– ¿Cómo sabe usted que no le gustaron? ¿Lo intuye? ¿Lo deduce?

– Nada de eso. Yo estaba allí.

Era uno de aquellos días en los que yo me instalaba en la habitación de al lado y asistía a espectáculos geniales desde la platea. Yo estaba allí. Yo vi lo que pasó.

– Acababa de salir el último ligue telefónico de Encarna. Era un viudo de Granollers, un auténtico poema, créame. La gracia de este tipo de relaciones es que los dos han de representar un papel. De buenas a primeras, Encarna se ofrecía como una mujer muerta de hambre sexual porque tenía un marido imposibilitado en la cama. Pero luego variaba el personaje según las características del cliente, tenía que ser especialmente cuidadosa en el momento de pedir el dinero, porque en general ellos ya saben que han de darlo, pero les gusta que el asunto tenga literatura. El de Granollers le había durado durante casi toda su última estancia en Barcelona, y a juzgar por lo que yo vi y oí le gustaba primero joder y luego recordar a su mujer con la luz apagada y no recordarla en general, eso que llamamos una evocación, sino situaciones concretas que iba exponiendo a Encarna como si la consultara. Por ejemplo, una fiesta familiar a la que su mujer había querido ir y él no. Encarna estaba obligada a dar su opinión, tienes razón tú o no, no, Ferreres, se llamaba Ferreres, Anselmo, no, no, Ferreres, lo siento pero tu mujer tenía toda la razón, aquella gente eran unos desgraciados y no se merecían que fuerais. Tal vez tengas razón, Carol. ¿Comprende? Bien. Acababa de salir Ferreres y yo estaba a punto de reunirme con Encarna, me gustaba pillarla en el momento en que se recomponía, a medio vestir, a medio recuperar su personalidad de jugadora a la ruleta rusa sexual, pero alguien había entrado en la casa, una casa vacía es una caja de resonancia para el menor ruido y la llegada de Ginés casi no me dio tiempo a recuperar mi observatorio. Se quedó allí, en la puerta, con el gesto a medias, entre la llegada y la agresión, había bebido, estaba bebido, para cargarse de valor o para tener una coartada cuando llegara el momento en que Encarna le venciera psicológicamente, es decir, el alcohol era su apuesta. Podía darle por la agresión o por las lágrimas de autocompasión. Pero yo me inclinaba más por la segunda salida y ésa habría sido de no haberse equivocado Encarna lamentablemente de papel. Al principio lo hizo bien, muy bien.

Ginés tenía un cuadro incompleto de la situación. Había visto salir de la casa a un hombre, entiéndalo usted bien, a un hombre, por lo tanto pensó en la existencia de “otro”, en la clásica existencia de otro, pero aunque había visto a Encarna dándole un beso de despedida en la puerta a Ferreres aún estaba dispuesto a creer que se trataba del marido repentinamente llegado, cualquier explicación que le ayudase a autoengañarse. En esto Encarna fue magistralmente implacable.

Ferreres era Ferreres y sanseacabó y le recitó la cartilla, aunque con delicadeza, es decir, necesitaba el amor nostalgia y el amor de cama. Fue entonces cuando Ginés se lanzó a un discurso de lamentaciones, autocompasiones, complejos de culpa, entre la lástima por sí mismo y el crecimiento de la agresividad. Tal vez sentía asco, quizá poco a poco se iba dando cuenta de la relativa desnudez de Encarna, y ella también, porque se fue achantando, abandonó el papel de mujer con derecho a no dar explicaciones y trató de consolarlo, acariciarlo incluso. Él la rechazaba cada vez con mayor fuerza y en un forcejeo ella se sintió agredida y le salió una rabia de muy adentro, una cólera temible, de animal acorralado, la cuestión es que le clavó las uñas en la cara. Él se llevó una mano a la cara. Como si lo estuviera viendo. Le veo, allí, en una zona de luz, se ha apartado la mano de la cara, se la mira, tiene sangre, le escuecen los arañazos, el escozor de unos arañazos de mujer produce una molestia especial, Carvalho, justifican la réplica, porque se siente como una agresión vergonzante para el que la recibe y vergonzosa para quien la ha hecho y entonces veo el brazo de Ginés alzarse y caer en un puñetazo rotundo contra Encarna y oigo sus gritos de odio y se entabla una batalla cuerpo a cuerpo que de pronto se interrumpe, cuando Ginés le pega cuatro o cinco golpes cuyo solo ruido aún me hace daño, especialmente uno, no sé si el último, quizá no, era un ruido especial, luego deduje que era el ruido de la muerte, uno de los ruidos de la muerte. Encarna cayó al suelo y puede imaginarse la escena, convencional a más no poder, la cara perpleja del marino, sus intentos de reanimación de la víctima, en fin, para qué seguir, si usted ha ido al cine y ha visto televisión le ahorraré montones de palabras para describirle lo que ya sabe cómo sucede. Finalmente se marchó muy cinematográficamente, caminando hacia atrás, con los ojos fijos en el cadáver, los ojos desorbitados, en fin, ya sabe, y él supongo que también, porque desde que el cine es cine los criminales reaccionan como los criminales cinematográficos y hasta yo creo que las víctimas también, no vi caer a Encarna, pero sin duda tuvo cuidado en hacerlo bien, para que su cadáver tuviera un excelente aspecto de cadáver de muerte violenta. En la casa resonaron durante mucho rato, demasiado rato, los pasos de Ginés en su retirada. Yo no sabía qué hacer, si acudir a la habitación por si Encarna aún vivía o marcharme corriendo, no sé qué hubiera hecho de no haberme visto forzado a hacer lo que hice.

