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Improvisó aquello Sancho sobre la marcha, por entender que aquellos dineros serían mejor recibidos de una herencia que de la mera caridad, y sin pensar que malamente hubiera podido don Quijote enterarse de lo del licenciado Márquez Torres, ya que aquél murió antes de que éste hiciese pública su información, pero ninguna de las mujeres ni aun el avisado Sansón Carrasco pareció percatarse de aquel anacronismo.

Sacó de la faltriquera la bolsa con los cuartos y se la entregó a Catalina, no sin antes sorprender en la mirada de Isabel el estilete de la codicia.

Constanza y Catalina conocían al licenciado MárquezTorres, no así Isabel, aunque ninguna de las tres parecía haber leído tampoco su aprobación. Catalina y Constanza parecían, cu cambio, conocer bien la vida de Sancho, a quien preguntaron por su mujer y sus hijos, lo mismo que preguntaron al bachiller por sus padres, y celebraron que éste se hubiera casado con la sobrina de don Quijote, por lo que le dieron los parabienes.

En unos minutos, quitándose la palabra de la boca, relataron las mujeres todo el rosario de privaciones, necesidades y calamidades que azotaban sus vidas y que sacudieron los últimos días del que fue marido de una, tío de otra y padre de la más joven.

– Mientras vivieron mis cuñadas -dijo Catalina-, nos ayudaron. El obrador de costura que con ellas teníamos estaba muy solicitado. Murieron ellas, despedimos a las labranderas, y empezó la quiebra. Los negocios de mi marido nunca marcharon bien ni él fue habilidoso ni supo llamar a las puertas que debía ni escoger sus amigos, que le robaron, engañaron y entramparon. Vivimos con lo poco que a mí me queda en Esquivias lo poco que no se llevaron sus malos negocios o que supe resistirme a darle y lo poco que me da mi hermano don Francisco. Tampoco supo mirar lo suyo, y así como otros logran vivir de las comedias, él no sacó de las suyas más que sinsabores, envidias y malogros, y no harto con su poca suerte, aún encontró ánimos para regalar a autores más jóvenes argumentos y versos con los que ellos medraron, sin acordarse de agradecérselo.

No quiso Sansón Carrasco dejar a aquella mujer seguir con sus amargas letanías, y quiso saber si su marido tenía aún más papeles, y si no convenía venderlos a algún librero o impresor, por socorrerse con ellos.

– ¡Más le hubiese valido no haber escrito tanto y haberse ocupado en negocios de más provecho! Lo último que le llevé al librero Villarroel, que es una garduña, fueron unas cuartillas para ese libro de Persiles, y no me dio nada, porque todo se lo había adelantado ya a mi marido. Le llevé la semana pasada otras cosas más que aparecieron por casa, ya terminadas, hasta cuatro libros tan gruesos como esos que ha publicado, y me dijo que no podía comprármelos y que probase con otro. Vi a otros dos mercaderes de libros, y uno me aseguró que ninguno de los cuatro estaba terminado y el otro, que no corren buenos tiempos para esa clase de obras, y que solicitara en otra parte.

Pidió verlos por curiosidad Sansón Carrasco. -Los cuatro los he vendido a un zarracatín del Rastro -confesó Catalina con un rictus amargo en el que era difícil saber lo que había de resentimiento, de tristeza o de incomprensión.

– ¿Os acordáis de qué eran los libros? ¿Sabéis si alguno tenía que ver con don Quijote?

Se levantó Catalina y volvió al rato con una arquilla, que abrió delante de los manchegos. Extrajo de ella unos papeles, sellados y firmados, testamento de Cervantes, y leyó la parte que correspondía a los libros:

«Dejo también a mi mujer Catalina de Salazar hasta tiento diez libros de diversos autores y propios, así como los cartapacios que contienen las obras Las semanas del jardín, El engaño a los ojos, El famoso Bernardo y El fin de Sancho Panza, para que mi mujer los venda y mande publicar con el impresor que más conviniere.»

