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No quedaba gota de Marie Brizard y S. A. R. abrió una botella de coñac Torres, de la que bebió un trago apretando los labios contra el tapón irrellenable.

– ¡Atiza! -observó con campechanía borbónica.

A los espectadores, expuso, nunca iba la felicidad a embargarles. Si lo hiciera, ellos mismos no lo sabrían. Y en caso de que llegara a su conocimiento, se cuidarían muy mucho de reconocerlo.

– Por si las moscas -aclaró.

A diferencia de los hertzianos, sólo tenían acceso a las satisfacciones del tipo más superanatómico, por regla general mediante simple frotamiento. Se apretaban unos contra otros, hiperventilaban, hacían ruidos raros de madera que cruje o de gozne de puerta, les latía una vena inflamada en la frente, emitían secreciones mucosas y, si había suerte, se quedaban dormidos visto y no visto.

– Pero eso es sólo cuando han cogido confianza -advirtió-. Al principio no te dejan pegar ojo. Preguntan cómo te lo has pasado. Vas y les dices que muy bien, pero da lo mismo, porque nunca se lo creen. Preguntan otra vez y así hasta que consiguen enfadarse ellos solos…

– ¿Es entonces cuando aparece el cocodrilo? -aventuró la Princesa.

– ¡Equilicuá! Después te dicen que te quieren con voz grave y gesto de profundo abatimiento. Y se acabó lo que se daba. Punto redondo y no hay más que hablar.

Terminado el coñac, abrió una botella de JB y, al primer trago, volvió a ver la mirada de sincero asombro de Javier Planas.

¿Es que no acababa de decir que la quería? Pues entonces, ¿qué más esperaba ella? Dame un beso, quiéreme siempre, dime algo, siéntate aquí, mírame a los ojos, no me mientas nunca, cógeme de la mano, dímelo al oído, no te vayas ahora, dime lo que estás pensando, por favor, dime lo que piensas… ¡Palabras de amor de Javi Planas! Verbos en imperativo, preguntas con respuesta obligatoria. No valía decir: «No estaba pensando en nada». «Siempre se piensa en algo, es imposible tener la mente en blanco.» «¿Ah, sí? ¿Y por qué razón?» Pues parece ser que era imposible por culpa de unos monjes tibetanos, que sólo lo conseguían después de mucho entrenamiento. Planas tenía siempre a mano orientales para probar las cosas más idiotas. ¿En qué piensas? ¿Te aburres? ¿Qué quieres hacer? ¿Qué te apetece más? ¿Te gusta así? ¿Qué es lo que más te gusta de mí? Un río de interrogaciones que arrastraba lo que parecía un inocente tronco de árbol a la deriva…, hasta que abría las fauces y resultaba ser, otra vez, el eterno cocodrilo hambriento de carne humana, nadando en línea recta desde la prehistoria: Contesta, rápido, ¿has tenido un orgasmo? ¿Sí o no? ¿Lo he logrado? ¿Lo he conseguido yo, yo solo, entre todos los hombres?

– ¿Es peligroso, mami?

– Qué va, no te asustes, mi vida… ¡Sólo es agotador! Y no hay más que una solución: disimular.

Elvira le había enseñado a defenderse de Planas, aunque tuvo que aprender sola a evitar el cocodrilo que Elvira también conservaba en la cabeza, nadando por debajo del agua.

Tantos años después, al recordar la mirada de la enfermera, aún se le empañaban los ojos a Reina Zenaida.

Finiquitado el whisky, en el mueble-bar sólo quedaba un dedo de Drambuie, que decidió terminar antes de poner manos a la obra.

Con la vagina de poliuretano de Chituca y la botella vacía de JB, practicaron algunas de las contracciones sencillas que le había enseñado Elvira, así como su banda sonora incorporada.

– Hespirá hondo, corazón…, eso es, muy bien…, haz fuerza…, tienes que balancearte, como en los columpios…, ¡así, así! Cada vez un poco más deprisa…, ahora, atenta, cuando yo te diga, sueltas el aire, aprietas mucho y gritas, pero con el volumen bajo, no sé si me explico. A la de tres: one…, two… ¡y threeeeeeeeee!

– ¡Eeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeh…!

