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Allí estábamos sentados, en dos filas de mesas, inclinados sobre nuestra tarea como estudiantes temerosos en sus pupitres; y enfrente, tras la mampara de cristal, como dentro de una pecera, de un terrario, de una urna funeraria, se mantenía hora tras hora la presencia insoslayable de Cutillas, con aquel rostro suyo que hacía aún más pálido el reverbero del neón pero que, a veces, se matizaba con otros reflejos, según las pólizas que iba comprobando: verde si Vida, amarillo si Incendio, naranja si Combinado…

Yo permanecía amarrado todavía a la indescifrable desesperanza de aquellas pesadillas confusas y separaba las propuestas de pólizas con un esfuerzo ajeno al habitual automatismo, con una voluntad violenta de entender los términos y las cifras. Porque menudeaban mis errores y se amontonaban los documentos en la bandeja de entrada. Los demás me miraban subrepticiamente, porque se quedaban con las manos vacías y yo no acababa de despachar material. Y allí estaba yo, luchando con una envoltura invisible que parecía asfixiarme, debatiéndome en aquel ensimismamiento que intentaba arrastrarme a los remolinos de la inconsciencia.

Nada había cambiado y, sin embargo, nada era igual ya. El tercer día, Cutillas salió de su pecera y se acercó a mí con una póliza de Vida en la mano.

– Esta tampoco está bien -me dijo-. Qué le pasa.

Debió ver el desaliento en toda mi persona, un desaliento que cada vez se iba entreverando más de abulia y de cansancio. Sin añadir nada más, dejó la póliza en el cesto de entrada de mi mesa y se alejó despacio.

Había vuelto a Madrid como prendido de algún hechizo, y mientras los días iban transcurriendo se hacía cada vez más patente mi nueva visión de las cosas como un conjunto desordenado y feo, y luchaba contra ello durmiendo. Volvía de la Compañía, comía en algún restaurante cercano a casa, y luego me metía en la cama. Así todas las tardes. El tecleo infatigable de la máquina de Verónica, en lugar de despabilarme, me iba hipnotizando: seguía yo aquel sonido como el de las patas de algún extraño animal que corriese por el cuarto inmediato, acaso una araña gigantesca; me imaginaba lo que los sonidos significaban traducidos a letras, a puntos, a comas, y así me iba hundiendo en una siesta densa y honda, sin sueños ni temores, una siesta que duraba hasta la noche y en la que reposaba de mis noches y de mis mañanas angustiadas.

También el tercer día, me llamó Ana Mari. Doña Ambrosia le había dicho que estaba en Madrid desde el lunes y ella se extrañaba de que no hubiese dado señales de vida, se interesaba por mi salud, me informaba de que ayer habían comenzado los ensayos, me conminaba a aparecer por allí mañana sin falta.

Nada había cambiado y, sin embargo, yo lo veía ahora todo a una luz diferente: Ana Mari, Anselmo, Cueto, yo mismo, jugando a sostener entre todos aquella ficción imposible, un cadáver que, como en el cuento de Poe, sólo mantenía apariencia de vida por el poder de la autosugestión.

Llegué tarde. Me deslicé sigiloso hasta el salón y les fui contemplando mientras gesticulaban y se interrumpían unos a otros, con los papeles en la mano, a la escasa luz que caía sobre la tarima y que todo lo embadurnaba con ese mismo tono de humildad que aquellas viejas fotos iluminadas con tenues anilinas: las sillas desperdigadas, las mesitas cojas, las cortinas polvorientas, aquella realidad que sólo alguna alucinación de los sentidos me había hecho asumir de otro modo.

Cueto proponía un cambio en la peripecia, sugería un planteamiento diferente para la escena, y todos los demás le escuchaban con respeto, como si fuera la primera vez que le oían argumentar de aquel modo, como si Cueto no hubiese repetido decenas de veces aquellas objeciones, y lo discutían luego con aparente fervor, repitiendo también de modo parecido lo dicho en tantas ocasiones.

