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Penélope imagina que todo lo que imaginamos siempre es real, y que ésa es la causa de que la imaginación resulte un artefacto mental a veces tan insoportable, tan odioso, tan obsceno. Penélope puede ver con su imaginación el rostro interior de Valentina. Encogido y breve, asustado, consumiéndose perezosamente, secretamente, impulsado por el mal. No le gusta mirarlo, y aparta la vista de su madre, avergonzada, atemorizada.

Se van hacia la biblioteca. Vili agarra su copa de vino con una mano y con la otra enciende un puro. Se queda rezagado unos instantes, despidiendo por la boca volutas suaves de humo gris que parecen esbozos infantiles de simpáticos fantasmas.

– ¿Y bien? -le pregunta Ulises a Vili.

Penélope ha vuelto a ir a su habitación para comprobar que el niño está bien, y Valentina se ha excusado un momento diciendo que tenía que recoger algo de su dormitorio. Él está sentado a sus anchas en un sillón alegre, viejo y alegre.

– ¿Qué? -pregunta Vili a su vez, repantigado en el sofá.

– ¿Estás mejor? ¿Cómo te sientes después de lo que ha pasado con el suicida, y todo eso?

– Oh, ya sabes. -Vili se remueve como si tratara de desarraigarse del sitio en el que está sentado-. Pues me siento igual que el marisco que ha servido Valentina para cenar. Vivo, pero cocido.

– ¿No piensas volver a abrir la Academia?

– No. Que se jodan. Que se jodan todos. -Vili suspira y da un trago a su copa de vino-. Estoy cansado, Ulises. Neuróticos, histéricos y, por último, suicidas y libelos sobre mi integridad y mis intenciones en la prensa, ésa es toda mi cosecha después de tanto tiempo intentándolo. Después de tanto tiempo enseñando filosofía tengo que leer en el periódico que quizás yo sea el dirigente de una secta. ¡Una secta!, ¿te lo puedes creer? Es demasiado. El asunto ya está en manos de mis abogados. No, no no… -Vili contempla abstraído la chimenea encendida-. El fuego es como un delirio, ¿no crees? No, Ulises, no. Hoy día hay poco espacio para la filosofía en el mundo. La gente no sabe que la filosofía es el arte de vivir, de vivir bien. La gente no sabe lo que es la filosofía ni lo que es nada. Y yo me siento un viejo filósofo cansado. Me gustaría tener un poco de paz. Eso es todo. No, no voy a volver a la Academia. Ni pensarlo.

Vuelve a darle un sorbo a la copa, pero esta vez la derrama sobre su pechera al tratar de apurar de una vez lo que queda de vino.

– ¡Me cago en Melanos! -exclama, sacudiéndose. Busca un pañuelo de papel en sus bolsillos, y se frota con él inútilmente.

– ¿Quién es Melanos?

– ¿Eh? Ah, pues… fue el primer capullo que tuvo la desgraciada ocurrencia de cortar el vino con agua -responde mientras se frota la camisa y consigue hacer la mancha todavía más grande-. No está de más cagarse en él de vez en cuando.

– Pero, bueno, Vili, yo creo que con la Academia has ayudado a mucha gente -insiste Ulises.

– Si quieres que te diga la verdad, me parece que la única persona que ha ayudado en algo en la Academia has sido tú. Fuiste tú cuando detuviste la mano de aquel tipejo y evitaste que la bala de aquella pistola se metiera dentro de su descerebrada cabeza. A eso es a lo que yo le llamo ayuda. Lo demás son gaitas que ni suenan.

– A lo mejor tú has estado desviando también muchas manos de muchas pistolas, sin saberlo.

– Hummm -dice Vili, y exhala con premiosidad un aromático vaho de habano-. Hummm. Quién puede saberlo. Me gustaría pensar que así es, evidentemente. Pero me gustaría más pensar lo contrario, pensar que no ha habido necesidad de ello. Que las personas que han ido a la Academia no han precisado jamás esa ayuda de mi parte.

