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– En fin, chaval, resumiendo, que para polvos, los de soltero… -suspira Jorge, añorante, sorbiendo su cava como un pajarito particularmente pérfido y sediento-. Y para pajas, las de casado.

– ¿Y el divorcio qué tal? No, deja, no lo me digas…

– Para miserias, las del divorciado. Yo, por ejemplo, ¿sabes?, me siento por las noches como uno de esos niños mendigos de Murillo. Cuando sale la luna me invade el hastío y la inquietud. Me emborracho mientras chateo en Internet haciéndome pasar por una lesbiana de Móstoles, y no quiero guasas al respecto, ¿eh, capullo?, que te conozco. Luego cojo la Barbie favorita de Carmen, una muñequita que tenía desde que era niña, y que ahora tengo yo… -Aparece un brillo raquítico en el lagrimal derecho de Jorge, pero al momento vuelve a disiparse. Quizás su ojo llora hacia adentro-. Se la robé en el momento que separamos los bienes gananciales. Ella cree que la perdieron los de la mudanza cuando yo me fui de casa -explica con acento ruin-. La cojo, es una Barbie muy mona, pelirroja como Carmen, la agarro por los pelos, me la llevo al cuarto de baño, la coloco amorosamente sobre la bañera, me bajo la bragueta y le meo encima todo el whisky que me he bebido esa noche previamente. Después, duermo como un niño de pecho. Hacer eso me relaja mucho más que un buen masaje en la espalda.

– Jorge, tío, yo no sabía… ¿Necesitas… necesitas…?

– ¿Qué insinúas? ¿Que si necesito ayuda? No, gracias. Y no me mires así. Tampoco creo que sea tan grave que alguien pase sus castas noches meándose encima de una Barbie vieja. -Jorge se las arregla para atrapar una nueva copa de cava y dejar la anterior, ya vacía, encima de la bandeja de otro camarero presuroso-. Es mucho más terrible mi afición al alcohol que a esas… esas… infames micciones nocturnas, tan agradables, por otro lado. Y lo estoy controlando. Lo del alcohol, digo.

– Ya lo veo.

– Vamos, Ulises, esto sólo es cava. Se mea solo.

– Sí, por supuesto. Tú puedes hacerlo, campeón.

– Además… Joder, no sé por qué te cuento todo esto.

– Porque somos amigos. Haces bien en contarme todo lo que quieras. Hacía mucho que no teníamos un rato para charlar, aunque me parece que esta tarde tampoco nos va a dar para mucho. Pero quedamos la semana que viene, ¿eh? -le dices, y le pasas la mano por sus hombros cargados y hundidos de oficinista.

– Bueno, pero luego la lavo.

– ¿Qué? ¿La bañera?

– No, carajo. A la puta muñeca.

– Aaaah.

– Le lavo el pelo con champú a la ortiga blanca. La dejo en remojo en una bañera para Barbies que compré en la juguetería del Eroski una de las veces que fui a ver a mis padres a Santander. Traje la dichosa bañera desde Santander hasta Madrid, metida en mi maletín de trabajo. La vi allí por casualidad y me encantó nada más verla. Le añado al agüita un puñado de sales que contienen aceites esenciales de bergamota, naranja y sándalo, que combinan el placer de un buen baño con una profunda acción antiestrés. Le meto la ropita en la lavadora. Pongo una colada sólo para ella. Bueno, a veces también aprovecho y meto mi ropa interior de la semana, no hay que andar desperdiciando el agua -asiente Jorge, muy serio-. Una y otra vez, me siento terriblemente arrepentido de hacer con ella lo que hago. Pero también aliviado, no voy a negarlo. Junto con mi vejiga vacío las tinieblas de mi corazón, si me permites decirlo así, conradianamente. No hay nada de malo en ello, me parece a mí.

– Pasas unas veladas muy entretenidas -suspiras y agarras fuerte de la mano a Telémaco, procurando que no se escape y se pierda entre las piernas de la gente-. ¿Tiene nombre tu muñeca?

– Siií -confiesa Jorge, remolón-. Se llama Carmen. Carmen Carmen Carmen.

– Jorgito, Jorgito…

– Además, dejemos el tema. Yo he venido aquí a acompañarte, a felicitarte, y sobre todo porque quiero comprar uno de tus cuadros.

– ¿De veras? Tío, me estás emocionando entre unas cosas y otras.

– Necesito cambiar esas horribles láminas que tengo como decoración en el piso. Ahuyentan a las mujeres.

– No a la querida Barbie Water Close.

