– ¿Eres de Valladolid?
– ¡Qué gracioso! Pues vaya manera que tienes tú de dar conversación.
¿Es que tengo cara de ser de Valladolid?
– Te pareces mucho a una chica que conozco que es de Valladolid.
– Pues no soy de Valladolid, cielo, soy de Sinarcas.
– ¿De Simancas?
– De Sinarcas. Y tú tienes cara de valenciano.
– Nadie me lo había dicho hasta ahora.
– ¿Qué quieres beber, cielo? Yo estoy muy a gusto contigo hablando de lo que sea, pero hay que tomar algo, corazón.
– Un whisky con hielo.
– ¿Qué marca?
– La primera que encuentres.
– Oye, cielo, nadie te obliga a beber whisky si no te gusta.
– En estos sitios hay que beber whisky.
– Qué gracioso. Tú lo que eres es un cachondo. Así me gustan a mí los tíos, cachondos y de Valencia. Te voy a dar el mejor whisky que tengo.
A Carvalho el whisky le parecía una bebida de compromiso y el whisky lo sabía porque pasaba por la boca del detective sin instalarse, consciente de que no era demasiado apreciado. La de Sinarcas era habladora y reconoció que la noche era poco movida, si hubieras venido ayer, cielo, o si te hubieras encontrado con los cazadores del otro día, mira, esto estaba lleno y hay un salón ahí para banquetes y convenciones de cazadores en el que no se cabía.
– Pero los domingos, malo. La gente está de mal café porque mañana es lunes y sólo vienen así, como tú, viajantes, ¿porque tú serás viajante?
Carvalho asintió.
– Y valenciano. ¿Qué vendes tú, naranjas?
Y se reía la rubita pechialta enseñando dientecillos de rata.
– ¿No quieres subir arriba conmigo?
– De momento estoy muy a gusto aquí.
– Son sólo siete mil pesetas por lo que quieras y el tiempo que quieras.
– Pues está muy animado esto.
– Pse.
Los ojos de Carvalho fueron retenidos por una morena angulosa que entretenía a un hombre poderoso, con el rostro más rojo que moreno y el corpachón enfundado en una pelliza de ante con solapas de piel de cordero.
Distrajo la vista sobre aquella mujer llena de esquinas y carnes ajustadas, sobre todo sobre unos hermosos pómulos de animal fotogénico y los culos redondos y justos que revelaban los pantalones tejanos.
– ¿Te gusta ésa?
– ¿Quién?
– Ésa a la que no le quitas la vista de encima.
– No está mal. ¿Cómo se llama?
– Carmen. Pero la llaman la “Morocha”
– Me han hablado mucho de ella.
– ¿Quién?
– Un amigo mío. El mismo que me recomendó venir por aquí. Don Luis Rodríguez de Montiel. ¿Le conoces?
La rubita se había puesto seria y parpadeó después de haber enviado una mirada hacia la “Morocha”.
– No le he visto hace la mar de tiempo. Antes venía, a veces. Pero últimamente, no.
Carvalho devolvió los ojos a la morena de los tejanos y a su empecinado alterne.
– ¿Ése es de los que suben?
– ¿Te refieres al que está con la “Morocha”?
– Sí.
– Sí. Es de los que suben. Pero tal vez hoy no, porque le dura mucho el palique. ¿Por qué lo preguntas?
Quieres irte con ella?
– Todavía no he decidido qué haré.
– Ya lo veo.
– Pon otro whisky.
– ¿Y otro para mí?
– No faltaba más.
El incremento de la comisión pareció consolar a la rubita, que volvió a acodarse frente a Carvalho con un propósito más informativo que ligón.
– Es muy maja, lo reconozco. Distinta, ¿no? Gusta mucho, pero no a todo el mundo. Y últimamente no trabaja tanto aquí como antes. Se pasa días y días sin aparecer. ¿Conoces tú mucho a don Luis?
– Hicimos juntos la mili.
– Qué bueno, qué bueno. Pues don Luis estaba mucho por la “Morocha”.
La mujer parecía haber recibido las miradas de Carvalho y volvía de vez en cuando la cabeza para salir al encuentro del mensaje pasivo de Carvalho.
– ¿Seguro que ese tío es de los que suben?