– Pero, pudiera ser que haya ocurrido, y tú, Vili…

– No, Ulises.

– Estás haciendo todo lo contrario de lo que nos has enseñado, Vili. Estás huyendo.

– No me digas eso. Simplemente estoy descansando. Siempre he preferido las obras a las palabras. El brazo a la lengua. Pero también he sabido siempre que con la lengua se pueden movilizar miles, millones de brazos. Ahora mi lengua y mis brazos están hartos, no importa lo que yo desee, ni la una ni el otro tienen ganas de moverse. Me he resignado.

– Vili…

– No, no, nada de Vili. Y, por cierto, creo que no te he dado las gracias como es debido por lo que hiciste. Evitaste una muerte. También impediste que mi brazo y mi lengua no se movieran ni hablaran nunca más. Ahora descansan, pero si el hombre aquél hubiera muerto, mi brazo y mi lengua se habrían muerto con él, de alguna manera. De modo que gracias, en nombre de mi brazo, mi lengua y en el mío propio. Además de gracias en nombre del pobre gilipollas al que salvaste la vida.

– No hay de qué -Ulises inclina la cabeza.

– Eres todo un héroe, aunque no creo que seas consciente de ello. Ni de ninguna otra cosa, por cierto, si me permites la observación. Eres un inconsciente, en general, querido yerno. Pero bueno… ¿Quieres algo, no sé…?

– ¿Dinero? -Ulises se acaricia la mejilla pensativo-. Sabes que nunca digo que no, pero la verdad es que tampoco ando necesitado en estos momentos.

– Te daré un cheque.

– Como quieras.

– Te vendrá bien contar con unos extras. Lo digo por la abuelita Araceli, y… -Vili suspira afablemente-. Me gustaría tenerla aquí, pero Valentina y su madre nunca, nunca… Bueno.

– Más adelante, tal vez.

– Eso.

– En cualquier caso, no debes sentirte mal por lo que ha pasado -dice Ulises, retomando el asunto principal de su conversación-, tú no eres responsable de lo que ese hombre intentó hacer, no eres responsable ni de él ni de ninguno de nosotros.

– Ya lo sé -asiente Vili.

– ¿Entonces por qué estás tan alicaído, por qué…?

– Demasiadas cosas juntas, Ulises. Incluso yo tengo un límite. Últimamente, la mayoría de la gente que iba a la Academia empezaba a sacarme de quicio. A veces me sentía como un porquero, guardando a los guarros día y noche, dándoles de comer mi filosofía, que ellos devoraban entre barro y babas; hablando y paseando solo entre cerdos que no paraban de hocicarlo todo a mi alrededor; limpiando la porqueriza cada tarde… -Vili bosteza lánguidamente-. Y luego, lo de este chalado, y Valentina que está volviéndome loco con sus…

Penélope entra en la biblioteca corriendo.

Tactactac.

Tiene el pelo alborotado, reluce como si estuviera rodeada por el cerco luminoso de una linterna enfocada a sus espaldas. Arruga la frente y se aprieta con fuerza un brazo, se clava las uñas por encima de la suave tela negra del vestido antes de hablar.

– Es mamá -dice; hay una especie de honda pena apuntalándola contra el quicio de la puerta-. Es mamá. Hay que llevarla a un hospital.

– ¿Pero qué…? -Ulises se levanta de un salto.

– 0 llamar a su médico… -continúa Penélope. Le resbala una pringosa lágrima diminuta por la mejilla izquierda. Le cuesta trabajo llorar, expulsar su lamento hacia afuera.

– ¿Qué, qué le ha pasado? ¿Se ha caído, se ha…? -Vili se incorpora torpemente, apaga a medias el cigarro en un cenicero de latón dorado que tiembla bajo el temblequeo nervioso de sus dedos y está a punto de rodar hasta el suelo.

– No, no se ha caído, no te preocupes -dice Penélope, y deja escapar una débil carcajada-. Solamente se está muriendo. Se está muriendo. Y eso es todo.