– No. Ésa aguanta lo que le echen, la pobre. Es la compañera ideal para un lobo solitario como yo.

– Si estás decidido a comprar, podemos hacer una rebaja en el precio. Como a mi marchante no le haría gracia el asunto, pásate por mi casa y te llevas alguno de los cuadros fuera de la colección, de los que tengo en mi estudio. Llegaremos a un acuerdo entre socios.

– Ah, no. Ni hablar. Yo compro aquí, en la galería. Como un señor. A mí no me van los trapicheos. Tú tienes que vender los cuadros que expones, y yo pienso desgravar hasta el último céntimo del precio, así que no te apures.

– Aaah… Como quieras.

– Bueno, como diría Tolstoi, lo principal, excelencia, es no pensar en nada. -Jorge estira el cuello atisbando entre las cabezas que se agolpan sobre las mesas de los canapés-. Esta noche tienes aquí a una buena parte de los antiguos alumnos de Vili. Es una pena lo de la Academia. Todos estamos desnortados desde entonces. Yo bebo más desde que Vili la cerró; tú pintas mucho más y ves a los amigos mucho menos; Jacobo, el ciego cascarrabias, se choca más a menudo con las puertas… Por cierto, lo he visto por aquí hace un rato. Tiene cojones. Un ciego en una exposición de pintura. -La garganta de Jorge hace gluglú mientras traga un poco más de su bebida-. Pero, como él mismo dice, «ya no nos queda nada por ver», ¿no es cierto? Y ahí tienes a Irma, que cada día está más rubia, la misma que en la Academia confesaba ser una amante apasionada de la verdad, y que ahora no para de echarse tintes en el pelo. Ahí tienes a David que cada día está más mariquita… Y, oh, Señor, hablando de la Sagrada Familia, míralo, aquí viene. Hooo… la, David, machote…

David se acerca hasta vosotros. Huele tan bien, es tan elegante, tan atractivo y refinado que Jorge se rebulle dentro de su traje, incómodo.

– Me entran ganas de orinar en cuanto veo a este tío -te dice por lo bajo, y le tiende la mano a David-. ¡Cuánto tiempo sin vernos, David!

– Sí. Demasiado. Ante todo, Ulises, felicidades por la exposición. Sencillamente des-lum-bran-te. Qué genio, qué talento. ¡Qué luz hay en tus lienzos! Mi marido, que anda por ahí dando vueltas, y yo, estamos interesados en un par de cuadros -dice David, y tú le das las gracias con la mirada baja, un poco abrumado-. Y, por supuesto, es una pena. Una pena que ya no podamos coincidir en la Academia. Por cierto, ¿qué es de Vili?

Tú te encoges de hombros. No tienes nada que decir al respecto. Ésa es la decisión de Vili.

– Bueno… -mascullas, haces un gesto vago que puede significar cualquier cosa.

– ¡Echo tanto de menos al viejo maestro! -continúa David-. Me he tenido que apuntar a un gimnasio, ¿os lo podéis creer? Y todo porque, cuando llegaba la hora de ir a la Academia, me daba cuenta de que ya no había Academia a la que ir, y sencillamente el techo de casa se me venía encima. No sabía qué hacer con esas horas, cómo llenarlas. Me ponía nervioso, me picaba la nuca, me zumbaban los oídos. «Síndrome de abstinencia total, cariño», me dijo Óscar, mi marido, «tienes que hacer ejercicio para superarlo». Él piensa que cualquier cosa puede superarse con un poco de ejercicio, es de esa clase de hombres capaz de solucionar los problemas que acarrea, por ejemplo, un drama familiar con una buena sesión de footing por El Retiro. Y si, al acabar de correr, vuelve a casa y el drama aún sigue ahí, a él ya no se le antoja tan dramático. Es un ferviente partidario del ejercicio físico. Así que me dejé convencer, y las horas que antes pasaba en la Academia de Vili las paso ahora en un gimnasio. En vez de mover el cerebro, me dedico a mover…

– ¿El culo? -sugiere Jorge entre dientes, pero David parece no haberlo oído.

– … a mover el esqueleto. Abdominales, pesas y toda la pesca, ya sabéis. No puedo decir que sea lo mismo que antes. Cicerón, Epicuro, Plutarco… no tienen ni punto de comparación con una tabla de ejercicios insensatos que le hacen sentirse a uno medio lisiado cuando llega la hora de meterse en la cama. Vili, sin embargo, conseguía hacerme creer que yo soy… normal. Que todos sin excepción somos normales. Era una gran sensación, ¿sabéis? Lo echo mucho de menos.