– ¿Quieres subir con ella?
– Sí.
– ¿Quieres que la avise?
– Sí.
Se fue la rubita a por la “Morocha”, y con la distancia, Carvalho pudo ver el cuerpo de su interlocutora, poderosas caderas para dos piernas de princesa que había hecho poco uso de ellas, patas de grulla mal alimentada. Consiguió la mensajera que la morena se despegara de su ligue y en un breve aparte permitió mirar a Carvalho directamente. No había en los ojos de la “Morocha” ni propuesta ni molestia, eran los ojos neutros de un animal examinador en una asignatura que a Carvalho le pareció que no tenía nada que ver con el sexo ni la economía.
– Dice que subas y la esperes. Que procurará sacarse a este tío de encima.
– ¿Le gusto más yo?
– Sin duda, cielo. Y lo que me gustas a mí, pero por lo visto no soy tu tipo.
– Las morenas me gustan los lunes, los miércoles y los viernes. Martes, jueves y sábados, rubias.
– Pues hoy es domingo.
– Los domingos son los domingos.
– ¿Verdad que me pagas, cielo?
Luego subo contigo para que te dejen pasar.
Pagó Carvalho y dejó una propina que mereció un beso desde el otro lado de la barra.
– Gracias, cielo. Ya sabía yo que tú eras un tío marchoso.
Una sonrisa y un gesto para abrir camino hacia una puerta lateral a partir de la cual renacía la luz eléctrica normal y partía una fría escalera de granito hacia las alturas. Llegaron a un recibidor donde dos viejas dormitaban con un ojo, el otro abierto hacia el run run de la televisión donde estaba despidiéndose el presentador de “Estudio Estadio”.
– Una jornada con nuevos millonarios y la sorpresa del nuevo tropiezo del Barcelona, esta vez en su propio campo, frente al Mallorca y sin que nada hayan podido hacer sus superases, Schuster y Maradona.
La rubita dijo unas palabras mágicas al oído de una de las viejas, que acariciaba a un gato en duermevela sobre sus rodillas, y dos ojos redondos y valorativos se posaron en Carvalho al tiempo que la cabeza asentía.
De nuevo un gesto de la rubita le incitó el avance por un pasillo diríase que de hotel recién construido y barato. La guía escogió una puerta y la abrió para que Carvalho penetrase en una habitación de posada de renta limitada, aunque terminada con la pulcritud aséptica de lo nuevo.
– Espérate aquí, cielo, que en seguida vendrá la “Morocha”.
Carvalho se sentó en el borde de la cama, sobre una colcha a cuadros escoceses y frente a un paisaje de catarata con la leyenda: “Los Chorros.
Nacimiento del río Mundo.” La puerta se abrió de par en par, y donde esperaba encontrar el contraluz de la “Morocha”, aparecía el viejo bandurriero del restaurante. No iba solo.
En la penumbra del pasillo quedaron dos cuerpos oscuros y sólidos que obedecieron la orden del viejo en el momento en que avanzaba hacia Carvalho.
– Esperadme fuera.
– Se ha enterado usted en seguida de dónde está lo bueno.
Reía el viejo al tiempo que separaba una silla de plástico de junto a la pared y la acercaba a Carvalho, a la luz que salía de la lamparilla de la mesita de noche. A esa luz, el rostro del viejo nada tenía que ver con el que Carvalho había visto desde la perspectiva del comensal que atiende a un personaje local y folklórico. La luminosidad le estiraba la piel y acentuaba dos ojos rómbicos y duros, la crueldad de una boca vieja dentro de la cual una lengua lamía y relamía las palabras que estaba prefabricando el cerebro.
– No me esperaba a mí. Y la verdad sea dicha es que no me encuentro a gusto, no, señor, porque usted va a lo suyo y yo voy a lo mío y es una lástima que un hombre tan simpático, que me cae tan bien, que ha sido tan amable conmigo en el restaurante, pues que se meta donde no le llaman, y perdone que le sea tan franco, pero cuanto antes aclaremos las cosas mejor.
– ¿Le envía el señor cura?
– ¿Por qué me iba a enviar el cura?
– Pensaba que usted practicaba el apostolado por las casas de putas.
Hay locos que van por las casas de putas pidiendo a los pecadores que se arrepientan.