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– Por un momento había pensado que eras mi tío -dijo-. Me tiene prohibido que toque a Mompou, porque dice que lo que hago con él es un sacrilegio.

El único Mompou que yo conocía era un cura macilento y de propensión flatulenta que nos daba clases de física y química, y la asociación de ideas se me apareció grotesca, cuando no improbable.

– Pues a mí me parece que tocas de maravilla -apunté.

– Qué va. Mi tío, que es un melómano de pro, hasta me ha puesto un maestro de música para enmendarme. Es un compositor joven que promete mucho. Se llama Adrián Neri y ha estudiado en París y en Viena. Tengo que presentártelo. Está componiendo una sinfonía que le va a estrenar la orquesta Ciudad de Barcelona, porque su tío está en la junta directiva. Es un genio.

– ¿El tío o el sobrino?

– No seas malicioso, Daniel. Seguro que Adrián te cae divinamente.

Como un piano de cola desde un séptimo piso, pensé.

– ¿Te apetece merendar algo? -ofreció Clara-. Bernarda hace unos bizcochos de canela que quitan el hipo.

Merendamos como la realeza, devorando cuanto la criada nos ponía a tiro. Yo ignoraba el protocolo de estas ocasiones y no sabía muy bien cómo proceder. Clara, que siempre parecía leer mis pensamientos, me sugirió que cuando quisiera podía leer La Sombra del Viento y que, ya puestos, podía empezar por el principio. De esta guisa, emulando aquellas voces de Radio Nacional que recitaban viñetas de corte patriótico poco después de la hora del ángelus con prosopopeya ejemplar, me lancé a revisitar el texto de la novela una vez más. Mi voz, un tanto envarada al principio, se fue relajando paulatinamente y pronto me olvidé de que estaba recitando para volver a sumergirme en la narración, descubriendo cadencias y giros en la prosa que fluían como motivos musicales, acertijos de timbre y pausa en los que no había reparado en mi primera lectura. Nuevos detalles, briznas de imágenes y espejismos despuntaron entre líneas, como el tramado de un edificio que se contempla desde diferentes ángulos. Leí por espacio de una hora, atravesando cinco capítulos hasta que sentí la voz seca y media docena de relojes de pared resonaron en todo el piso recordándome que ya se me estaba haciendo tarde. Cerré el libro y observé a Clara, que me sonreía serenamente.

– Me recuerda un poco a La casa roja -dijo-. Pero ésta parece una historia menos sombría.

– No te confíes -dije-. Es sólo el principio. Luego las cosas se complican.

– Tienes que irte ya, ¿verdad? -preguntó Clara.

– Me temo que sí. No es que quiera, pero…

– Si no tienes otra cosa que hacer, puedes volver mañana -sugirió Clara-. Pero no quiero abusar de…

– ¿A las seis? -ofrecí-. Lo digo porque así tendremos más tiempo.

Aquel encuentro en la sala de música del piso de la plaza Real fue el primero entre muchos más a lo largo de aquel verano de 1945 y de los años que siguieron. Pronto mis visitas al piso de los Barceló se hicieron casi diarias, menos los martes y jueves, días en que Clara tenía clase de música con el tal Adrián Neri. Pasaba horas allí y con el tiempo me aprendí de memoria cada sala, cada corredor y cada planta del bosque de don Gustavo. La Sombra del Viento nos duró un par de semanas, pero no nos costó trabajo encontrar sucesores con que llenar nuestras horas de lectura. Barceló disponía de una fabulosa biblioteca y, a falta de más títulos de Julián Carax, nos paseamos por docenas de clásicos menores y de frivolidades mayores. Algunas tardes apenas leíamos, y nos dedicábamos sólo a conversar o incluso a salir a dar un paseo por la plaza o a caminar hasta la catedral. A Clara le encantaba sentarse a escuchar los murmullos de la gente en el claustro y adivinar el eco de los pasos en los callejones de piedra. Me pedía que le describiese las fachadas, las gentes, los coches, las tiendas, las farolas y los escaparates a nuestro paso. A menudo, me tomaba del brazo y yo la guiaba por nuestra Barcelona particular, una que sólo ella y yo podíamos ver. Siempre acabábamos en una granja de la calle Petritxol, compartiendo un plato de nata o un suizo con melindros. A veces la gente nos miraba de refilón, y más de un camarero listillo se refería a ella como «tu hermana mayor», pero yo hacía caso omiso de burlas e insinuaciones. Otras veces, no sé si por malicia o por morbosidad, Clara me hacía confidencias extravagantes que yo no sabía bien cómo encajar. Uno de sus temas favoritos era el de un extraño, un individuo que se le acercaba a veces cuando ella estaba a solas en la calle, y le hablaba con voz quebrada. El misterioso individuo, que nunca mencionaba su nombre, le hacía preguntas sobre don Gustavo, e incluso sobre mí. En una ocasión le había acariciado la garganta. A mí, estas historias me martirizaban sin piedad. En otra ocasión, Clara aseguró que le había rogado al supuesto extraño que la dejase leer su rostro con las manos. Él guardó silencio, lo que ella interpretó como un sí. Cuando alzó las manos hasta la cara del extraño, él la detuvo en seco, no sin antes darle oportunidad a Clara de palpar lo que le pareció cuero.

