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– Las mujeres son formidables -dijo Carlitos-. Rumberas, comunistas, burguesas, cholas, todas tienen algo que no tenemos nosotros. ¿No sería mejor ser marica, Zavalita? Entenderse con algo que conoces, y no con esos animales extraños.

– Llámenlo a Jacobo, entonces, se acabó el circo -dijo Washington-. Volvamos a las cosas serias.

Santiago giró: la puerta abierta, la cara atolondrada de Jacobo irrumpiendo en la habitación.

– Hay tres patrulleros en la puerta -susurró, había cogido a Santiago del brazo-. Muchos soplones, un oficial.

– Cierren esa puerta, carajo -dijo la voz de pajarito.

Todos se habían parado de golpe, Jacobo había cerrado la puerta y la sujetaba con su cuerpo.

– Sujétala -dijo Washington, mirando a todos, atropellándose-. Los papeles, las cartas. Sujeten la puerta, no tiene llave.

Héctor, Solórzano y Llaque vinieron a ayudar a Jacobo y a Santiago que contenían la puerta, y todos se rebuscaban los bolsillos. Inclinado sobre el velador, Washington rompía papeles y los metía en una bacinica. Aída le iba pasando las libretas, las hojas sueltas que le entregaban los otros, iba y venía corriendo en puntas de pie de la puerta a la cama. La bacinica ya estaba ardiendo. Afuera no se oía ningún ruido; todos tenían las orejas aplastadas contra la puerta. Llaque se separó de ellos, apagó la luz, y en la oscuridad Santiago sintió la voz de Solórzano: ¿no sería falsa alarma? La llamita de la bacinica crecía y decrecía, a intervalos idénticos Santiago veía aparecer la cara de Washington soplando. Alguien tosió y la voz de pajarito murmuró silencio, y comenzaron a toser dos a la vez.

– Mucho humo -susurró Héctor-. Hay que abrir esa ventana.

Una silueta se apartó de la puerta y se empinó hacia el tragaluz pero su mano sólo tocaba el borde.

Washington lo tomó de la cintura, lo izó, y al abrirse el tragaluz entró una bocanada de aire fresco al cuarto.

La llamita se había apagado, y ahora Aída le alcanzaba la bacinica a Jacobo, que, izado de nuevo por Washington, sacaba la bacinica por el tragaluz. Washington encendió la luz: caras crispadas. ojos hundidos, bocas resecas. Con gestos, Llaque indicó que se apartaran de la puerta, que se sentaran. tenía el rostro ajado, se le veían los dientes, en un instante se había avejentado.

– Hay mucho humo todavía -dijo Llaque-. Fumen, fumen.

– Falsa alarma -murmuró Solórzano-. No se oye nada.

Santiago y Héctor repartieron cigarrillos, hasta Aída que no fumaba encendió uno. Washington se había instalado junto a la puerta y espiaba por el hueco de la cerradura.

– ¿No saben que hay que traer siempre libros de estudio? -dijo Llaque; su manita accionaba, histérica-. Nos reunimos para conversar de problemas universitarios. No somos políticos, no hacemos política. Cahuide no existe, la Fracción no existe. No saben nada de nada.

– Ahí suben -dijo Washington, y se apartó de la puerta.

Se oyó un murmullo, un silencio, de nuevo el murmullo, y dos golpecitos en la puerta.

– Lo buscan, señor -dijo una voz carrasposa-. Es urgente, dicen.

Aída y Jacobo estaban juntos, piensa, él la tenía del hombro. Washington dio un paso hacia la puerta pero ésta se abrió antes y un bólido se lo llevó de encuentro: una figura tropezando, trastabillando, otras figuras saltando, gritando, revólveres que los apuntaban, alguien decía lisuras, alguien jadeaba.

– Qué desean -dijo Washington-. Por qué entran así a…

– El que esté armado tire el arma al suelo, -dijo un hombre bajito, de sombrero y corbata azul-. manos arriba. Regístrenlos.

