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«Preferiría amortajarte esta noche antes que verte en la discoteca a las cuatro de la mañana, rodeada de fulanas y de golfos drogadictos», le espetaba sin cesar en su adolescencia cada vez que ella quedaba con sus amigas el sábado por la tarde.

Evidentemente, Irma no salió mucho por ahí, ni se divirtió demasiado en su adolescencia y primera juventud. Consiguió alejarse de su pueblo, en la provincia de Cáceres, y de la luctuosa influencia de su madre, después de tener novio formal durante casi un año, casarse e irse a vivir con su marido a Madrid, donde lo habían destinado.

Su ex marido era sargento de la Guardia Civil. Un buen hombre, honesto e irreprochable, pero ella no lo quería, ¿qué se le iba a hacer?

Cuando, aprovechando unas vacaciones de Pascua, comentó en su casa que su relación conyugal se estaba yendo a pique, la madre -siempre fiel a sí misma-, advirtió a la hija: «Preferiría ir a visitarte al camposanto antes que verte divorciada y en boca de todo el mundo».

Pero Irma ya tenía casi treinta años y, sobre todo, empezaba a sentirse cansada. Treinta años de abatimiento maternal acumulado pueden llegar a pesar mucho sobre una sola espalda, y tan pequeña como la suya además; de modo que se levantó del sofá de skay marrón, se estiró la falda, fue hasta el aparador del salón y cogió su bolso de mano, donde tenía las llaves del coche. Miró a su madre y le sonrió silenciosamente, con dulzura. Se fijó en que, detrás de la ventana, revoloteaban docenas de gorriones en un alegre torbellino de alas y de cánticos, tal vez celebrando la llegada de la primavera; y pensó fugazmente en lo triste que sería si alguno de ellos muriese en ese momento, en medio del atolondrado esplendor, del placer instintivo que supone estar vivo.

«Está bien», le contestó a la mujer que la observaba con los ojos muy fijos, anestesiados por la tensión. Dejó escapar un suspiro suave: «Entonces allí nos veremos, mamá, en el cementerio», musitó. Salió en zapatillas a la calle, se subió a su coche y volvió a Madrid sin coger siquiera el equipaje que había llevado para pasar una semana en la casa materna.

Desde ese día habían pasado más de dos años.

No había vuelto a ver a su madre, ni la había llamado por teléfono. Y su madre, tampoco a ella.

Se divorció de su marido y empezó a salir adelante por su cuenta, con la única ayuda de su trabajo en la guardería. Sobrevivir no había sido nada fácil.

Le dio un trago a su agua aromatizada con limón y brindó por su madre elevando la copa al aire, embriagada de una tenue soledad entre las sombras del cuarto.

Había conocido a Andros, su novio, en una discoteca de Atocha, muy ruidosa y atestada de gente de lo más variopinta (cubanos, magrebíes, africanos del sur, polacos e inmigrantes en general; grupos de señores maduros, procedentes de Madrid capital y alrededores, ansiosos por ligarse a alguna treintañera; oficinistas solteras y chicas de alterne, soldaditos españoles con la noche libre…). Fue un sábado de hacía cinco meses. Solía ir por allí con Katia, su compañera de trabajo en el jardín de infancia. Aquella noche su amiga iba vestida al estilo de la Madonna de los años ochenta, con una cazadora de cuero negro, varios rosarios de carey colgados del cuello a modo de collares, y un top azul marengo lleno de lentejuelas que titilaban tanto que parecían estrellas de un minúsculo e inestable universo encajado en su pechera. Irma, por el contrario, se había puesto un traje de chaqueta de popelín marrón brillante, entallado en la cintura y con unas solapas diminutas. La falda le llegaba por debajo de la rodilla y estaba calzada con unos zapatos afilados de tacón que la estaban matando.

Katia le estaba haciendo alguna confidencia cuando un tipo se les acercó. Llevaba el cráneo rapado, aunque se notaba que no se había pelado al cero para parecer moderno, sino por disimular una calvicie fulminante. Tenía racimos de puntitos negros detrás de las orejas y por el cogote, allí donde algunos pelos todavía reunían el valor suficiente como para atreverse a salir a la luz del yermo capilar que era aquella calavera.

