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Harry inspiró tratando de recobrar el aliento.

– Estás equivocado, Lovejoy. Estábamos destinados a encontrarnos y ha sobrevenido la cita fatídica.

Lovejoy no respondió. Sus ojos se tornaron vidriosos y murió de la misma muerte que había infligido a tantas víctimas. Rodó sobre la plancha y cayó al mar.

Harry oyó que Augusta lo llamaba, pero no tuvo fuerzas para levantarse. Se quedó tendido, exhausto, y escuchó los pasos de su esposa que se aproximaban.

– ¡Harry!

Al sentir agua sobre la cara, abrió los ojos y sonrió; la vio empapada. Llevaba las faldas mojadas y el cabello pegado a la cabeza. El amor y la angustia ardían en sus ojos: nunca le había parecido tan bella.

– ¡Harry! Harry, ¿estás bien? Dime, ¿estás bien? -Se acuclilló junto a él acunándolo contra su cuerpo.

– Estoy bien, mi amor. -Sin importarle la ropa mojada, la abrazó-. Ahora que sé que estás a salvo, estoy bien.

Augusta se apretó a él.

– ¡Dios, estaba aterrada! ¿Cómo te enteraste de lo que pasaba? ¿Cómo adivinaste que me traería a Weymouth? ¿Cómo supiste qué barco pensaba abordar?

Respondió a las preguntas Peter, que en ese momento se acercaba.

– Araña tuvo siempre una suerte endiablada, pero Graystone es capaz de adivinar las intenciones del mismo demonio.

Augusta se estremeció y lanzó una mirada al extremo de la planchada. Lovejoy flotaba boca abajo en el agua.

– Querida, estás helada -dijo Harry. Se levantó y la hizo volverse para que no viese el cadáver-. Tienes que cambiarte de ropa.

La condujo hasta el calor de una taberna cercana.

Augusta, Harry y Peter regresaron a Graystone a última hora de la tarde y los habitantes de la casa corrieron a recibirlos. Los criados, con amplias sonrisas, se decían unos a otros que ya sabían que el amo rescataría a la señora.

Clarissa Fleming resplandecía de alivio en lo alto de la escalera mientras Meredith corría al encuentro de sus padres.

– ¡Mamá, estás a salvo! Sabía que papá te salvaría: él me lo dijo. -Meredith rodeó a Augusta con los brazos y la estrechó con fuerza-. ¡Oh, mamá, qué valiente eres!

– Tú también, Meredith -dijo Augusta, sonriendo-. Nunca olvidaré lo valiente que fuiste cuando te encontré en la cabaña. No lloraste, ¿verdad?

Con el rostro oculto en la falda de Augusta, Meredith hizo un gesto vehemente de negación.

– En ese momento, no. Pero lloré después, cuando la señorita Ballinger me trajo aquí y me di cuenta que tú no nos seguías.

– En ese momento, no sabía qué hacer -dijo Claudia, la mano enlazada en la de Peter-. Oí el disparo y me desesperé. No podía volver sin poner en peligro a Meredith, de modo que seguí adelante. Cuando llegamos a casa, Graystone y Peter acudían también aquí por su lado y enseguida adivinaron que Lovejoy se dirigía a Weymouth.

– Cuando comprendimos que era tarde para arrancarte de sus garras, dedujimos que era Weymouth el lugar adonde debíamos dirigirnos -explicó Harry-. Cabalgamos directamente y llegamos antes. Una vez allí, buscamos el Lucy Ann.

– Es un viejo barco contrabandista -dijo Peter-. Al parecer, el capitán había trabajado con Araña durante la guerra. Lo convencimos de que nos permitiera utilizar el barco durante unas horas.

– ¿Lo convencisteis? -Claudia sonrió incrédula.

– Graystone utilizó la lógica con él y el hombre vio la luz de la razón -dijo Peter, sin inmutarse-. Tu primo Richard guardaba información sobre Araña en el poema en clave. La noche que lo mataron quería entregárselo a las autoridades británicas.

– Peter tenía razón -decía Harry después-. Soy bueno con la lógica.

Augusta sonrió. Estaba tendida en brazos de su marido, a oscuras, en la cama. Se sentía tibia, segura y querida. Por fin había llegado al hogar.

– Sí, Harry, todo el mundo lo sabe.

