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Hay voces en la habitación, apenas susurros, pero son voces de hombres, no de la mujer ni del niño. Pasos también: pasos de botas, más que escucharlos percibe su vibración en el suelo sobre el que está tendido. La linterna vuelve a encenderse, suena otra vez el ruido de un fusil chocando contra la ropa o el correaje de alguien, exactamente la anilla que sujeta la correa a la culata. La linterna se enciende ahora en dirección a donde él está, y el jergón y el ovillo de mantas y capote en el que está tendido quedan rayados por los hilos de luz que vienen de las rendijas. Algo opaco se interpone, un cuerpo que roza las tablas de la puerta. Es la mujer, está seguro, distingue su voz aunque habla muy bajo, repite una de las pocas palabras en ruso que él ha aprendido. Niet.

Ahora comprende, adivina, pero sigue sin tener miedo. Guerrilleros rusos. Operan detrás de nuestras líneas, sabotean instalaciones, ejecutan y cuelgan de los postes del telégrafo a colaboradores conocidos de los alemanes. Tienden emboscadas de noche y al amanecer no queda rastro de ellos, salvo el cadáver de un ahorcado o de un estrangulado en silencio. No huyen, desaparecen en la oscuridad, se desvanecen en la extensión sin limites de la llanura y los bosques, en el espacio que ningún ejército puede abarcar ni conquistar.

Piensa con toda frialdad, mientras intenta que los dedos entumecidos de su mano derecha le respondan, encuentren la pistola: llevan fusiles, pero no van a matarme de un tiro, no querrán desperdiciar una bala ni que se escuchen disparos tan cerca de nuestros puestos de vigilancia. Qué raro acordarse ahora mismo de Jorge Manrique: cómo se viene la muerte, tan callando. Empujarán la puerta de tablas, uno de ellos me alumbrará con la linterna y me apuntará con una pistola y tal vez sin dejar que me levante otro se inclinará sobre mí y me rebanará el cuello, apartándose expertamente a un lado para que no le alcance el borbotón de sangre. En este frío la sangre despedirá un vapor muy denso. Todo empapado, apelmazado, las mantas, el capote, el jergón de paja podrida, y yo muerto, no yo, otro, nadie, porque los muertos no tardan nada en perder cualquier rastro de identidad, yo muerto sin haber alcanzado siquiera mi pistola, paralizado por el frío, que me sigue entorpeciendo las manos y el cuerpo entero como una mortaja prematura, que no me deja moverme, como cuando estoy dormido y los músculos no responden a mi voluntad, y me desespero tanto por esa parálisis que me despierto y tengo un brazo tan dormido que he de moverlo con el otro, como si fuese de madera.

Eso sí me da horror: no morir, sino quedar mutilado. Pero de ese peligro ahora mismo estoy a salvo. No me va a destrozar un obús, ni me va a aplastar las piernas atrapadas en el barro la oruga de un carro de combate. Alguien va a empujar dentro de un instante esa puerta vieja de tablas y va a cortarme el cuello con un machete del ejército ruso o con un cuchillo mellado de cocina o una hoz vieja y yo no me muevo ni hago nada para evitarlo, para defenderme. Estoy tendido viendo en la oscuridad los hilos de luz que siguen brillando en mis ojos aunque la linterna se ha apagado y espero como una res a que vengan a matarme, un guerrillero ruso que no ha visto nunca mi cara, que se olvidará de ella en cuanto me haya degollado, porque no se puede recordar la cara de un muerto, se vuelve anónima en cuanto la vida ha desaparecido de ella, y por eso nos hacen tan poca impresión los muertos que hay siempre cerca de nosotros, pudriéndose en las alambradas, hinchándose en el barro, los muertos apilados sobre los que nos sentamos a veces para descansar mientras tomamos el rancho.

Ahora comprende por qué no encuentra la pistola. Se la habrá quitado la mujer mientras estaba dormido, habrá deslizado la mano bajo el capote doblado que le sirve de almohada y salido luego con el sigilo de sus grandes pies descalzos, anchos como su cara y como sus caderas, en las que hay una especie de obstinada fuerza caballuna, a pesar del hambre y la desgracia de la guerra, que ha trastornado el único mundo que ella conocía y le ha arrebatado a su marido, fusilado por los alemanes, según le ha explicado precariamente por señas y onomatopeyas, mientras el niño permanecía a su lado, pegado a ella, agarrado a su falda con sus manos pequeñas y sucias, tenues de tan delgadas, los ojos asustados y fijos en el extranjero de uniforme, tan exagerados en la cara hambrienta como el tamaño de su frente, de la cabeza entera por comparación con el torso hundido, con los brazos y piernas desmedrados, frágiles como apéndices de una criatura anfibia.