«Yo creía que los hombres cuando te quieren intentan hacerte feliz, ¿no?, y resulta que él es de los que piensan que quien bien te quiere te hace llorar. O sea, de los que te dan una somanta de palos cuando pierde su equipo de fútbol, y luego te dicen que los golpes son en beneficio tuyo, o sea… como si los putos puntos que te dan en el hospital para coserte las heridas fueran puntos de descuento en el puto supermercado, ¿no? O sea, una cosa así», le gritaba Katia a Irma, a voz en cuello, tratando de hacerse oír por encima del estruendo musical que inundaba el local.

«Oye, nena», el calvo se sentó al lado de Irma. Tendría unos cuarenta años y sostenía una copa en una mano y un cigarrillo en la otra.

«Qué equivocada vivo, ¿verdad? ¡Ja! -continuó Katia-, o sea, que a mí me parecía que un tío que no te pone la mano encima como no sea para bajarte las bragas con tu consentimiento, o para darte un masaje tailandés, pues que es como… una compañía más agradable para una chica. Y ahora voy y me entero por boca de este cafre que el amor verdadero consiste en pasar por… no sé, como por un saco de entrenar de ésos de los gimnasios de boxeo, ¿sabes los que te digo? No te jode.»

«¿Y tú qué le dijiste cuando te dio el tortazo?», se interesó Irma.

«¿Puedo tutearte?», le preguntó el hombre que acababa de sentarse junto a ella.

«Decir decir, lo que se dice decir no le dije nada, la verdad. Salí pitando de su casa en cuanto me largó su discurso de mierda y se dio media vuelta. No lo he vuelto a ver desde entonces. Ni falta que me hace, o sea…»

«Digo que si puedo tutearte», insistió el calvo tocando levemente el brazo izquierdo de Irma.

A ella le dolían los pies y no le gustaba la cara del intruso.

«¡Como lo intentes te rompo yo a ti también la cara a guantazo limpio!», le respondió Irma chillando.

«¡Eh, tía! Te he preguntado que si puedo tutearte, no que si puedo putearte», se ofendió el desconocido, haciendo una mueca de incomodidad mientras volvía a ponerse en pie.

«Viniendo de ti lo mismo me da, tío cerdo. ¡Largo!»

«¡Qué borde eres, chavala!»

«¡No lo sabes tú bien, capullo!»

«No sé, chica -Katia cerró los ojos un instante, parecía disgustada de verdad-, con un hombre así, tan cabrón quiero decir, una se siente tan… -pensó un poco mientras movía las manos de manera extravagante, como tratando de atrapar en el aire las palabras que buscaba-, con un tío así una se siente tan… tan… ¿cuál es el femenino de impotente?»

Cuando el aturdido ligón hubo desaparecido de la vista de las dos amigas, engullido por un montón de cuerpos inquietos que se balanceaban frenéticamente al ritmo de la música, ambas dejaron de hablar, miraron a la pista y sorbieron al unísono por las pajitas de sus copas llenas de bloody mary.

Entonces apareció Andros en su campo de visión. Se sentó sobre un taburete desocupado, a un par de metros de donde estaban las dos mujeres. Irma lo observó con satisfacción. Tenía el cabello rizado y negro y, aunque no podía verle el rostro con mucha nitidez, sí le era posible intuir su deliciosa simetría y quién sabe si una desusada suavidad masculina escondida en el mentón. Sin saber por qué, se imaginó frotando su mejilla contra la mejilla de aquel hombre, y el pensamiento le provocó una placentera sensación de vértigo en el estómago.

Él sacó un cigarrillo y se palpó los bolsillos buscando fuego. Katia encendió un pitillo en ese momento y el joven se acercó a ellas. Señaló al mechero de Katia y luego enseñó su cigarrillo. La joven se lo encendió distraídamente.

«Грαθσpaσ, εрησ μνι αμαβλη», dijo él.

«¡Dios mío, me estoy quedando sorda! -se lamentó Katia mirando hacia su amiga-, ¿qué ha dicho este buen mozo?»

«No tengo ni la menor idea», contestó Irma, pero le dedicó a Andros su sonrisa más encantadora.