– Sin embargo, no soy demasiado inteligente respecto a otras cosas. -Apretó el brazo con que la rodeaba y la acercó más a él-. Por ejemplo, no fui capaz de darme cuenta de que hubiera encontrado el amor.

– ¡Harry! -Augusta se apoyó sobre un codo y lo miró a los ojos-. ¿Estás diciendo que estabas enamorado de mí desde el principio?

La boca de Harry esbozó una sonrisa lenta y traviesa que hizo estremecerse a Augusta.

– Eso mismo. De lo contrario, mi irracional comportamiento durante nuestro compromiso y con el matrimonio no tendría ninguna explicación.

Augusta apretó los labios.

– Sí, es un modo de decirlo. ¡Oh, Harry, esta noche soy muy feliz!

– Eso me deleita más de lo que puedo expresar, mi amor. He descubierto que mi felicidad está ligada a la tuya para siempre. -La besó con suavidad en la boca y luego se puso serio y la observó-. Hoy arriesgaste tu vida para salvar a Meredith.

– Es mi hija.

– Y tú guardas una lealtad feroz a los miembros de tu familia, ¿no es así? -Sonrió y le pasó las manos por el cabello-. Mi pequeña tigresa…

– Harry, es magnífico volver a tener una familia.

– Antes de salir de Londres, me dijiste que Meredith era mi gran debilidad, pero estabas equivocada. Tú eres mi gran debilidad: te amo, Augusta.

– Y yo te amo a ti, Harry, con todo el corazón.

Harry hurgó con su mano en la nuca y el cabello de Augusta se derramó sobre su brazo mientras volvía a besarla.

A la mañana siguiente, Harry se despertó de golpe al sentir que su esposa saltaba de la cama y buscaba el orinal.

– Discúlpame -le dijo Augusta, inclinándose sobre el recipiente-. Me siento mal.

Harry se levantó y le sostuvo la cabeza.

– Deben ser nervios, sin duda -afirmó el conde cuando su esposa terminó de vomitar-. Creo que ayer fue un día demasiado agitado. Deberías pasar el día en cama, querida.

– No son nervios -protestó Augusta mientras se limpiaba la cara con un paño húmedo-. Ningún Ballinger de Northumberland ha enfermado de nervios.

– Bueno, en ese caso -dijo Harry con calma- debes de estar embarazada.

– ¡Buen Dios! -Augusta se sentó de golpe al borde de la cama y lo miró perpleja-. ¿Será posible?

– Yo diría que constituye una buena posibilidad -le aseguró Harry, satisfecho.

Augusta reflexionó unos momentos y luego sonrió, radiante.

– Creo que la combinación de la sangre de los Ballinger de Northumberland y la de los condes de Graystone resultará interesante. ¿Qué opinas tú?

Harry rió.

– Sin duda, mi amor.

CAPÍTULO XXI

Habían pasado tres meses. Augusta atendía a la visita de Claudia que acababa de regresar de la ciudad después del viaje de bodas, cuando Harry irrumpió en el salón. El conde contemplaba ceñudo un documento que llevaba en la mano.

Augusta alzó una ceja.

– ¿Qué sucede, milord? ¿Acaso tu editor ha rechazado el borrador de las campañas militares de César?

– Es mucho peor que eso. -Harry le entregó el documento-. Es de los abogados que ponen en orden el testamento de Sally.

– ¿Acaso no lo han hecho bien? -Leyó rápidamente el documento legal.

– Como verás -dijo Harry-, te nombra en el testamento.

Augusta quedó encantada.

– ¡Qué consideración por parte de Sally! Tenía tantos deseos de quedarme con algún recuerdo de ella… Me pregunto qué me habrá dejado. ¿Será alguno de los retratos del Pompeya? Podríamos colgarlo en la sala de estudio; a Meredith y a Clarissa les gustaría.

– Es una idea estupenda -dijo Claudia, mirando sobre el hombro de su prima-. Me preguntaba qué habría sucedido con esos maravillosos cuadros.

Harry se puso más ceñudo aún.

– Sally no te ha dejado un cuadro, Augusta.

– ¿No? Y entonces, ¿qué? ¿Una fuente de plata o una estatua?

– No exactamente -respondió Harry enlazando las manos a la espalda-. ¡Te ha dejado todo el maldito club!

– ¿Qué dices? -Augusta alzó la cabeza y lo miró, atónita-. ¿Me ha legado el Pompeya?