Les ofrecía algo de comer, a la madre y al hijo, una ración mía o una lata de conservas, y miraban mi mano extendida como sin estar seguros de si debían acercarse, con un recelo de perros maltratados. La mujer empujaba al niño, le decía algo en voz baja, pero él no daba un paso, no tomaba lo que yo le ofrecía, se agarraba con más fuerza a los faldones de su madre sin apartar los ojos del trozo de pan o del paquete de galletas que yo había traído, y yo veía el trago de saliva que bajaba por su cuello tan flaco, que no parecía capaz de sostener el peso de la cabeza enorme. Dejaba las cosas encima de la mesa y me iba a descansar a la cuadra o me alejaba un poco de la choza, isba es la palabra rusa. Volvía un rato después y la comida ya no estaba en la mesa, pero ni la madre ni el hijo estaban masticando, ni había rastros de que les hubiera sobrado algo, lo habían comido todo, tragando con la prisa y la sofocación del hambre, o habían escondido una parte entre las ropas, o debajo de la cama, y me miraban al entrar como temiendo que les reclamara algo, que les exigiera devolverme lo que ya no existía, los dos pares de ojos azules clavados en los míos, mirándome con el pánico de saber que yo podría quitarles impunemente la vida.

Nunca los he visto comer, hasta esta tarde. Llevaba varios días con guardias y patrullas en primera línea, había rumores de un ataque ruso y no había podido retirarme a dormir a la isba. Apenas había dormido en las tres o cuatro últimas noches. Peor que el hambre y el frío era en la guerra la falta desesperada de sueño. Cuando pasé por el puesto de mando de batallón para hacer el relevo me entregaron un paquete de comida que me había mandado mi familia desde España. Llegué a la isba, muerto de hambre y de sueño, y descubrí con alivio que no estaban ni la mujer ni el niño, aunque no imaginaba adónde podían haber ido. Estarían escarbando en el barro en busca de algo de comer, merodeando como perros sin dueño cerca de alguno de nuestros campamentos. Pero estaba encendido el fuego, así que abrí el paquete, lleno de embutidos sabrosos, que parecía mentira que hubieran atravesado intactos Europa entera y media Rusia para llegar hasta mí, y me puse a asar unos chorizos. Qué delicia increíble, en medio de tanta necesidad, el chisporroteo de la grasa roja reventando la tripa, el olor de la carne tan sazonada y tostada. Entonces me di cuenta de que la mujer y el niño estaban parados en la puerta, mirándome los dos, mirando los chorizos que yo estaba asando en el fuego, y también el paquete de cartón abierto a mi lado. Tenían más cara de hambre que nunca. Quizás no habían comido nada más que peladuras de patatas en los días en que yo no les llevé nada. Puse el paquete encima de la mesa y les hice señas para que se acercaran. Esta vez, cuando la mujer le empujó, el niño no se resistió a venir. Cogió con las dos manos el chorizo asado que yo había dejado sobre un plato y se lo comió sin levantar la cabeza y haciendo el mismo ruido que un animal.

La mujer miraba, pero no se atrevía a acercarse. Le hice ver que me retiraba. Vine aquí y cerré la puerta, me envolví en mis mantas y doblé el capote para usarlo de almohada. Ya iba a dormirme, apenas cerraba los ojos me aplastaba el sueño atrasado de tantos días. Entonces la mujer llamó a la puerta con golpes muy suaves, Podía ver su figura grande tras las tablas mal unidas. Le dije que pasara y me puse en pie. Entró diciéndome algo atropelladamente en ruso y haciendo gestos raros como de santiguarse. Tenía grasa roja alrededor de la boca. Antes de que pudiera darme cuenta se había arrodillado delante de mí y me llenaba las manos de besos, de lágrimas, de saliva y de pringue de chorizo.