Lucas Corso observó el terreno. La solución era Ney, por supuesto. El bravo entre los bravos. Lo colocó al frente, con Erlon y la división Jerome, o lo que quedaba de ella, y los hizo avanzar au pas de charge por la carretera de Bruselas. Cuando establecieron contacto con las formaciones británicas, Corso se recostó un poco en la silla y contuvo el aliento, seguro de las implicaciones de su acto: acababa de decidir, en apenas medio minuto, sobre la vida o la muerte de 22.000 hombres. Saboreando aquella sensación se recreó en las compactas filas azules y rojas, en el verde suave del bosque de Soignes, en las manchas pardas de las colinas. Por Dios que era una hermosa batalla.
El choque fue duro, pobres diablos. El cuerpo de ejército de Erlon se deshizo como la choza de paja del cerdito perezoso, pero Ney y la gente de Jerome sostuvieron su línea. La Vieja Guardia avanzaba barriéndolo todo al paso, y los cuadros ingleses desaparecieron uno tras otro del mapa. Wellington no tenía más opción que retirarse, y Corso le cerró el paso hacia Bruselas con la reserva de caballería francesa. Después, lenta y deliberadamente, asestó el golpe final. Sosteniendo a Ney entre el pulgar y el índice, lo hizo avanzar tres hexágonos. Sumó factores de potencia, consultando las tablas: la relación era de 8 a 3. Wellington estaba acabado. Quedaba el pequeño resquicio dejado al azar. Consultó la tabla de equivalencias, comprobando que bastaría con un 3. Todavía tuvo una punzada de inquietud mientras recurría a los dados para decidir el pequeño factor de azar correspondiente. Incluso con la batalla ganada, perder a Ney en el último minuto era de aficionados. El caso es que obtuvo un factor cinco. Sonreía con el extremo de la boca al dar un afectuoso golpecito con la uña sobre la ficha azul de Napoleón. Imagino cómo te sientes, compañero. Wellington y sus últimos cinco mil desdichados estaban muertos o prisioneros, y el Emperador acababa de ganar la batalla de Waterloo. Alosanfán. Todos los libros de Historia podían irse al diablo.
Se abandonó a un largo bostezo. Sobre la mesa, junto al tablero que representaba a escala 1:5.000 el campo de batalla, entre libros de consulta, gráficos, una taza de café y el cenicero lleno de colillas, el reloj de pulsera marcaba las tres de la madrugada. A un lado, sobre el mueble bar, desde su etiqueta roja igual que una casaca británica, Johnnie Walker hacía un gesto malicioso a mitad de su zancada. Rubicundo sinvergüenza, pensó Corso. Le traía sin cuidado que varios miles de compatriotas acabasen de morder el polvo en Flandes.
Dio la espalda al inglés para dedicar su atención a una botella intacta de Bols encajada en un estante de la pared, entre el Memorial de Santa Helena en dos tomos y una edición francesa de El rojo y el negro. Desprecintó la botella con este último abierto sobre la mesa, hojeándolo al azar mientras vertía ginebra en un vaso:
…Las Confesiones de Rousseau era el único libro a través del que su imaginación se representaba el mundo. La recopilación de boletines de la Grande Armée y el Memorial de Santa Helena completaban su Corán. Se habría hecho matar por esos tres libros. Jamás creyó en ningún otro.
Bebió en pie, a sorbos, mientras estiraba las articulaciones entumecidas. Aún tuvo un último vistazo para el campo de batalla donde, tras la carnicería, cesaba el ruido de las armas. Apuró el resto de ginebra, sintiéndose como el sueño de un dios ebrio que manejara vidas del mismo modo que soldaditos de plomo. Imaginó a lord Arturo Wellesley, duque de Wellington, al entregar su espada a Ney. Había jóvenes muertos en el barro, caballos sin jinete, y un oficial de los Escoceses Grises agonizante bajo la cureña destrozada de un cañón, con un dije de oro -retrato de mujer y mechón de cabello rubio- entre los dedos ensangrentados. Al otro extremo de las sombras en que se hundía sonaban los compases del último vals. Y la bailarina lo contemplaba desde la repisa, con su lentejuela en la frente reflejando las llamas de la chimenea, dispuesta a caer en manos del duende de la tabaquera. O del tendero de la esquina.
