– Yo le dije: "Es la única lección que desconozco del programa, señor profesor", y entonces dijo don Pedro: "Felicitemos al señor Sastre, que no tendrá que estudiar más que un tema para septiembre".
Sonaba la risa de los comensales como el estruendo del mar. "El caso es olvidarse del tiempo", pensó el doctor Ballesteros. "Ninguno de los presentes conoció a Amalia López, que era mi esposa e íbamos a tener un hijo." Sintió un sudorcillo extraño en el vientre al recordar la noche en que la abrió con sus propias manos porque la nieve les bloqueaba. "No supe esperar. Me faltaron la serenidad y la paciencia", se dijo. Crispó la mano derecha sobre el tenedor y pensó: "Con serenidad y paciencia sería hoy tocólogo en una ciudad importante, en vez de estar enterrado en Villalbaneja (Burgos)". Dijo, casi agresivamente:
– Pastorcito, alma mía, pásame el Valdepeñas.
Bebió de un golpe, aunque hacía rato que las imágenes se deformaban ante sus ojos. Pensaba seguir bebiendo mientras T.Vicente Pastor no fuese Teótimo Vicente Pastor, con su chaquetilla estrecha y listada, y su cara de pueblo.
"T.Vicente, tocólogo" se volvió hacia él:
– ¿Recuerdas, Balles, el día en que Arrazola confundió la estomatitis con la acidez de estómago?
Dijo el doctor Ballesteros:
– ¿Qué fue de Arrazola?
– Murió en la guerra. En Teruel -dijo T.Vicente y agregó-: Once compañeros han muerto. Profesores sólo quedan dos.
El doctor Ballesteros levantó la mirada a la presidencia y constató que de los antiguos maestros sólo restaban dos con su vitalidad tenaz y una mirada enloquecida de supervivientes. "Bueno", se dijo, "he aquí lo que hay detrás de las Bodas de Oro." Pero no le dijo eso a T. Vicente, sino que le dijo:
– Arrímame esa botella de inofensivo Diamante, hijo.
Después de beber bajó la voz:
– He enterrado a mi mujer y a mi hijo en un pueblecito de dos docenas de casas. El cementerio está en lo alto de un cerro y yo los maté. ¿No lo sabías?
T. Vicente Pastor le pidió explicaciones, y el doctor Ballesteros se las dio.
– No supe esperar -dijo, y al decirlo pensaba que T.Vicente hubiera sabido esperar y, en ese caso, tal vez ella viviera y en vez de T. Vicente sería Teótimo Vicente quien estaría sentado a su lado con su chaquetilla estrecha y listada, y su cara de pueblo. Ahora, a pesar de la fuerza del vino, no le era factible remontarse. A modo de justificación agregó-: Estábamos bloqueados. Eso. Yo pensaba llevarla a la ciudad.
"Sandalio Moral, dentista" dijo:
– ¿Recordáis a Velarde tocando el piano en el Cinema Ideal?
T.Vicente Pastor se sintió aliviado.
– A mí me colaba de gorra cada tarde -dijo.
El "doctor Guerra, cirugía facial" chilló:
– Sí, señor, diez hijos y aún estoy útil.
– ¡Oh, la vida! -dijo el "doctor Gallego, garganta, nariz y oídos", y bebió una copa.
El doctor Ballesteros pensó: "Yo había puesto una gran ilusión en este acto. Esa es la verdad". El vino acentuaba su depresión. Tocó a T.Vicente levemente en el codo. Dijo en tono confidencial, sin la más remota intención de molestarle:
– Los que vivís en la ciudad desconocéis la tragedia del médico rural. A ti te viene una mujer en malas condiciones y recurres al analista; le falla el corazón y no te falta un colega que te eche una mano. Yo me como la cochina responsabilidad a palo seco, ¿me entiendes?
"T.Vicente Pastor, tocólogo" asintió, distraído. Luego levantó la vista y dijo en alta voz, dirigiéndose a la otra banda de la mesa:
– Mi mejor recuerdo de don Isaac Montero…
El doctor Ballesteros seguía inclinado hacia él, murmurando suavemente, sin la menor animadversión:
– Si hay una retención de orina, yo sondo; si hay un parto de nalgas, yo doy la vuelta al crío; si hay una hernia estrangulada, yo la reduzco. Eso es lo que es un médico de pueblo.
