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De repente, sin embargo, un ruido rompe la paz del río. El ruido se despeña por el terraplén abajo, envuelto en una gran nube de polvo, y tras ésta aparecen dos motoristas enfundados de arriba abajo en sendos trajes de cuero negro. Los motoristas -gafas de sol, patillas de hacha, botas de caña y pañuelos de pirata en la cabeza- irrumpen con sus motos en la orilla, casi en el agua, y, tras acelerarlas a fondo dos o tres veces (por si acaso alguien aún no se había fijado en ellos), las abandonan bajo los árboles y atraviesan el río por una tabla que hace las veces de pasarela, ante la curiosidad de las cocodrilas, que han despertado de su letargo y se incorporan para mirarlos, cosa que ni siquiera han hecho aún con el viajero. Aunque ya está acostumbrado a esos desprecios, sobre todo en el verano, que es cuando un hombre de verdad da la medida, en bañador y a pelo, el viajero no puede menos que sentir un odio sordo hacia aquéllos. Por la discriminación y por interrumpirle el sueño. El viajero, mirando las cocodrilas, se había quedado traspuesto.

Los motoristas, que resultan ser amigos de los dueños de la hamaca, para mayor oprobio, acampan justo a su lado. Lo hacen con gran escándalo, sabedores del impacto que su llegada ha causado entre los bañistas y de que todos están ahora pendientes de ellos. Sobre todo, las cocodrilas, que parecen muy contentas y animadas de repente (alguna, incluso, ha vuelto a tirarse al agua y chapotea dando grititos junto al viajero). Al final, desesperado -y, aunque no lo reconozca, humillado en lo más hondo de su orgullo-, éste recoge sus cosas (la fruta que le sobró)y se va en busca del coche antes de que sea tarde. Con el revuelo que se ha formado con su llegada, el viajero no quiere ni imaginarlo que pasará en el río cuando los motoristas se queden en bañador.

Clotilde Graça, sacristana de Vinhais

Hasta Vinhais, el paisaje siguió siendo igual de pobre que entre Bragança y el Tuela. Robles, chaparros y escobas y algún olivo junto a los pueblos. Tan sólo uno, y pequeño, en la carretera: Vilaverde; los demás, desperdigados por los montes o adivinados apenas tras las leyendas de los carteles. Así que llegar a Vinhais fue como hacerlo a- otro oasis para el viajero.

Vinhais es pueblo grande y con historia, aunque no tanta como Bragança. Echado en una loma frente al Tuela, cuyo curso tortuoso domina desde lejos, tiene un castillo y un par de iglesias -la de Sâo Facundo y la de Santo Antonio-, aparte de un convento -e1 de Sâo Francisco-, y conserva todavía algunos restos de la muralla que le mandara hacer Don Dinis, el rey que fortificó todo Trás-os-Montes y el único al que los portugueses llaman así, sin el número, con una extraña mezcla de familiaridad y de respeto. Fue, sin embargo, el abuelo de éste, Sancho II, el que, según los libros, fundó Vinhais allá por el siglo XIII.

Pero el viajero, ahora, no tiene muchas ganas de historias. El viajero lleva ya mucho rato conduciendo y, con los 34 grados que hay ahora en los termómetros, lo único en lo que piensa es en aparcar el coche y en tomar una cerveza en el primer bar que encuentre. Bares en Vinhais hay muchos, pero aparcamientos pocos, entre otras cosas porque la calle principal del pueblo es la propia carretera de Bragança, que se estrecha al adentrarse entre sus casas para poder dejarles sitio a las aceras. Al final, tras muchas vueltas, el viajero encuentra uno, seguramente prohibido (está justo en una esquina), y regresa caminando hasta la plaza que vio al entrar en el pueblo. Es una plaza moderna (aunque Vinhais tiene mucha historia, su caserío es bastante nuevo), con un jardín en el centro y atestada de cafés desde cuyas terrazas y soportales cientos de hombres miran pasar los coches mientras escuchan la música que suena a todo volumen en los altavoces del ayuntamiento. A simple vista, parece que en Vinhais todos están ociosos.

