Anticipándose a Susana, los niños responden que sí y se apresuran a mostrarle al vagabundo algunas cajas de lápices. Vargas las examina como dormido y pregunta si tienen plumillas, y uno de los chicos dice de qué clase: ¿para letra normal o para redondilla?, añadiendo, como si quisiera aclararle las dudas al cliente: es más bonita la redondilla, señor, sobre todo para escribir artísticas Felicitaciones de Navidad y Año Nuevo.
Vargas no contesta, su mano tantea la mesa buscando apoyo. Susana ha bajado del taburete y se acuclilla junto a su hija, como si quisiera jugar con ella o protegerla.
Pero el vagabundo no hace nada. Parece no saber muy bien lo que quiere.
Ahora examina una regla negra lacada, se golpea con ella la palma de la mano, fuerte, hasta hacerse daño.
Jugando, la niña empuja el tranvía que rueda hasta chocar contra el tobillo de Vargas, el cual da un respingo y se revuelve como un felino, la mano en la cadera.
Al encaminarse hacia el despacho del jefe de negociado la señorita Carmela es consciente del vuelo airoso de su falda acampanada. Recorre animosa y diligente un pasillo interior del Banco, una franja de penumbra azul por donde hace muchos años corría precisamente la fila tercera de butacas, cuando, de pronto, su sensible naricilla percibe un hedor corrupto, una insoportable vaharada de huevos podridos.
Se para y oye risas de niños.
Aquí, en este punto del pasillo, donde ella se ha parado tapándose la nariz, Juanito Marés arrojó hace cuarenta años una bomba fétida en protesta porque, debido a un fallo en la cabina de proyección, la película se había parado congelando a Ginger Rogers y a Fred Astaire en elegantes estatuas: él con las negras alas del frac volando abiertas y un pie adelantado como si pisara una moneda para ocultársela a Ginger; ella con el vuelo de su falda y el de su corta melena rubia detenidos en el aire, los desnudos hombros encogidos, la cadera un poco arqueada. La imagen parpadeó un instante y se apagó.
La señorita Carmela huye del mal olor y en el pasillo quedan vibrando algunas notas del Continental y la luz de la linterna del furioso acomodador persiguiendo todavía por entre las butacas al malvado niño-fétido.
Corte a taberna del barrio atmósfera espesa olor a azufre y a vinazo sobre el manchado mostrador de zinc abollado parpadea el reflejo de turbios neones del otro lado de la calle encharcada mientras la radio emite un bolero pastoso entrechocar de bolas de billar y palabras herrumbrosas de borracho al fondo del local.
(La escena merece una iluminación brillante, de convencional sordidez y al mismo tiempo vivificante resplandor, con balanceos sensuales de la cámara y una ternura artificiosa y felina y descaradamente vulgar de barrio canalla apoyada en diálogos enfáticos y coloristas. Que sí, peliculero insulso. Hazme caso siquiera una vez.)
Junto al mostrador, un perro viejo perdiguero y tres muchachos de unos dieciocho-veinte años con camisa azul-falangista escuchan atentamente a un hombre grueso canoso pelo de cepillo, luego salen los tres Flechas a la calle (sin el perro) alzando las barbillas belicosas y el perfil altanero, una jeta dura y unos andares suaves, algo entre matones de barrio y atildados petimetres del Liceo Francés.
La intrépida y madura puta Purita (que no trabaja aquí en el por supuesto) está sentada recostada contra la pared leprosa de la taberna comiendo pan negro que moja en una lata de sardinas, y llama cariñosamente al perro, y le tira un trozo de pan y lo acaricia, y luego mira con desprecio retorcido en su boca aceitosa y brillante de carmín corrido al tabernero de pelo de cepillo y mandil azul.
PURITA: «Eres un miserable, Fermín. ¿Qué te ha hecho
esa pobre chica? ¿Por qué la has tomado con
ella?»
FERMÍN: «Come y calla, furcia.»
PURITA: «Flecha cabrón. ¿Qué es lo que te hizo su
marido, para que lo denunciaras?»
FERMÍN: «Yo no denuncié a nadie. Pero esta papelería
era un nido de rojos separatistas, y lo sigue
siendo.»
