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Piensa: la mierdecita en la mierda de verdad. Las veredas hervían de hormigas acicaladas, los transeúntes invadían la pista y avanzaban entre los automóviles, lo peor es que a una la agarre la salida de las oficinas en el centro decía la señora Zoila cada vez que volvía de compras, sofocada y quejumbrosa, y Santiago sintió el cosquilleo en el estómago: ocho días ya. Entró por el viejo portón; un espacioso zaguán, gordas bobinas de papel arrimadas contra paredes manchadas de hollín. Olía a tinta; a vejez, era un olor hospitalario. En la reja se le acercó un portero vestido de azul: ¿el señor Vallejo? El segundo piso, al fondo, donde decía Dirección. Subió desasosegado las escaleras anchísimas que crujían como roídas desde tiempos inmemoriales por ratas y polillas. Nunca habrían pasado una escoba por aquí. Para qué haber molestado a la señora Lucía haciéndole planchar el terno, para qué desperdiciar un sol lustrándose los zapatos. Esa debía ser la redacción: las puertas estaba abiertas, no había nadie. Se detuvo; con ojos voraces, vírgenes, exploró las mesas desiertas, las máquinas, los basureros de mimbre, los escritorios, las fotos clavadas en las paredes. Trabajan de noche, duermen de día, pensó, una profesión un poco bohemia, un poco romántica.

Alzó la mano y dio un golpecito discreto.

LA escalera de la sala al segundo piso tenía una alfombrita roja sujeta con horquillas doradas y en la pared había indiecitos tocando la quena, arreando rebaños de llamas. El cuarto de baño relucía de azulejos, el lavador y la tina eran rosados, en el espejo Amalia podía verse de cuerpo entero. Pero lo más bonito era el dormitorio de la señora, los primeros días subía con cualquier pretexto y no se cansaba de contemplarlo.

La alfombra era azul marino, como las cortinas del balcón, pero lo que más llamaba la atención era la cama tan ancha, tan bajita, sus patitas de cocodrilo y su cubrecamas negro, con ese animal amarillo que echaba fuego. ¿Y para qué tantos espejos? Le había costado trabajo acostumbrarse a esa multiplicación de Amalias, a verse repetida así, lanzada así por el espejo del tocador contra el del biombo y por el del closet (esa cantidad de vestidos, de blusas, de pantalones, de turbantes, de zapatos) contra ese espejo inútil colgado en el techo, en el que aparecía enjaulado el dragón. Había un solo cuadro y le ardió la cara la primera vez que lo vio. La señora Zoila jamás hubiera puesto en su dormitorio una mujer desnuda agarrándose los senos con esa desfachatez, mostrando todo con tanto descaro. Pero aquí todo era atrevido, empezando por el derroche. ¿Por qué traían tantas cosas de la bodega? Porque la señora da muchas fiestas, le dijo Carlota, los amigos del señor eran importantes, había que atenderlos bien. La señora parecía multimillonaria, no se preocupaba por la plata. Amalia había sentido vergüenza al ver las cuentas que le sacaba Símula, le robaba horrores en el diario y ella como si nada, ¿gastaste tanto?, está bien, y se guardaba el vuelto sin contarlo.

MIENTRAS el auto bajaba por la carretera central, él leía papeles, subrayaba frases, anotaba los márgenes. El sol desapareció a la altura de Vitarte, la atmósfera gris se fue enfriando a medida que se acercaban a Lima. Eran ocho y treinta y cinco cuando el auto paró en la Plaza Italia y Ambrosio bajó corriendo a abrirle la puerta: que Ludovico estuviera a las cuatro y media en el Club Cajamarca, Ambrosio. Entró al Ministerio, los escritorios estaban vacíos, tampoco había nadie en Secretaría. Pero el doctor Alcibíades estaba ya en su mesa, revisando los diarios con un lápiz rojo entre los dedos. Se puso de pie, buenos días don Cayo, y él le alcanzó un puñado de papeles: estos telegramas de inmediato, doctorcito. Señaló la Secretaria, ¿no sabían las damas ésas que tenían que estar aquí a las ocho y media?, y el doctor Alcibíades miró el reloj de la pared: sólo eran ocho y media, don Cayo. El se alejaba ya. Entró a su oficina, se quitó el saco, se aflojó la corbata. La correspondencia estaba sobre el secante: partes policiales a la izquierda, telegramas y comunicados en el centro, a la derecha cartas y solicitudes. Acercó la papelera con el pie, comenzó con los partes. Leía, anotaba, separaba, rompía. Terminaba de revisar la correspondencia cuando sonó el teléfono: el general Espina, don Cayo ¿está usted? Sí, sí estaba, doctorcito, pásemelo.