Waterloo. Podían descansar tranquilos los huesos del viejo granadero, su tatarabuelo. Lo imaginó en el interior de cualquier pequeño cuadro azul sobre el tablero, en la línea parda que representaba la carretera de Bruselas, tiznado el rostro, chamuscado el mostacho por los fogonazos de pólvora. Avanzaba ronco, febril después de tres días peleando a la bayoneta. Tenía la mirada ausente que Corso imaginó mil veces en todos los hombres, en todas las guerras. Y levantaba, exhausto, su agujereado chacó de piel de oso en la punta del fusil, con sus camaradas. Viva el Emperador. El solitario, rechoncho y canceroso fantasma de Bonaparte estaba vengado. Descanse en paz. Hip, hip. Hurra.
Llenó otro vaso de Bols e hizo un silencioso brindis en dirección al sable colgado en la pared, a la salud de la sombra fiel del granadero Jean-Pax Corso, 1770-1851, Legión de Honor, caballero de la Orden de Santa Helena, bonapartista irreductible hasta su muerte, cónsul de Francia en la misma ciudad mediterránea donde un siglo más tarde nacería su tataranieto. Y con el sabor de la ginebra en la boca recitó entre dientes el único patrimonio transmitido del uno al otro, a través de aquel siglo y de los Corsos que ahora desaparecían con él:
… Y el Emperador, al frente de su ejército impaciente cabalgará en un clamor.
Y armado saldré de tierra, y otra vez iré a la guerra detrás del Emperador.
Se reía a solas cuando descolgó el teléfono, marcando el número de La Ponte. El ruido del disco al girar sonaba en el silencio del cuarto. Había libros en las paredes, tejados húmedos de lluvia al otro lado del mirador oscuro. La vista no era gran cosa desde allí, excepto en los atardeceres de invierno, cuando el sol poniente se filtraba entre el humo de las calefacciones y la contaminación de la calle, y el aire parecía inflamarse de rojos y ocres a modo de cortina espesa. La mesa de trabajo, el ordenador y el tablero de Waterloo estaban situados ante ese panorama, junto al mirador acristalado sobre el que esa noche resbalaban gotas de lluvia. En las paredes no había recuerdos, cuadros ni fotos. Sólo el antiguo sable de la Vieja Guardia en su funda de latón y cuero. Cuando recibía visitantes, éstos se extrañaban de no encontrar allí, salvo los libros y el sable, ningún rastro de vida personal, cualquiera de esos anclajes que todo ser humano establece, por instinto, con su memoria o su pasado. Igual que los objetos ausentes de aquella casa, el mundo del que procedía Lucas Corso llevaba extinguido mucho tiempo. Ninguno de los rostros graves que a veces se perfilaban en su memoria lo habría reconocido, de volver a la vida; y tal vez fuese mejor así. Era como si el dueño de aquel recinto jamás hubiera tenido, o dejado, nada atrás. Como si se hubiese bastado siempre a sí mismo, con lo puesto, igual que un vagabundo erudito y urbano que llevara su hatillo en el forro del gabán. Y sin embargo, los escasos privilegiados que lo vieron en algunos de esos rojizos atardeceres, sentado en el mirador con los ojos deslumbrados hacia poniente, turbios de ginebra holandesa, dicen que su mueca de torpe conejo desvalido parecía sincera.
La voz soñolienta de La Ponte sonó en el teléfono.
– Acabo de machacar a Wellington-informó Corso.
Tras un silencio desconcertado, La Ponte respondió que se alegraba mucho. La pérfida Albión, el pastel de riñones y la calefacción de monedas en los miserables hoteles. Aquel cipayo, Kipling, y toda esa murga de Balaclava, Trafalgar y Las Malvinas. En cuanto a Corso, le recordaban que eran -el teléfono quedó silencioso, mientras La Ponte buscaba a tientas su reloj- las tres de la madrugada. Después farfulló algo incoherente, donde sólo se oyeron con claridad las palabras maldito y cabrón, por ese orden.