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– Ya no sé si eres mi mujer, o mi ex mujer. Ya ni siquiera sé quién eres -le dice Ulises a Penélope-. Por eso creo que deberíamos ir al juzgado, empezar los trámites del divorcio, y dejar las cosas claras respecto a Telémaco. Ya está bien. No voy a consentirte más caprichos. Tengo que rehacer mi vida. Si tú no quieres hacerlo, lo haré yo sólo. No creo que te necesite para ir al juzgado a pedir el divorcio.

– No vuelvas a decir que yo abandoné a Telémaco -le recrimina Penélope-. No vuelvas a decirlo porque no es verdad: yo te abandoné a ti, no a él.

– ¡Ja! -Ulises se pasa la mano por el pelo y mira hacia otro lado.

Filas y filas de libros alineados, en una boisserie de madera de roble lacada en blanco, desde el suelo hasta el techo. Demasiados libros. Vili no para de comprar libros. ¿De verdad tiene tiempo de leerlos todos? ¿Quién puede disponer de tanto tiempo para perderlo luego con millones de letras muertas estampadas en simple papel encuadernado?

– ¿Qué insinúas?

– Lo dejaste en su cuna. Lloraba cuando tú diste el portazo final. Era su hora de comer. Tenías que haberle dado de mamar. Y lloraba. Dejaste todo aquel veneno para ratas dentro del frigorífico, y yo tuve que tirar a la basura los biberones que había dentro. Todos ellos. Podían haberse contaminado de la ponzoña que tú nos dejaste de regalo. Tuve que fregar la nevera con agua caliente y lejía, y por poco me ahogo en el intento. Tuve que coger al niño en brazos y salir corriendo en busca de leche y biberones nuevos a una farmacia. Tuve que pedirle a la farmacéutica que me explicara cómo preparar los biberones. Ella no tenía ni idea. No tenía ni idea, ¿puedes creértelo? No tenía hijos, había terminado los estudios hacía dos meses y estaba trabajando por primera vez en la farmacia de su padre. Era su primer día de trabajo. Tuvimos que abrir un paquete de leche, el paquete que yo compré, y leer de cabo a rabo las instrucciones mientras el niño se quejaba entre mis brazos, muerto de hambre.

– Ulises, no creo que…

– Ésa eres tú, Pe. Ése es el tipo de mujer que tú eres.

– Supongo que si alguna vez te hubieras dignado a preparar un biberón para el niño, aunque sólo fuera de agua mineral con manzanilla, no te habría resultado tan difícil desenvolverte cuando tuviste necesidad de hacerlo.

– ¡Ah, claro! Y yo supongo que…

– Y yo supongo que, de no haber sido por tus continuas infidelidades, por tantos años de soportar tus adulterios y tus aventuras, no te hubiera abandonado, ni te hubiese dejado para cenar una ensalada tóxica para roedores.

– La verdad, Penélope…

– No puedes decir que no cumplí con mis obligaciones de buena esposa: te dejé la cena preparada. Es problema tuyo si no te decidiste a comértela.

– Pero… ¿y el niño, Pe? ¿No se te partió el corazón cuando lo dejaste así? Era muy pequeño.

– Lo dejé contigo para que espabilaras, para que aprendieras la lección, para que supieras qué significa tener un hijo. Tener un hijo es tener la obligación de criarlo. De darle de comer, de lavarle el culo, de bañarlo, de curar sus enfermedades, de procurar que no tenga otras. Es esforzarse porque sobreviva, protegerlo. Y eso es difícil, ¿sabes? Tener un hijo no es pasarte el día por ahí, acostándote con tus modelos y tus galeristas, haciendo negocios turbios y acudiendo de madrugada a casa para darle un besito a un bebé que duerme plácidamente porque alguien, o sea: yo, se encarga de atenderlo.

Penélope toma aire. Sus pulsaciones. Atención. Hay que tener cuidado con la pasión, no dejarse dominar por ella. La cólera y la locura son sustancias hermanas. La una echa raíces en la otra al menor descuido. Y hay que ponerle riendas al corazón. A los latidos.