En la esquina, el "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" se incorporó torpemente para ofrecer el homenaje a los dos supervivientes. Decía cosas ingeniosas que sus colegas interrumpían con vibrantes carcajadas. El doctor Ballesteros se sentía desfallecer y pensó: "No quiero ser un aguafiestas. Jamás me lo perdonaría". Pero las risas zumbaban en su cabeza y cada vez se sentía más impotente para conectarse. Le dijo a T.Vicente al oído, empeñándose en decirlo al oído de Teótimo Vicente:
– Pásame el Valdepeñas, ¿quieres?
Y bebió otras dos copas sin que la transformación se operase.
Entonces, resignado, recostó la cabeza en el tablero y pensó en Amalia López y en aquella cosa inerte que no llegó a ser su hijo. El "doctor Sastre, enfermedades de la mujer" proponía una reunión quinquenal, pero ni por asomo se le ocurría desvelar lo que se ocultaba detrás de las Bodas de Oro. Inopinadamente se interrumpió:
– Balles, dime, ¿qué te sucede, muchacho?
El doctor Ballesteros apoyaba la cabeza en la mesa, pero no le oyó. Hubo dos o tres sonrisas indulgentes. Dijo el "doctor T.Vicente Pastor, tocólogo":
– Sigue, Ramonchu. Son cosas del vino.
Y sonreía contemplando la entrecana cabeza sin la menor piedad.
TRES PÁJAROS DE CUENTA
A MIS LECTORES
Habrán observado que los pájaros, bestezuelas por las que siento una especial predilección, se erigen a menudo en personajes de mis libros. Diario de un cazador está lleno de perdices, codornices, patos, tórtolas y palomas. Viejas historias de Castilla la Vieja, de avutardas, grajos y abejarucos. El gran duque es pieza esencial en El camino, como la picaza lo es de La hoja roja. Las águilas, los cernícalos y los camachuelos forman el entorno del pequeño Nini en Las ratas… Finalmente, en El disputado voto del señor Cayo y Los santos inocentes, intervienen tres pájaros que juegan papeles fundamentales: el cuco y las grajillas en la primera, y éstas y el cárabo en la segunda. De los tres me he servido para componer el libro que ahora tienen entre manos, no un libro de cuentos ni de historias inventadas, sino un libro de historias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellos pájaros verdaderos protagonistas.
LA GRAJILLA
Al llamar a la grajilla, al cuco y al cárabo pájaros de cuenta no quiero decir que sean malos. No hay pájaros buenos ni malos. Las aves actúan por instinto, obedecen a las leyes naturales, aunque, a los ojos de los hombres, algunas de sus acciones puedan parecer buenas y otras reprobables. Por ejemplo, el comportamiento de los tres protagonistas de este libro ofrece aspectos positivos y negativos. La grajilla, pongo por caso, roba la fruta de los árboles, especialmente de ciruelos y cerezos, pero, al mismo tiempo, nos libra de insectos perjudiciales y de carroña. El cuco, en la época de cría, deposita sus huevos en los nidos de otros pájaros más pequeños que él para que se los empollen, pero, en compensación, destruye orugas y arañas peligrosas para el hombre. Finalmente, el cárabo puede eliminar algún pinzón que otro, o cualquier otro pajarito que le molesta o le apetece, pero, a cambio, limpia el campo de ratas, ratones, topillos y otros roedores perjudiciales.
A los tres les conocí siendo niño -aunque al cuco, que es un pájaro encubridizo, sólo de oídas-, cuando mi padre, que era un hombre maduro, serio y circunspecto, se volvía niño también, en contacto con la naturaleza, y nos enseñaba a distinguir el cuervo de la urraca, la perdiz de la codorniz, la alondra de la calandria y la paloma de la tórtola. Mi padre, ferviente enamorado del campo, conocía sus pequeños secretos, y el más remoto recuerdo que guardo de él es cazando grillos en una cuneta, haciéndoles cosquillas con una pajita larga y fina que introducía en la hura y movía con paciente tenacidad. A veces cazaba media docena y los guardaba bajo el sombrero, de forma que al regresar a casa, entre dos luces, armaban un alegre concierto sobre su calva, sin que a él, que en casa anteponía el silencio a todas las demás cosas, parecieran molestarle. Un día, en el Castillo de la Mota, hace ya muchos años, vi por primera vez una colonia de grajillas. Revoloteaban en torno a las almenas y con sus "quia-quia-quia", reiterativos y desacompasados, organizaban una algarabía considerable. De lejos parecían negras y brillantes como los grajos, pero, cuando las vi de cerca, observé que eran más chicas que aquéllos -más o menos del tamaño de una paloma- y no totalmente negras, sino que el plumaje de la nuca y los lados del cuello era gris oscuro, y sus ojillos, vivaces y aguanosos, tenían el iris transparente.