EL señor de cabellos blancos le sonrió amistosamente y le ofreció una silla: así que el joven Zavala, claro que Clodomiro le había hablado. En sus ojos había un brillo cómplice, en sus manos algo bondadoso y untuoso; su escritorio era inmaculadamente limpio.

Si, Clodomiro y él eran amigos desde el colegio; en cambio a su papá, ¿Fermín, no?, no lo había conocido, era mucho más joven que nosotros, y de nuevo sonrió: ¿así que había tenido problemas en su casa? Sí, Clodomiro le había contado. Bueno, era la época, los jóvenes querían ser independientes.

– Por eso necesito trabajar -dijo Santiago-. Mi tío Clodomiro pensó que usted, tal vez.

– Ha tenido suerte -asintió el señor Vallejo-. Justamente andamos buscando un refuerzo para la sección locales.

– No tengo experiencia, pero haré todo lo posible por aprender pronto -dijo Santiago-. He pensado que si trabajo en “La Crónica" tal vez podría seguir asistiendo a las clases de Derecho.

– Desde que estoy aquí no he visto a muchos periodistas que sigan estudiando -dijo el señor Vallejo-. Tengo que advertirle algo, por si no lo sabe. El periodismo es la profesión peor pagada. La que da más amarguras, también.

– Siempre me gustó, señor -dijo Santiago-. Siempre pensé es la que está más en contacto con la vida.

– Bien, bien -el señor Vallejo se pasó la mano por la nevada cabeza, asintió con ojos benévolos-. Ya sé que no ha trabajado en un diario hasta ahora, veremos qué resulta. En fin, Quisiera hacerme una idea de sus disposiciones. -Se puso muy grave, engoló algo la voz-. Un incendio en la Casa Wiese. Dos muertos, cinco millones de pérdidas, los bomberos trabajaron toda la noche para apagar el siniestro. La policía investiga si se trata de accidente o de acto criminal. No más de un par de carillas. En la redacción hay muchas máquinas, escoja cualquiera.

Santiago asintió. Se puso de pie, pasó a la redacción y cuando se sentó en el primer escritorio las manos le comenzaron a sudar. Menos mal que no había nadie. La Remington que tenía delante le pareció un pequeño ataúd, Carlitos. Era eso mismo, Zavalita.

JUNTO al cuarto de la señora estaba el escritorio: tres silloncitos, una lámpara, un estante. Ahí se encerraba el señor en sus visitas a la casita de San Miguel, y si estaba con alguien no se podía hacer ruido, hasta la señora Hortensia se bajaba a la sala, apagaba la radio y si la llamaban por teléfono se hacía negar. Qué mal carácter tendría el señor cuando hacían tanto teatro, se asustó Amalia la primera vez. ¿Para qué tenía tres sirvientas la señora si el señor venía tan de cuando en cuando? La negra Símula era gorda, canosa, callada y le cayó muy mal. En cambio con su hija Carlota, larguirucha, sin senos, pelo pasa, simpatiquísima, ahí mismo se hicieron amigas. No tiene tres porque necesite, le dijo Carlota, sino para gastar en algo la plata que le da el señor. ¿Era muy rico? Carlota abrió los ojazos: riquísimo, estaba en el gobierno, era Ministro. Por eso cuando don Cayo venía a dormir aparecían dos policías en la esquina, y el chofer y el otro del carro se quedaban esperándolo toda la noche en la puerta. ¿Cómo podía una mujer tan joven y tan bonita estar con un hombre que le llegaba a la oreja cuando ella se ponía tacos? Podía ser su padre y era feo y ni siquiera se vestía bien. ¿Tú crees que la señora lo quiere, Carlota? Qué lo iba a querer, querría su plata. Debía tener mucha para ponerle una casa así y haberle comprado esa cantidad de ropa y joyas y zapatos. ¿Cómo, siendo tan guapa, no se había conseguido alguien que se casara con ella?