– Habrá niebla en las Bocas del Dragón -repetía Tourón una y otra vez agitando el parte meteorológico ante las narices de los oficiales-.

Manténganse pegados al radar hasta que dejemos atrás el banco de niebla, reduzcan marcha a la altura de Chacachacare, la sirena por delante y cuatro ojos a proa, cuatro a popa, cuatro a estribor y cuatro a babor. Este viaje me da mala espina, sólo faltaba que hubiera jaleo por arriba. Hacia las Barbados mejorará el tiempo pero empezará el lío.

– ¿De qué lío habla? -preguntó Ginés a Germán.

– Los americanos están patrullando por aquí.

Las recomendaciones de Tourón eran como un zumbido molesto de fondo que suscitaba afirmaciones de las cabezas mientras los cerebros estaban en otra parte. El de Ginés secundaba el esfuerzo de los ojos por aprehender las últimas imágenes de Trinidad, oscurecida una vez más, en su ensimismamiento de lluvia acentuado por el atardecer. En cuanto Tourón terminó de quejarse y lamentarse, todos interpretaron que había dicho rompan filas y le abandonaron a un silencio quieto y algo melancólico en el que el capitán solía encerrarse después de cada desfogue. Se adelantó Ginés para evitar la compañía y las preguntas de Germán con la excusa de ir a ordenar sus cosas en el camarote.

Ganó la toldilla de popa y se encerró en la estancia, abrió la maleta, contempló lo que le ofrecía como si le fuera ajeno y sin tocar nada se dejó caer en un butacón. Se levantó para abrir las tapas de los portillos y acercarse subjetivamente a las salpicaduras de mar presentidas sobre el fondo celeste de plomo. Volvió a sentarse y los párpados encerraron el dolor de los ojos, un dolor que le acompañaba desde hacía meses en cuanto las personas y las cosas dejaban de solicitarle y podía ensimismarse.

Contuvo un gemido y se levantó para dar vueltas en torno del butacón. Alguien golpeaba sobre la puerta, descorrió el baldón y un Germán asombrado estaba allí.

– ¿Molesto?

– Estás en tu casa.

Sólo cuando se sentó y le dio la cara vio Ginés que Germán no tenía bastantes manos para todo cuanto llevaba: una batidora, una bolsa con plátanos y cubos de hielo y una botella de ron.

– Ron viejo de la Martinica.

Y dos vasos que dejó a la altura de los ojos de Ginés sobre la mesa.

Agitó el racimo de plátanos Germán.

– De los pequeños, que son los buenos.

Y se puso a pelarlos y a trocearlos dentro del vaso batidor para atacarlos a continuación con el brazo eléctrico y reducirlos a pulpa. A tanta pulpa tanto ron y cubos de hielo, y a los vasos pasó un espeso brebaje marfileño viejo que quedó a la espera de la decisión de Ginés y del acomodo de Germán en su butacón, frente a frente de su anfitrión.

– ¿Y eso qué es?

– Banana daiquiri. Alegra y alimenta.

Escanció Ginés el vaso en dos tragos y una pausa intermedia que le sirvió para masticar los restos sólidos del plátano y para sentir la solidez dulce y ácida de la pócima en la boca primero y luego en los abismos interiores del cuerpo, y al llegar el sólido a su fin le circulaba por todas las carnes un calor tan satisfecho como el frescor que notaba en la boca.

Contemplaba Germán los efectos de su preparado con una sonrisa llena de barba y nicotina. Sirvió otro vaso a la medida de la sed de su compañero y otro y otro, mientras él paladeaba el primero como si fuera el único.

– Tourón me altera los nervios -se disculpó Ginés sin saber de qué se disculpaba.

– No necesitas a Tourón para alterarte.

Germán se había inclinado hacia adelante con el vaso en la mano y los ojos pendientes del crecimiento de la satisfacción en aquel rostro en el que lo que no eran ojeras era un flequillo canoso compacto por la humedad y la sal.

– ¿Estás bien ahora?

– Lo estoy.

– ¿Tranquilo?

– Tranquilo.

– ¿Me dirás ahora qué leches te pasa?

Vio la alarma en el fondo de la mirada que le llegaba y un rictus de desdén que escupía un no digas gilipolleces sin apenas voz, con más ira que convencimiento.

– ¿Tú crees que es normal la espantá que hiciste en Maracaibo, el que nos tuvieras semanas a telegrama diario y toreando a Tourón para que no diera parte a la compañía?

– Me quedaban unos días de vacaciones por convenio.

– Pero tú sabes que eso se avisa y se negocia.

– Estoy hasta los cojones.

– ¿De ir embarcado?

– De este barco.

– No es mejor ni peor que otro cualquiera.

– De Tourón. Del Atlántico. De este ir y venir entre los mismos sitios.

– ