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En el hotel Excelsior, en Roma, muchos años y varias vidas más tarde, conocí al escritor rumano y sefardí Emile Román, que hablaba fluidamente en italiano y en francés, pero también en un raro y ceremonioso español que había aprendido en su infancia, y que debía de parecerse al que hablaban en 1492 los habitantes de aquella casa del barrio del Alcázar. Pero nosotros no nos llamábamos sefardíes, me dijo, nosotros éramos españoles. En Bucarest, en 1944, un pasaporte expedido a toda prisa por la embajada española le permitió salvar la vida. Con el mismo pasaporte que le había librado de los nazis escapó unos años más tarde de la dictadura comunista, y ya no regresó nunca a Rumania, ni siquiera tras la muerte de Ceaucescu. Ahora escribía en francés y vivía en París, y como estaba jubilado pasaba las tardes en el local de una hermandad de viejos sefardíes que se llamaba Vida larga. Era un hombre muy alto, parado, de ademanes graves, de piel olivácea y grandes manos rituales. En el bar del hotel Excelsior un individuo de pajarita roja y esmoquin plateado tocaba éxitos internacionales en un órgano eléctrico. Sentado frente a mí, junto a los ventanales que daban al tráfico de la Vía Véneto, Emile Román bebía con breves sorbos de una taza diminuta de espresso y hablaba apasionadamente de injusticias cometidas cinco siglos atrás, nunca olvidadas, no corregidas y ni siquiera amortiguadas por el paso del tiempo y el tránsito de las generaciones, el inapelable decreto de expulsión, los bienes y las casas vendidos apresuradamente para cumplir el plazo de dos meses que se concedía a los expulsados, dos meses para abandonar un país en el que habían vivido sus mayores durante más de mil años, casi desde el principio de la otra Diáspora, dijo Emile Román, las sinagogas desiertas, las bibliotecas dispersadas, las tiendas vacías y los talleres clausurados, cien o doscientas mil personas forzadas a marcharse de un país con apenas ocho millones de habitantes. Y los que no se fueron, los que prefirieron convertirse por miedo o por conveniencia y calcularon que al recibir el bautismo serían aceptados. Pero tampoco eso les sirvió, porque si ya no podían perseguirlos por la religión de la que habían abjurado ahora era su sangre lo que los condenaba, y no sólo a ellos, sino también a sus hijos y a sus nietos, de modo que los que se quedaban acabaron siendo tan extranjeros como los que se habían ido, incluso más todavía, pues no sólo los despreciaban los que habrían debido ser sus hermanos en la nueva religión, sino también los que permanecieron fieles a la que ellos habían abandonado. El pecador más infame podía arrepentirse y si cumplía la penitencia quedar libre de culpa, el hereje abjurar de sus errores, el pecado original podía redimirse gracias al sacrificio de Cristo: pero para el judío no había redención posible, porque su culpabilidad era anterior a él e independiente de sus actos, y se volvía incluso más turbiamente sospechoso si su apariencia era de ejemplaridad. Pero en eso España no fue una excepción, no fue más cruel o más fanática que otros países de Europa, contra lo que suele pensarse. Si en algo se distinguió España no fue por expulsar a los judíos, sino por expulsarlos tan tarde, porque en el siglo XIV los habían echado de Inglaterra y de Francia, y no crea que con más miramientos, y cuando en 1492 muchos de los que salieron de España buscaron refugio en Portugal lo obtuvieron a cambio de una moneda de oro por persona, y seis meses más tarde también los expulsaron, y los que se convirtieron para no tener que irse no tuvieron una vida mejor que los conversos de España, y también recibieron el nombre infame de marranos. Pero hubo marranos que después de varias generaciones de sometimiento al catolicismo emigraron a Holanda y en cuanto llegaron allí volvieron a profesar el judaísmo, la familia de Baruch Spinoza, por ejemplo, que tenía una inteligencia demasiado racional y libre para obedecer ningún dogma, y fue oficialmente expulsado de la comunidad judía, él que venía de un linaje de judíos expulsados de España.