– Somos estudiantes -dijo Washington-. Estamos…

Pero un guardia lo empujó y se calló. Los palmotearon de pies a cabeza, los hicieron salir en fila, con las manos en alto. En la calle había dos guardias con metralletas y un grupo de mirones. Los dividieron, a Santiago lo empujaron a un patrullero junto con Héctor y Solórzano. Estaban muy apretados en el asiento, olía a sobaco, el que manejaba estaba hablando por un pequeño micrófono. El auto arrancó: el Puente de Piedra, Tacna, Wilson, la avenida España. Paró ante las rejas de la Prefectura, un soplón cuchicheó con los centinelas, y les ordenaron bajar. Un corredor con puertecitas abiertas, escritorios, policías y tipos de civil, en mangas de camisa, una escalera, otro corredor que parecía baldeado, una puerta que se abría, entren ahí, se cerraba y el ruidito de la llave. Un cuarto pequeño, que parecía una antesala de notario, con una sola banca apoyada contra la pared. Estuvieron callados, observando las paredes cuarteadas, el suelo brilloso, el foco de luz fluorescente.

– Las diez -dijo Santiago-. La Federación debe estar reuniéndose.

– Si todos los otros delegados no están también aquí -dijo Héctor.

¿Saldría mañana la noticia, se enteraría el viejo por los periódicos? Imaginabas la noche desvelada de la casa, Zavalita, el llanto de la mamá, el revoloteo y las carreras al teléfono y las visitas y los chismes de la Teté en el barrio y los comentarios del Chispas. Sí, esa noche la casa se había vuelto un loquerío, niño, dice Ambrosio. Y Carlitos: te sentirías un Lenin. Y de repente un mestizo retaco tomaba impulso y pateaba: sobre todo miedoso, Carlitos. Sacó cigarrillos, alcanzó para los tres. Fumaron sin hablar, chupando y botando el humo al mismo tiempo. Habían pisoteado los puchos cuando escucharon el ruidito de la llave:

– ¿Quién es Santiago Zavala? -dijo desde la puerta una cara nueva. Santiago se paró-. Está bien, siéntese nomás.

La cara se hundió, el ruidito otra vez.

– Quiere decir que estás fichado -susurró Héctor.

– Quiere decir que te van a soltar primero -susurró Solórzano-. Vuela a la Federación. Que hagan bulla. Por Llaque y por Washington, ellos son los más jodidos.

– ¿Estás loco? -dijo Santiago-. ¿Por qué me van a soltar primero?

– Por tu familia -dijo Solórzano, con una risita-. Que protesten, que hagan bulla.

– Mi familia no va a mover un dedo -dijo Santiago-. Más bien, cuando sepan que ando metido en esto…

– No andas metido en nada -dijo Héctor-. No te olvides de eso.

– Tal vez ahora, con esta redada, las otras universidades hagan algo -dijo Solórzano.

Se habían sentado en la banca, hablaban mirando la pared del frente o el techo. Héctor se paró, comenzó a andar de un extremo a otro, dijo que se le habían dormido las piernas. Solórzano se subió las solapas y metió las manos a los bolsillos: ¿friecito, no?

– También traerían aquí a Aída? -dijo Santiago.

– Se la llevarían a Chorrillos, a la cárcel de mujeres -dijo Solórzano-. Nuevecita, con cuartos individuales.

– Perdimos tontamente el tiempo con esa historia de los novios -dijo Héctor-. Es para reírse.

– Para llorar -dijo Solórzano-. Para mandarlos a los dos a hacer radioteatros, a trabajar en películas mexicanas. Que te encierro, que me suicido, que lo boten de la Fracción, que ya no lo boten. Para bajarles los calzones y darles azotes a esos niñitos burgueses, carajo.

– Yo creía que se llevaban bien -dijo Héctor-. ¿Tú sabías que se peleaban?

– No sabía nada -dijo Santiago-. Los veía poco últimamente.

– Mi mujer se pelea y la huelga y el partido se van al diablo, yo me suicido -dijo Solórzano-. A hacer radioteatros, carajo.

– Los camaradas también tienen su corazoncito -sonrió Héctor.

– A lo mejor lo hicieron hablar a Martínez -dijo Santiago-. A lo mejor le pegaron y…

– Trata de disimular que tienes miedo -dijo Solórzano-. Porque es peor.

– Miedo tendrás tú -dijo Santiago.

– Claro que sí -dijo Solórzano-. Pero no lo demuestro poniéndome pálido.

– Porque aunque te pongas no se te nota -dijo Santiago.

– Las ventajas de ser cholo -se rió Solórzano- No te calientes, hombre.

Héctor sé sentó; tenía un cigarrillo y lo fumaron entre los tres, una pitada cada uno.

– Cómo sabían mi nombre -dijo Santiago-. A qué vendría ese tipo.