Ana Mari, Anselmo, Cueto, yo mismo, a través de los años, desde la Facultad, sin desaliento alguno, intentando por las tardes paliar la vida de por las mañanas, esa vida que nos amarraba tan firmemente al lado de acá de los espejos.

Había una muchacha jovencita, con una cabeza pequeña que remataba un cuello largo, blanco, sobre un cuerpo desproporcionadamente grande y maduro. Ella, y un muchacho de rostro lleno de granos, eran las últimas aportaciones al elenco. Aquel escaso bululú, que motejábamos de teatro experimental, nos mantenía en una ilusión de creadores puros, al margen del comercio y sus zahurdas. Así, la vida se deslizaba sin sorpresas. Por la mañana, tarificábamos, informábamos peticiones de créditos, dictábamos oficios que recorrerían innumerables negociados, enseñábamos a unos niños pasmados los rudimentos de la gramática estructural. Pero, como doctores Jeckill a los que la bestia redimiese en lugar de embrutecer, por la tarde nos convertiríamos en artistas, vocearíamos, frente a las oscuras y mugrientas cortinas del salón de alguna casa regional (destartalado pero generoso hospedaje) las peripecias de una imaginería simbolista sobre el mundo, sus pompas y sus obras, que acabaríamos llevando a algún Colegio Mayor (ante un público escaso y silencioso de estudiantes de los dos primeros cursos), a algún municipio de la provincia que celebraba las fiestas, con cabezudos por la mañana, nosotros por la tarde y vaquillas por la noche.

El tiempo pasaba y habíamos aceptado aquello como un destino. Los jovencitos nos seguían una, dos temporadas. A veces, hacían luego un corto, se incorporaban a la farándula verdadera. A veces nos dejaban sin más en pos de otra alucinación, de otra aventura. Sólo nosotros permanecíamos unidos, como plurales siameses, unidos irremediablemente por alguna invisible red umbilical.

Ana Mari fue la primera en verme. Me saludó con la mano, vino al cabo junto a mí, me besó, me hizo reproches entre sonrisas. Descansaron y me preguntaban.

– He heredado -dije.

Nada había cambiado, pero las bromas ya no tenían el mismo sabor, sino que sonaban con toda la irrelevancia de convenciones manidas. Nos habíamos dicho demasiadas veces las mismas cosas y estaban ya gastadas sin remedio. Habían pasado demasiados años. Éramos unos mozos viejos jugando a mantenerse en el engaño de la ilusión juvenil.

Les invité a unas copas. Ana Mari tropezaba conmigo, manifestaba una euforia que me estaba directamente dedicada, dejaba descansar sus manos en mis brazos, en mis hombros. Pero todo era diferente. Cuando me preguntó, al despedirse, si nos veríamos el fin de semana, comprendí que había olvidado casi hasta mi acendrada costumbre de ella, cuando hacía solamente unos días, justo antes de la muerte del abuelo, que había empezado a plantearme la posibilidad de dar solemnidad matrimonial a aquella larguísima relación nuestra que, a falta de otra cosa, estaba construida con tardes compartidas escuchando la misma música, charlas sobre los mismos libros y las mismas películas, juicios similares sobre el mundo y caricias rutinarias.

– No sé si podré -dije sin pensar, apresuradamente. Floreció la extrañeza en sus ojos.

– Acaso tenga compromisos familiares -mentí-. Ya te avisaré.

Me pareció que inclinaba los hombros un poco más de lo habitual, en un gesto mohíno. Eso me pasaba: veía las cosas con una diafanidad ácida.

El viernes decidí no acostarme la siesta y entré a saludar a Verónica. Se había preparado un mate y lo sorbía lentamente, con abstracción casi mística. Sin duda no había oído mi llamada a la puerta, porque dio un respingo.

– Perdón -dije.

– Pase, pase. Por favor.

Subí la voz y le expliqué que no quería molestarla, que era solamente una visita. Ella manipuló los mandos de su audífono, arguyó que todavía no se había puesto a trabajar. Me ofreció la matera, pero decliné la invitación. Un sentimiento de repugnancia, nacido también en mí de pronto, inédito, me prohibía poner mi boca donde la había puesto ella, mezclar mis babas con las de su boca vieja.