PURITA: «Sé lo que estás tramando, maricón de los
Luceros, facha.»
FERMÍN: «Esta papelería debe ser cerrada, y precintada,
la viuda vende libros catalanes.»
PURITA: «¡Tú andas tras ese local hace tiempo! ¡Quieres
reventarle el negocio a Susanita, asustarla con
tus niñatos escuadristas para que se vaya de
aquí! Eres una mala persona, Fermín. Cruzado
de mierda, chorizo del Imperio, mamón de la
Vieja Guardia.»
FERMÍN: «Cállate, meuca, más te vale. Sabemos lo que
eres.»
Y diciendo esto el tabernero suelta una patada al perro metido entre sus piernas, y el animal escapa aullando y se esconde debajo de una mesa.
– Es dudoso que el hombre sea el mejor amigo del perro -dijo el guionista con aire pensativo.
– ¿Quién habla así? -inquirió incrédulo el director-. ¿Purita?
– No, pobre chica.
– La frasecita se las trae. Scott Fitzgerald fue desterrado de Hollywood por mucho menos que eso.
– Debería decirla el propio perro, claro está, pero tú no te atreverías a hacer hablar a un perro. Además, no sabes dirigir a los perros.
– Tú nunca has creído en mi trabajo, ¿verdad que no?
– No se me paga para eso.
– Si no crees en mi trabajo, ¿por qué has aceptado escribir esta película?
– Lo hago por estar cerca de las estrellas.
El director lo miró severamente y dijo: -Entonces no hables de mí a la ligera. He leído tus declaraciones a la prensa y me han molestado bastante.
– ¿Hablar yo de ti a la ligera? ¿A qué te refieres?
– Me ha parecido que ponías en duda mi competencia como director de cine.
El escritor a sueldo sonrió ampliamente, saboreando por anticipado la respuesta que iba a dar. En este momento le habría gustado tener dientes como fichas de dominó/Fernandel.
– Te equivocas -dijo-. Jamás he tenido la menor duda sobre eso: tú eres el más incompetente de cuantos he conocido.
Corte a los tres jóvenes Flechas avanzando en línea por la calle oscura inflamados de espíritu nacionalsindicalista y con expresión de soplagaitas abanderados, uno de ellos recitando en alta voz engolada:
FLECHA 1.°: «¿Dónde estará aquella novia que en los
senos ocultaba mi pistola de
escuadrista…?»
Corte a papelería-librería donde Vargas, rodeado de chavales que le miran fascinados sin pestañear, empuja suavemente y ya relajado el tranvía de hojalata con el pie, devolviéndolo a la pequeña Neus.
La niña sonríe confiada al desconocido y después a su madre.
Vargas de pronto muy cansado busca con los ojos dónde sentarse y lo hace en la escalera de madera del altillo al fondo del local, en los primeros peldaños. ¿Permite que descanse aquí cinco minutos, señora?, pregunta con los ojos y sonríe: En realidad no puedo comprarle nada, señora, no tengo ni un céntimo.
SUSANA: «¿Se encuentra mal?»
VARGAS: «No, no. ¿Podría darme un vaso de agua…?»
SUSANA: «¿Quiere un vaso de leche?»
Vargas sonríe agradecido, mientras hace esfuerzos por quitarse las botas destrozadas y enfangadas. El enjambre de niños pandilleros se precipita para ayudarle, inútilmente: el cuero de las botas parece estar pegado a la piel. Susana se dispone a subir al altillo cuando suena violentamente la campanilla de la puerta. Los tres falangistas irrumpen en la papelería.
– Y bien, pluma consagrada -gruñó el director balanceándose sobre el abismo urbano con los dedos entrelazados sujetando su rodilla-. Me temo que no llegaremos a ninguna parte con todo eso.
– Como quieras.
– Una vulgar historia de perdedores en un arrabal enfangado. -En su balanceo insensato se fue hacia atrás un poco más de la cuenta, y su mano, como una centella, agarró el tallo del clavel-. La película parece un homenaje a los charnegos que aterrizan en Barcelona buscándose la vida… Estos claveles no huelen a nada.