En el café Leão, por ejemplo, un local amplio y oscuro en el que el viajero entra para tomar su cerveza, docenas de parroquianos están jugando a las cartas ajenos a la música y al ruido que suena fuera. Ruido hacen ellos también bastante cantando cada jugada y golpeando las mesas. El viajero aguanta un rato -hasta que se repone de los 34 grados-, pero al final sale del café y se va en busca de paz hacia la iglesia que está enfrente de la plaza, en la parte alta del pueblo, y que imagina estará más tranquila que los alrededores de la carretera.

En efecto. Aunque la música se sigue oyendo, en cuanto el viajero se alejó de aquélla -y, por extensión, de la carretera-, deja atrás el bullicio de Vinhais y se sumerge de golpe en un mundo de callejas en las que el tiempo se ha detenido hace varios siglos y en las que sólo los perros y algún coche despistado interrumpen con su paso el silencio de la siesta. Hay casas muy bien cuidadas, como la del abogado don José de Freitas, y otras cuajadas de flores, algunas hasta parecer palacios si no fuera por lo humilde de sus piedras. Ante una de ellas, la más florida, están jugando dos niños con un perro tan pequeño que parece sacado de un cuento

de Gulliver.

– ¿Cómo te llamas tú?

– Tiago.

– ¿Y tú?

– Pedro.

– ¿Y el perro?

El perro no tiene nombre o, por lo menos, los niños no lo saben o no quieren decírselo al viajero. El perro mira al viajero con miedo y se esconde acobardado tras los niños. Sabe que están hablando de él.

Tiago y Pedro, en cambio, no le tienen ningún miedo. Al revés: dejan sus juegos y le acompañan hasta la iglesia por la pequeña calleja que bordea la muralla (los trozos que aún sobreviven) y desde la que se domina todo Vinhais y los bancales de vides que bajan hacia el Tuela. La iglesia, de granito, está encalada, como la mayoría de las iglesias de Tras-os-Montes, y tiene una gran torre con campanas y un pelourinho a la puerta. Aunque la gravedad de la picota y del granito se vea hoy atenuada por los cientos de bombillas de colores que recorren la fachada Y el tejado de la iglesia y que se encenderán esta noche para iluminar la fiesta.

– ¿Que fiesta?

– La de la padroeira -le dicen muy contentos al viajero sus amigos Tiago y Pedro.

Los niños, en su papel de guías improvisados, y el perro, que al parecer le ha perdido el miedo, le acompañan serviciales hasta el interior del templo. La puerta está

abierta de par en par y se oyen voces cercanas, pero no se ve a nadie dentro. Sólo los santos, que contemplan Impasibles su llegada y ni siquiera se inmutan por ver a un perro en la iglesia.

Tampoco se sorprenden las mujeres que, tras recorrerla entera, el viajero encuentra al fin en la sacristía y que son las propietarias de las voces que venía oyendo desde que cruzó la puerta. Son tres, y están barriendo la iglesia y preparando las flores que adornarán el altar en la misa que se celebrará mañana en honor de la padroeira. La Virgen de la Asunción, según le explican a coro las tres mujeres.

Una de ellas, la más vieja, en seguida se ofrece para enseñarle la iglesia. Se llama Clotilde Graça y es la sacristana de ésta, aunque, como ya tiene muchos años, está adiestrando a una sustituta, que es la mayor de sus compañeras. Clotilde, pese a todo, conoce bien su iglesia:

– Éste es San Sebastián… Ésta la Crucifixión… Ésta, la virgen… Éste de las barbas, Judas… -le va diciendo al viajero, mostrándole las imágenes, mientras recorren el templo.

– ¿Judas? -dice el viajero, extrañado.

– Judas Tadeo. El bueno -precisa ella.

– ¡Ah! Pensé que era el Iscariote -dice el viajero riendo.

La mujer se ríe también (con sus dos únicos dientes) y sigue nombrando santos mientras recorren la iglesia. Anda por ella como si fuera su casa. Se le nota que está orgullosa de ella.

– ¿Y le pagan por cuidarla? -le pregunta el viajero, más pragmático.