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– Un cincuentón, niño -dice Ambrosio-. Se andaba sacando cosas de los dientes todo el tiempo.

Don Hilario lo había recibido en su vetusta oficinita mosqueada de la plaza de Armas, sin decirle siquiera tome asiento. Lo había dejado esperando de pie mientras leía la carta de Ludovico que Ambrosio le había alcanzado, y sólo al terminar de leer le había señalado una silla, sin simpatía, con resignación. Lo había observado de arriba abajo y por fin se había dignado abrir la boca: ¿cómo iba ese desdichado de Ludovico?

– Ahora muy bien, don -había dicho Ambrosio-. Después de soñar tantos años con que lo asimilaran, al fin lo metieron al escalafón. Ha ido ascendiendo y ahora está de subjefe de la división de Homicidios.

Pero a don Hilario no había parecido entusiasmarle lo más mínimo la buena noticia, Amalia. Había encogido los hombros, se había escarbado un diente negro con la uña del dedo meñique, que tenía larguísima, escupido y murmurado quién lo entiende. Porque Ludovico, aunque fuera su sobrino, había nacido bruto y fracasado.

– Y un padrillo, niño -dice Ambrosio-. Tres casas en Pucallpa, con mujer propia y una nube de hijos en las tres.

– Bueno, dígame qué se le ofrece -había murmurado por fin don Hilario-. ¿Qué ha venido a hacer por Pucallpa?

– A trabajar, como se lo cuenta Ludovico en la carta -había dicho Ambrosio.

Don Hilario se había reído con unos cocorocós de papagayo, estremeciéndose todito.

– ¿Se ha vuelto loco? -había dicho, escarbándose el diente con furia-. Éste es el peor sitio del mundo para venirse a trabajar. ¿No ha visto esos tipos yendo y viniendo con las manos en los bolsillos por las calles? Aquí el ochenta por ciento de la gente vaga, no hay trabajo. A menos que quiera irse a tirar lampa a alguna chacra o a emplearse como peón de los militares que construyen la carretera. Pero ni eso es fácil y ésos son trabajos de hambre. Aquí no hay porvenir.

Regrese a Lima volando.

Ambrosio había tenido ganas de mandarlo al carajo, Amalia, pero se había aguantado, sonreído amablemente y ahí fue que lo había fregado: ¿le aceptaba una cervecita en cualquier sitio, don? Hacía calor, por qué no conversaban refrescándose, don. Lo había dejado asombrado con esa invitación, Amalia, se había dado cuenta que Ambrosio no era lo que él pensaba. Habían ido a la calle Comercio, ocupado una mesita de “El gallo de oro”, pedido dos cervezas bien heladas.

– No vengo a pedirle trabajo, don -había dicho Ambrosio, después del primer trago-. Sino a proponerle un negocito.

Don Hilario había bebido despacio, mirándolo con atención. Había puesto el vaso en la mesa, se había rascado el pescuezo de surcos grasosos, escupido a la calle, observado cómo la tierra sedienta se tragaba la saliva.

– Ajá -había dicho despacio, asintiendo, y como hablando a la aureola de moscas zumbantes-. Pero para hacer negocitos se necesita capital, mi amigo.

– Ya lo sé, don -había dicho Ambrosio-. Tengo unos solcitos ahorrados. Yo quería ver si usted me ayudaba a invertirlos bien. Ludovico me dijo mi tío Hilario es un zorro para los negocios.

– Ahí lo fregaste otra vez -había dicho Amalia riéndose.

– Se volvió otra persona -había dicho Ambrosio-. Empezó a tratarme como ser humano.

– Ah, ese Ludovico -había carraspeado don Hilario, con un aire de pronto bonachón-. Le dijo la pura verdad. Unos nacen dotados para aviadores, otros para cantantes. Yo nací para los negocios.

Había sonreído a Ambrosio con picardía: bien hecho que viniera a verlo, él lo pilotearía. Ya encontrarían algo que les hiciera ganar unos solcitos. E intempestivamente: vámonos a un chifita, ya comenzaba a hacer hambre ¿no? De repente hecho una seda, ¿ves cómo era la gente, Amalia?

