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– No, eso tiene que ver con el Fincho y mi papá -dijo Lezama-. Porque el Fincho tenía una hijita preciosa de doce años que, como él mismo dice, había salido a su mamá. Porque el Fincho era feo y prieto y mal encarado desde siempre, al revés de su hija, que era una preciosura. Pues esa muchachita es la que mandó a pedir Willie-Billy y se la pidió nada menos que a mi papá. Cuando la vio en la calle al pasar un día, le dijo a mi papá: "Tráeme esa". Pero resultó que la elegida era la hija del Fincho. "Lo voy a matar a este pinche gringo degenerado", le dijo el Fincho a mi papá. Y mi papá le dijo: "No hace falta. Yo tengo una tía en Los Angeles. Ya le hablé diciéndole que vamos a mandarle a tu hija y a tu esposa, y le giré 500 dólares para empezar. Allá que crezca un rato y luego vemos, al cabo que esto no ha de durar para siempre". "Fue así como tu papá salvó a mi hija de la Marca Willie-Billy"', me dijo el Fincho: "Con riesgo de su vida, porque el pinche gringo aquel no tenía sangre sino arsénico en las venas. Se había ido quedando a pedazos en sus guerras y sus cicatrices; ya no era más que una máquina de sembrar amapola y machacar humanos. Cuando le preguntó a tu papá dónde estaba la muchachita, tu papá le dijo: 'Yo no consigo muchachitas más que para mi". A lo cual el gringo se rió y le dijo: '¿Te gustó también, Lezamita? ¿O estás protegiendo a tu fuckin' friend de que ponga a circular a su putita con Willie-Billy? Porque, la verdad sea dicha", me dijo el Fincho, "la mamá de mi hija Gabriela era una beldad, pero vivía en la zona roja. Tu papá le dijo al gringo: 'La quiero para mí. Si la quieres después de mí, te la paso'. Pero tu papá sabía que Willie-Billy no tomaba cosas de medio uso: ni barajas, ni armas, ni muchachitas. Y así se arregló. Y le he vivido y le viviré agradecido toda la vida por eso", me dijo el Fincho. ¿Nos tomamos otra? -preguntó Lezama.

– De acuerdo -le dije-. Pero qué pasó con el gobernador.

– Todo -dijo Lezama. -Es decir: pasó lo que tenía que pasar. Al gobernador, lo que lo pudrió de la situación en la sierra no fue la cuestión del narcotráfico y la protesta de los norteamericanos. Lo que lo enervó fue la popularidad de Willie-Billy y sus secuaces. No se cumplían sus órdenes, si no consultaban en Mazatlán con Willie-Billy o mi papá. Quería repartir unas tierras, y no se presentaban a recibirlas los beneficiarios si no venía mi papá a dar el visto bueno. Y luego, no se sembraba más que amapola y mariguana. El gobernador llegó con ofertas de créditos, asesoría técnica, maquinaria gratis para que sembraran maíz, frijol, las cosas básicas, o que sembraran hortalizas, melones, tomates para exportación. Ni quien volteara a verlo. Eso es lo que lo enojó, según el Fincho. Al extremo de que vino a ver a mi papá y a proponerle que se aliara con el gobierno contra Willie-Billy, para volver agrarista la sierra. Papá le dijo: "Mi negocio no es la política, señor gobernador, sino la agricultura". "El negocio de ustedes es el narcotráfico", le contestó el gobernador, "y si no colaboran conmigo, se van a chingar". Así fue. Cambiaron al jefe de la policía judicial, cambiaron a los Jefes de policía de las ciudades y trajeron nuevos pelotones especializados para empezar a batir la sierra. Así empezó la nueva guerra. "Subieron las cuotas de todo", me dijo el Fincho: "La de la siembra, porque traía más riesgo. La de la policía, porque a quien sorprendían solapando el tráfico, le daban ley fuga. La vida en Mazatlán se volvió peligrosa para nosotros. Dejaron entrar agentes antinarcóticos de los Estados Unidos y luego, lo peor, nos trajeron competidores del Este, que empezaron a ofrecer más dinero que nosotros en la sierra y a pelearnos el dominio de la ciudad".

– ¿A quiénes? -dije. -¿Quién está contando esto?

– El Fincho. No me interrumpas.

– No te interrumpo. ¿Qué pasó entonces?