Porque la historia no ha terminado.

Aún no ha terminado.

Ahora sí contemplaba los efectos de su revelación en Carvalho. Antes de proseguir asumió media sonrisa, se fue hacia el compacto e introdujo una casete que se convirtió en una música ambigua, sedante o marcapasos de la memoria, según cómo, inquietante. Un piano situado en un punto indeterminado del universo.

– Son los “Diálogos” de Mompou interpretados por el propio Mompou.

Decía que la historia aún no ha terminado. Tal vez yo estaba decidido a salir del escondite y miré por última vez la escena a través del orificio abierto en la pared. Se veían las piernas del cuerpo caído de Encarna, pero no estaba sola, allí en la puerta había alguien, tardé en darme cuenta más o menos de quién era, aunque no soy preciso al decirle esto, porque aun ahora no sé muy bien qué o quién era. Aparentemente era una mujer, pero no era una mujer normal. Era como un muñeco o una caricatura. Se parecía a esos “ninots” de las Fallas de Valencia o de las carrozas de Carnaval. Muy maquillada, muy alta, muy fuerte, vestida como ya no visten las mujeres. Lo más simple sería tal vez decirle que parecía un travesti, pero no era exactamente eso, o al menos no era un travesti que busca ser la mujer más bella de este mundo, sino un travesti disfrazado de señora de cincuenta años que quiere disimular que los tiene. No sé si me explico.

Era una cincuentona horriblemente maquillada, tan horriblemente maquillada que el dibujo de sus labios rojos le marcaban una perenne sonrisa, la sonrisa con la que contemplaba el cuerpo de Encarna. Sinceramente no creo que sonriera, o tal vez no supe apreciarlo porque yo estaba aterrorizado, aterrorizado al ver cómo aquella mujer gigantesca se acerca a mi punto de visión, se cernía sobre Encarna, la removía, luego miraba hacia las cuatro esquinas de la habitación y de pronto hizo algo inesperado, se inclinó y desde donde yo estaba sólo se le veían los hombros y un horrible pingajo de piel de no sé qué animal, de esas pieles que conservan la cabecita del animal, su boquita, los ojos brillantes tal como los ha dejado el taxidermista. Es una piel que se llevaba mucho antes, mi madre tiene una perdida por un armario. La boquita del animal colgaba en primer plano, luego la cara horrible y reconcentrada de la mujer y, cuando cambió de postura, llevaba el cuerpo semidesnudo de Encarna en brazos, como si fuera una muñeca rota que apenas le pesase, y lo tenía allí, frente a mí, con unos brazos poderosos ofreciéndome el cadáver, como si lo llevara en bandeja. Me dio la espalda, tenía una espalda cilíndrica, un cuerpo cilíndrico, por arriba una peluca platino, por abajo unos zapatos de tacón alto, rojos, por un lado le colgaba la cabeza de Encarna con su media melena castaña, muy bonita, por el otro se mecían las piernas desnudas de Encarna, algo delgadas, pero muy finas, y la mujer fue avanzando hacia la salida de la habitación y yo me senté en el suelo, dispuesto a no salir hasta que todo hubiera acabado, hasta que todos los silencios me devolvieran a mí mismo.