Cicerón aconseja conocer a las personas antes de aventurarse a quererlas. Penélope conocía a Ulises cuando decidió que lo amaba. Nunca se engañó respecto a él. Pero tanto amor llegó a doler demasiado. No se arrepiente de haberlo abandonado. Ni de haberlo amado. Ni siquiera se arrepiente de amarlo todavía.

– Te dije miles de veces que mis aventuras no significaban nada -Ulises se sienta en una butaca y junta las manos, observa a Penélope-. Nunca hubo otra mujer más que tú. Y sigue sin haberla -añade ahora con la vista fija en el suelo, como para sí mismo.

Ah, el amor masculino, siempre bajo un régimen liberal.

Penélope ni tan siquiera pestañea.

Cuánta manga ancha se concede este hombretón, qué generoso es siempre con su propia persona. Menudo cabronazo.

– ¿Y qué me dices de aquellos cuadros, aquellos que estuviste falsificando durante años a mis espaldas, los que vendía tu amigo, aquel marchante belga completamente lunático? Creo que algunos de ellos se exhiben en grandes museos norteamericanos, mientras los originales cuelgan estupefactos, adornando los salones particulares de algún multimillonario que en realidad no distingue a Picasso de Matt Goering.

– No empecemos con eso. Yo ya he pasado página -dice Ulises-. No he vuelto a tener contacto con Jacques. Se retiró. Ya no falsifico cuadros. La verdad es que, desde que tú me dejaste, ni siquiera tengo tiempo de pintar los míos propios, difícilmente iba a sacarlo para plagiar Goyas o tablas flamencas medievales.

– Pues me alegro, querido. -Penélope sonríe con placer, y se sienta en un sofá de cuero de color cereza-. Me alegro por ti. Está bien que no tengas tiempo para ciertas cosas, estoy encantada de saber que el niño absorbe todo tu tiempo.

– Bueno, casi todo.

– Eres un promiscuo.

– ¿Queeé? Siempre te he sido fiel. Sólo conozco una manera de serte leal, y es quererte. Nunca te ha faltado mi amor. No puedes decir lo contrario, mentirías.

– Eres un delincuente.

– No es cierto. Ocurre simplemente que mi punto de vista no siempre coincide con el de la ley.

– Y un sátiro.

– Tampoco es cierto, Pe. Me parece que tú deberías saber mejor que nadie que eso no es cierto. Soy el hombre más cariñoso y entregado que nunca has conocido, y tú lo sabes. Entregado a ti, aunque se haya acabado todo entre nosotros.

– Sí, se ha acabado -reconoce Penélope.

¿Lo admite de veras? ¿Quién puede saber cuándo se ha acabado algo de verdad? ¿Qué significa que algo ha terminado de verdad? ¿Significa algo?

– Pero el niño… -balbucea Ulises.

Roberta llama con los nudillos, aunque la puerta está abierta. La piel de su cara es del tono de la yema de un huevo fresco.

– Perdonen, pero su madre dice que les diga que la mesa ya está servida en el comedor grande -susurra; parece que le diera vergüenza anunciar una cosa así.

– Ya vamos. -Penélope se levanta.

– También dice que si quiere usted avisar al señor Vili.

– De acuerdo, lo haré.

– ¿Por qué no somos felices? -pregunta de repente Ulises.

Roberta lo ojea, perpleja. No sabe si es ella quien tiene que responder a esa pregunta. Hace una mueca cómica, se encoge de hombros e infla de aire los carrillos, como si estuviera a punto de replicar algo al respecto.

– No lo sé -dice Penélope.

Y echa a andar. Sus tacones chasquean apagados mientras pisa la gruesa alfombra persa de la estancia, hasta alcanzar el pasillo. Una vez allí continúa el soniquete, ese repiqueteo femenino.

Tac, tac, tac.