– Pasó que Mazatlán se volvió como Chicago, con bandas disparándose en restoranes, vendettas, emboscadas y masacres. En una de esas balaceras de encrucijada, el Willie-Billy sacó su última cicatriz. Lo cazaron en un bar y recibió un tiro que le destrozó el antebrazo izquierdo. Pero alcanzó a cargarse a los dos que lo cazaban. Todavía con la pistola en la mano salió del sitio aullando. Se le cruzó entonces, de pura coincidencia, un oficial del ejército gritándole que se parara. No se paró. Con el mismo vuelo que traía de los tiros adentro del bar, le vació el cargador al coronel y salió corriendo para la sierra, a sabiendas de que sólo ahí estaría seguro. Allá fueron a encontrarlo mi papá y el Fincho. Lo encontraron con fiebre, el brazo mal curado y el pelo brotado en su calva, güero, casi albino, cagado y orinado, hecho literalmente una mierda. Y le dice a mi papá:

– ¿Quién?

– Willie-Billy, espérate. Le dice: "Lezamita, vas a ir a la ciudad de México con un amigo mío, y le vas a dar un mensaje de mi parte". Entonces, agárrate cabrón, le da las señas de un supuesto secretario particular del presidente de México. Y un maletín con un millón de pesos. "Es mi seguro, Lezamita", le dice el pinche gringo. "Dile que te manda Segretti, de Los Angeles, y él te recibirá. Le das el maletín y le dices que vamos a retirarnos con lo que podamos levantar estos dos meses. Que sólo queremos una tregua de dos meses y nos vamos y no vuelven a saber de nosotros. El Fincho se queda conmigo hasta que tú regreses, por lo que pueda ofrecerse". "Me quedé como rehén", me dijo el Fincho, "y tu padre se fue a la ciudad de México. No volví a verlo, pero me enteré años más tarde de su peripecia".

– ¿Quién se enteró? -pregunté.

– El Fincho, cabrón, el Fincho.

– ¿Y cuál fue la peripecia?

– Según el Fincho, mi padre llegó a la ciudad de México, marcó el teléfono que le dio Willie-Billy, dijo que lo mandaba Segretti de Los Angeles y a la hora tenía un enviado en su hotel.

– ¿Del secretario particular del Presidente?

– De quien fuera, cabrón.

– ¿Pero habló o no con el secretario particular del Presidente?

– No. El que se presentó fue un supuesto comandante de la policía a escuchar el mensaje y recoger el maletín. Al día siguiente volvió, sin el maletín, y le dijo a mi papá que no podía haber arreglo: el coronel que Willie-Billy había matado en su huida, era nada menos que sobrino del secretario de la Defensa y el secretario quería meter la espada hasta el fondo en el asunto de Sinaloa. "De acuerdo", dijo mi papá, según el Fincho, "devuélvanme el maletín". "¿Cuál maletín?", le dijo el enviado. "No me diste ningún maletín". Con la misma, le puso la pistola en la frente y siguió: "Tampoco has estado aquí, ni nos hemos visto, ni sabes quién soy. Ahora, entre nosotros, como amigo, te recomiendo que no regreses tampoco a Sinaloa". Entonces mi padre entendió que había quedado en medio, que Willie-Billy no le creería jamás la escena del maletín y que reclamar el maletín para llevárselo a Willie-Billy le costaría la vida en la ciudad de México. Decidió no volver a Sinaloa, como le habían recomendado. Excepto por una cosa: porque quería ver por última vez a Cordelia, una muchacha de la sociedad mazatleca, que se había llevado a vivir con él a una quinta en las afueras de Mazatlán. Decidió ir a verla nada más una noche para tratar de llevársela con él a donde fuera. Fue su error, porque Willie-Billy tenía vigilada a Cordelia. Más tardó en haber movimiento esa noche en casa de Cordelia, que Willie-Billy en enterarse. Y como había pasado más de un mes y no había noticias de mi padre, Willie-Billy había obtenido su conclusión: que mi padre era un traidor y se había quedado con el dinero. "Ve y me lo traes", le dijo al Fincho. "Te van a acompañar los muchachos". "Fuimos en dos coches a la finca", me contó el Fincho, "pensando yo cómo hacerle si encontraba a tu padre con Cordelia. Pensé: si le digo que Willie-Billy quiere hablar con él, en una de esas se equivoca y acepta, a continuación de lo cual es hombre muerto. Entonces fui, le dije a los muchachos que esperaran y golpeé la puerta con la pistola, varias veces, para que me vieran. Pero mientras golpeaba, entre tanda y tanda de golpes, murmuraba: 'Lezamita, te vengo a matar. Pélate. Voy a tener que tirar la puerta, porque me están viendo. Si estás ahí, pélate por atrás, que no hay vigilancia'. Esperé un rato, siempre golpeando la puerta con la pistola; luego la derribé y entré. Ya no había nadie, pero las sábanas de la cama estaban revueltas y las almohadas calientes todavía. Supongo que estaban ahí y sirvió mi coartada". "Sí sirvió", le dije.