– Vivía en las tres al mismo tiempo y había que estar correteando de una casa a otra -dice Ambrosio-. Y después descubrí que también en Tingo María tenía mujer e hijos, figúrese niño.

– Pero hasta ahora no me has dicho cuánto tienes ahorrado -se había atrevido a preguntar Amalia.

– Veinte mil soles -había dicho don Fermín-. Sí, tuyos, para ti. Te ayudará a empezar de nuevo, a desaparecer, pobre infeliz. Nada de llantos, Ambrosio. Anda vete. Que Dios te bendiga, Ambrosio.

– Me dio una comilona y nos tomamos media docena de cervezas -había dicho Ambrosio-. Él pagó todo, Amalia.

– Para los negocios, lo primero es saber con qué se cuenta- había dicho don Hilario-. Como en la guerra. Hay que saber cuáles son las fuerzas que se va a lanzar al ataque.

– Mis fuerzas por ahora son quince mil soles -había dicho Ambrosio-. En Lima tengo algo más, y si el negocio me conviene, puedo traer esa plata más tarde.

– No es gran cosa -había reflexionado don Hilario dos dedos afanosos dentro de la boca-. Pero algo se hará.

– Con tanta familia no me extraña que fuese ladrón -dice Santiago.

A Ambrosio le hubiera gustado algo relacionado con la “Compañía de Transportes Morales” don, porque él había sido chofer, ése era su ramo. Don Hilario había sonreído, Amalia, alentándolo. Le había explicado que la Compañía había nacido hacía cinco años, con dos camionetas, y que ahora tenía dos camioncitos y tres camionetitas, los primeros para carga y las segundas de pasajeros, que hacían el servicio Tingo María-Pucallpa. Trabajito duro, Ambrosio: la carretera, una mugre, destrozaba llantas y motores. Pero, ya veía, él había sacado la empresa adelante.

– Yo pensaba en un camioncito viejo -había dicho Ambrosio-. Tengo para la cuota inicial. Lo demás se iría pagando con el trabajo.

– Eso descartado, porque sería hacerme la competencia -se había reído don Hilario, con unos cocorocós cariñosos.

– No quedamos en nada todavía -había dicho Ambrosio-. Dijo que habíamos hecho los contactos. Conversaremos mañana de nuevo.

Se habían visto al día siguiente, al subsiguiente y al otro, y cada vez había vuelto Ambrosio a la cabaña achispado y con tufo de cerveza asegurando ¡este don Hilario resultó un jarro temible! A la semana habían llegado a un acuerdo, Amalia: Ambrosio manejaría una de las camionetitas de “Transportes Morales” con un sueldo base de quinientos más el diez por ciento de los pasajes, y entraría como socio de don Hilario en un negocito que era una fija. Y Amalia, al verlo que vacilaba ¿cuál negocito?

– "Ataúdes Limbo" -había dicho Ambrosio, un poco chupado-. La compramos por treinta mil, don Hilario dice que ese traspaso es un regalo. No voy a tener ni siquiera que ver a los muertos, él va a administrar la funeraria y me dará mi ganancia cada seis meses. ¿Por qué pones esa cara, qué tiene de malo?

– No tendrá nada de malo, pero me da no sé qué -había dicho Amalia-. Sobre todo porque son muertos niñitos.

– También haremos cajones para viejos -había dicho Ambrosio-. Don Hilario dice que es lo más seguro porque la gente se muere siempre. Vamos a medias en las ganancias. Él se encarga de la administración y no va cobrar nada por eso. Qué más quiero ¿no es cierto?

– O sea que ahora vas a estar viajando a Tingo María todo el tiempo -había dicho Amalia.

– Sí, y no podré controlar el negocio -había respondido Ambrosio-. Tienes que estar con los ojos bien abiertos, contar todos los cajones que salgan. Para eso la tienes ahí, tan cerca. Puedes vigilar sin salir de la casa.

– Está bien -había repetido Amalia-. Pero me da no sé qué.

– Total, que durante meses me las pasé arrancando, frenando y acelerando -dice Ambrosio-. Manejaba la carcocha más vieja del mundo, niño. Se llamaba "El Rayo de la Montaña".