– Como si llevase una máscara de piel -decía.

– Eso te lo estás inventando, Clara.

Clara juraba y perjuraba que era cierto, y yo me rendía, atormentado por la imagen de aquel desconocido de dudosa existencia que se complacía en acariciar ese cuello de cisne, y a saber qué más, mientras a mí sólo me estaba permitido anhelarlo. Si me hubiese parado a pensarlo, hubiera comprendido que mi devoción por Clara no era más que una fuente de sufrimiento. Quizá por eso la adoraba más, por esa estupidez eterna de perseguir a los que nos hacen daño. A lo largo de aquel verano, yo sólo temía el día en que volviesen a empezar las clases y no dispusiera de todo el día para pasarlo con Clara.

La Bernarda, que ocultaba una naturaleza de madraza bajo su severo semblante, acabó por tomarme cariño a fuerza de tanto verme y, a su modo y manera, decidió adoptarme.

– Se conoce que este muchacho no tiene madre, fíjese usted -solía decirle a Barceló-. A mí es que me da una pena, pobrecillo.

La Bernarda había llegado a Barcelona poco después de la guerra, huyendo de la pobreza y de un padre que a las buenas le pegaba palizas y la trataba de tonta, fea y guarra, y a las malas la acorralaba en las porquerizas, borracho, para manosearla hasta que ella lloraba de terror y él la dejaba ir, por mojigata y estúpida, como su madre. Barceló se la había tropezado por casualidad cuando la

Bernarda trabajaba en un puesto de verduras del mercado del Borne y, siguiendo una intuición, le había ofrecido empleo a su servicio.

– Lo nuestro será como en Pigmalión -anunció-. Usted será mi Eliza y yo su profesor Higgins.

La Bernarda, cuyo apetito literario se saciaba con la Hoja Dominical, le miró de reojo.

– Oiga, que una será pobre e ignorante, pero muy decente.

Barceló no era exactamente George Bernard Shaw, pero aunque no había conseguido dotar a su pupila de la dicción y el duende de, don Manuel Azaña, sus esfuerzos habían acabado por refinar a la Bernarda y enseñarle maneras y hablares de doncella de provincias. Tenía veintiocho años, pero a mí siempre me pareció que arrastraba diez más, aunque sólo fuera en la mirada. Era muy de misa y devota de la virgen de Lourdes hasta el punto del delirio. Acudía a diario a la basílica de Santa María del Mar a oír el servicio de las ocho y se confesaba tres veces por semana como mínimo. Don Gustavo, que se declaraba agnóstico (lo cual la Bernarda sospechaba era una afección respiratoria, como el asma, pero de señoritos), opinaba que era matemáticamente imposible que la criada pecase lo suficiente como para mantener semejante ritmo de confesión.

– Si tú eres más buena que el pan, Bernarda -decía, indignado-. Esta gente que ve pecado en todas partes está enferma del alma y, si me apuras, de los intestinos. La condición básica del beato ibérico es el estreñimiento crónico.