Ser judío era imperdonable, dejar de serlo era imposible, dijo con su lenta ira melancólica Emile Román, cuyo nombre verdadero era don Samuel Béjar y Mayor. Yo no soy judío por la fe de mis antepasados, que mis padres nunca practicaron, y que cuando era joven a mí podía importarme tanto como a usted la creencia de sus abuelos en los milagros de los santos católicos. A mí me hizo judío el antisemitismo. Durante un tiempo aún podía ser como una enfermedad secreta, que no lo excluye a uno de la comunidad con los demás porque no se revela en signos exteriores, en manchas o pústulas que puedan condenarlo como a un leproso en la Edad Media. Pero un día, en 1941, tuve que coserme una estrella de David amarilla en la pechera de mi abrigo, y desde entonces la enfermedad ya no podía ser escondida, y si a mí se me olvidaba un instante que era un judío y que no podía ser más que un judío las miradas de los que se cruzaban conmigo por la calle o en la plataforma del tranvía (mientras nos estuvo permitido viajar en tranvía) se encargaban de recordármelo, de hacerme sentir mi enfermedad y mi rareza. Algunos conocidos volvían la cara para no tener que saludarnos o para que no les vieran hablando con un judío. Había quien se apartaba, como el que se aparta de un mendigo muy sucio o de alguien con una deformidad muy desagradable. Los que fueron mis compatriotas se habían convertido en extranjeros. Pero el extranjero era yo, y la ciudad en la que había nacido y vivido siempre ya no era mía, y en cualquier momento, mientras iba por la calle, cualquiera podía injuriarme, o empujarme a la calzada porque no tenía derecho a ir por la acera, o si tenía la mala suerte de cruzarme con una pandilla de nazis corría el peligro de que me dieran una paliza o de sufrir la humillación de echar a correr para que no me alcanzaran, como un niño torpe al que se divierten en atormentar los fuertes y los chulos de la calle.

¿Ha leído usted a Jean Améry? Debe hacerlo, es tan importante como Primo Levi, sólo que mucho más desesperado. La familia de Primo Levi había emigrado a Italia en 1492. Los dos estuvieron en Auschwitz, aunque allí no llegaron a encontrarse. Levi no compartía la desesperación de Améry, ni podía aceptar su suicidio, pero él también acabó matándose, o al menos ése fue el dictamen de la policía. Améry no se llamaba en realidad Améry, ni Jean. Había nacido en Austria y se llamaba Hans Mayer. Hasta los treinta años vivió creyendo que era austriaco, y que su lengua y su cultura eran alemanas. Incluso le gustaba subrayar su pertenencia a Austria, y se vestía muchas veces con el traje folklórico de pantalón corto y calcetines altos. De pronto un día, en noviembre de 1935, sentado en un café, en Viena, igual que estamos sentados usted y yo, abrió el periódico y leyó en él la proclama de las leyes raciales de Nüremberg, y descubrió que no era lo que había creído y querido siempre ser, y lo que sus padres le enseñaron a creer que era, un austriaco. De pronto era lo que jamás había pensado: un judío, y además no era más que eso, toda su identidad se reducía a esa sola condición. Había entrado al café dando por supuesto que tenía una patria y una vida y cuando salió de él ya era un apátrida, como máximo una posible víctima, nada más. Su cara era la misma, pero él ya se había convertido en otro, y si se miraba despacio en el espejo no le costaba nada empezar a distinguir los signos de la transformación, aunque por su apariencia física nadie habría podido averiguar su origen, los rasgos del estigma. Pagaría su café al mismo camarero de todas las mañanas, que se inclinaría ligeramente ante él cuando recibiera la propina, pero ahora sabía que muy probablemente el camarero lo miraría con el desprecio que se reserva a un mendigo inoportuno si llegaba a enterarse de que era judío. Escapó al oeste, a Bélgica, cuando aún era tiempo, en 1938, pero en aquella época las fronteras de Europa se convertían de un día para otro en cepos o alambradas, y el que había escapado a otro país despertaba una mañana escuchando por los altavoces los gritos de los verdugos que creyó haber dejado atrás en el suyo. En 1943 lo detuvo la Gestapo en Bruselas. Lo sometieron durante semanas a torturas horrendas y poco después lo mandaron a Auschwitz. Después de la Liberación renegó de su nombre alemán y de la lengua alemana que había creído suya, y decidió llamarse Jean y no Hans y Améry y no Mayer y no pisar nunca más Austria ni Alemania. Lea el libro que escribió sobre el infierno del campo. Después de terminarlo yo no podía leer nada ni escribir nada. Dice que en el momento en que uno empieza a ser torturado se rompe para siempre su pacto con los demás hombres, y aunque se salve y quede libre y siga viviendo muchos años la tortura nunca cesará, y ya no podrá mirar a los ojos a nadie, ni confiar en nadie, ni dejar de preguntarse, delante de un desconocido, si es o ha sido un torturador, si le costaría mucho serlo, y si una vecina anciana y educada le dice buenos días al cruzárselo por la escalera piensa que esa misma anciana amable pudo haber denunciado a la Gestapo a su vecino judío, o mirado hacia otra parte cuando a su vecino lo arrastraban escaleras abajo, o gritado Heil Hitler hasta enronquecer al paso de los soldados alemanes.