuece.

– Todavía una última conexión -dijo el librero-: Giordano Bruno, mártir del racionalismo, matemático y paladín de la rotación de la Tierra alrededor del Sol… -hizo un gesto desdeñoso con la mano, como si todo aquello fuese secundario-. Pero ésa sólo es una parte de su obra, compuesta de sesenta y un libros en los que la magia ocupa un lugar importante. Y fíjese: Bruno hace una referencia expresa al Delomelanicon utilizando, incluso, las palabras griegas Delo y Melas, y añade: «En el camino de los hombres que quieren saber, hay nueve puertas secretas», antes de referirse a los métodos para hacer que de nuevo luzca la Luz… «Sic Luceat Lux» escribe; casualmente el mismo lema -le mostró a Corso la marca de impresor del libro: un árbol desgajado por el rayo, una serpiente y una divisa- que utiliza Aristide Torchia en el frontispicio de Las Nueve Puertas… ¿Qué le parece?

– Me parece bien. Pero eso y nada viene a ser lo mismo. Resulta fácil hacerle decir cualquier cosa a un texto, sobre todo si es antiguo y está escrito con ambigüedad.

– O con ciertas precauciones. Aunque Giordano Bruno olvidó la regla de oro de la supervivencia: Scire, tacere. Saber y callar. Por lo visto supo como es debido, pero habló más de la cuenta. Y seguimos con las coincidencias: a Giordano Bruno le apresan en Venecia, le declaran hereje contumaz y le queman vivo en Roma, Campo dei Fiori, en febrero de 1600. El mismo itinerario, los mismos lugares y las mismas fechas que, sesenta y siete años después, jalonarán la ejecución del impresor Aristide Torchia: apresado en Venecia, torturado en Roma, quemado en Campo dei Fiori en febrero de 1667. Para entonces ya se quemaba a poca gente, y fíjese: a éste lo quemaron.

– Estoy impresionado -dijo Corso, que no lo estaba en absoluto.

Varo Borja emitió un chasquido de reprobación.

– A veces me pregunto si es usted capaz de creer en algo.

Corso puso cara de reflexionar un momento antes de encogerse de hombros.

– Hace tiempo creía en cosas… Pero entonces era joven y cruel. Ahora tengo cuarenta y cinco años: soy viejo y cruel.

– Yo también lo soy. Pero hay cosas en las que creo. Cosas que me hacen latir el pulso.

– ¿Como el dinero?

– No se burle. El dinero es la llave que abre la puerta oscura de los hombres. Que le compra a usted, por ejemplo. O me concede lo único que respeto en el mundo: estos libros -dio unos pasos por la habitación, junto a las vitrinas repletas-. Son espejos a imagen y semejanza de quienes escribieron sus páginas. Reflejan preocupaciones, misterios, deseos, vidas, muertes… Son materia viva: hay que saber darles alimento, protección…

– Y utilizarlos.

– A veces.

– Y éste no funciona.

– No funciona.

– Lo ha intentado usted.

La de Corso fue una afirmación, no una pregunta. Varo Borja le dirigió una mirada hostil.

– No sea estúpido. Digamos que tengo la certeza de que es falso, y basta. Por eso quiero compararle con los otros ejemplares.

– Insisto en que no tiene por qué ser falso. Aunque pertenezcan a la misma edición, muchos libros resultan diferentes… En realidad no hay dos iguales, porque ya el nacimiento los distingue con detalles. Después, cada volumen vive una vida distinta: le faltan páginas, se añaden o sustituyen otras, se encuaderna… Al cabo de los años, dos libros que se imprimieron en la misma prensa pueden no parecerse en casi nada. Eso pudo ocurrirle a éste.