– Lo vas cogiendo -destapó con los dientes el botellín de Mahou que guardaba para las emergencias-. Sí, de verdad, lo vas cogiendo. Casi casi lo tienes. Lo único, mi vida, que no grites «eh». Procura gritar «ah» o grita «oh». Incluso «uh», lo que tú prefieras. Pero nunca «eh» ni «ih», que hace muy mal efecto.

Al quinto intento la Princesa lograba cierta verosimilitud.

– Más nos vale que sea suficiente. En caso de apuro, tú misma. Utiliza la imaginación. Clava uñas en la espalda, muerde lóbulos de oreja, patalea más deprisa…, algo se te ocurrirá. Recuerda que Dios está en los detalles, ¿capiscas?

En la cocina, S. A. R. se terminó de un trago el tetrabrik de vino de guisar y salieron al jardín.

Se pusieron de rodillas para rezar cogidas de la mano:

Cámara invisible,

Dulce compañía

No nos desampares

Ni de noche ni de día.

– Madre, dame tu bendición.

– Toma, toma -manoteaba en el aire Reina Zenaida-. Ojalá pudiera ocupar tu lugar.

– No te mortifiques, mami. Tu rostro es demasiado conocido.

– Disculpa un momento, corazón.

La Reina se puso en pie y trastabilló tras el parterre. Separó las piernas, dobló la cintura, apuntaló las manos sobre los muslos y comenzó a vomitar contra un lentisco.

– ¿No pensarás que estoy bebida, verdad?

– Pues claro que no, mami.

– Tiene que ser el planeta el que se tambalea. No hay más tu tía, porque yo ando muy derecha.

– Pues claro que sí, mami.

Reina Zenaida alzó la cabeza hacia el cielo y cerró los ojos.

Sobre su frente empezaron a resbalar una por una las estrellas.

Era refrescante.

Sin embargo, tenían que darse prisa para estar en cama antes de que se levantara La Vachepourrie. No podía soportar que estuvieran despiertas mientras él dormía.

– ¡Tengo hip mu hip cho hiiiiiiiiiiiipo!

Chituca la llevó a la cama, donde S. A. R. se quedó dormida con la ropa puesta.

Soñaba una redundancia, porque en su sueño también dormía.

Se encontraba de nuevo en la cama de Elvira Vilar, en el apartamento de Luchana 35.

Con los ojos cerrados, se sentía a salvo, como si tuviera una edad muy distinta: unos ocho o nueve años, por ejemplo. No quería despertarse porque sabía que otra vez iba a encontrar a Elvira a su lado, mirándola dormir.

Siempre igual.

Como la raya de luz bajo una puerta cerrada, a cualquier hora de la noche, Elvira estaba despierta, en silencio, mirándola dormir.

Capítulo 15 La adaptación ala pantalla

Le despertó la voz de su hermana con esas preguntas que se habían vuelto trascendentes por culpa del sistema de auto-reverse del cásete.

¿Estaba o no estaba? Pero si no estaba, entonces ¿dónde estaba? ¿Y quién era el otro, el que se había quedado para contestar el teléfono?

Que lo averiguara Vargas, porque lo que era él, Ene-Pe-I.

Sobre el Retiro había luz zodiacal, en el ángulo superior izquierdo, y una claridad azul en el punto de fuga del plano, situado en un campanario cerca de la estación de Atocha.

Hizo café, se sirvió una taza, edificó una sólida columna de seis galletas María y preparó el tablero.

Antonio era compositor de problemas y, para él, no se trataba de pasatiempos: servían para hacer visible una idea.

Un problema es una forma de expresión, compañero, solía decir; como un soneto o como una sinfonía.

Lo de menos era el trabajo que a los demás les costara resolverlos.

Ahora estudiaba un mate en tres que tenía como motivo las posibilidades del enroque corto.

En la tele estaban poniendo el programa de gimnasia.

Nunca había llegado a entender cómo aquella presentadora podía sonreír, hablar, mirar a la cámara y hacer quinientos abdominales, todo al mismo tiempo. Le sobrepasaba. ¿Por qué no se cubría los muslos, además? ¿Es que no tenía seres queridos que la regañaran al volver a casa? ¿No se cansaba nunca, por cierto? ¿Y por qué motivo seguía tan contenta? ¿Sabía algo que los demás ignorábamos? ¿Por qué ella no sudaba?