Conmocionado y alborotado quedó Sancho al oír que uno de aquellos libros que Miguel de Cervantes había escrito versaba sobre él, pero más le inquietó aquel «fin», que no sabía a qué podía referirse, teniendo en cuenta que él era un hombre fuerte y saludable. ¿Moriría, como algunos auguraban ya, advirtiendo su extraña delgadez?

Volvió la mujer a encerrar el testamento en la caja de madera, donde acomodó también la bolsa con los ducados que le había entregado Sancho, y lamentó no haber podido conservar aquellos papeles y libros, dada la suma necesidad y hambre que se pasaba en la casa, aunque les facilitó las señas y nombre del estacionero que se los había llevado, por si querían rescatarlos, que se los daría a buen precio, teniendo en cuenta lo muy poco que les habían dado por ellos.

Se despidieron de las Cervantas Sansón y Sancho, y cuando ya iban las mujeres a cerrar la puerta tras ellos, se acordó de preguntar el bachiller:

– ¿Y pueden vuesas mercedes decirme el día exacto en que murió Miguel de Cervantes?

– El veintitrés de noviembre.

– ¡El veintitrés de noviembre, Sancho!;Lo has oído? -dijo el bachiller cuando se hallaron de nuevo en la calle, solos-. ¡El veintitrés de noviembre! No debió de tener Cervantes tiempo mis que para ultimar nuestra historia, escribir esos prólogos que le faltaban, arreglar su alma para el tránsito, y morirse. Y por eso, muriéndose él como se estaba muriendo, entendió tan bien la muerte de nuestro amigo.

– Así me lo pareció a mí cuando lo leía. Y ahora, visitando esa casa, más me desespero yo de no haber conocido a tiempo sus estrecheces para poder remediarlas.

– ¡Qué tristeza ha sido venir aquí! ¡Y cómo hubiéramos debido hacerlo mucho antes! Apenas lleva muerto dos meses y pico nuestro señor Miguel, y esas pobres mujeres han tenido ya que vender su alma para poder sostenerse, pues estoy seguro de que Cervantes había puesto el alma en todos y cada uno de esos papeles. Cómo debió de sufrir aquel buen hombre, juzgando lo que penan ahora ellas. Vamos a por esos libros, Sancho. Saquémoslos del purgatorio.

– Ay, no sé si yo me hallo con ganas de saber más de lo que sé, tan apocado me dejó esa noticia. ¿Qué me dice de que haya escrito Cervantes un libro sobre mi acabamiento? ¿Quiere decir que he de morirme pronto? Me ha metido el miedo en el cuerpo, bachiller. Olvidemos ese mal negocio, y volvamos a casa, con nuestra ignorancia.

– No, Sancho. Corramos a la tienda de ese aljabibe y traigámonos esos papeles, y leamos en ellos qué podía querer decir y qué dijo, porque el que sabe, precabe, y quién sabe si está en tu mano, amigo, el torcer tu destino como aquellos prohombres de la antigua Grecia a quienes los dioses otorgaron el don de esquivar las flechas que sus enemigos les lanzaban.

– No me convence.

Pero allí dirigieron sus pasos, porque no era el bachiller Sansón Carrasco persona a la que se hiciese olvidar algo que se le hubiera metido en la cabeza, y a eso del mediodía llegaron al Rastro, donde hallaron al aljabibe jugando al pídola con otros regatones y cicateros de ese barrio.

– Señores -les dijo el zarracatín-, no hay por qué molestarse. Los papeles esos los compré, los tuve en mi tienda dos meses, y hace dos días pasó un gentilhombre que dijo conocer a su autor, quien era único, aseguró, en hacer reír a la gente, y me los pagó como le pedí.

Le preguntó entonces Sansón Carrasco si por casualidad se acordaba quién era ese autor, y el aljabibe se encogió de hombros:

– Un cómico sería.

Y si sabía quién se los había comprado.

– Os lo he dicho, un gentilhombre, pero no de aquí, sino de fuera, puede que inglés. Lo declaraba su habla, llena de tropiezos y gangosa, y la de su criado, que aún sabía menos de nuestra lengua que su amo.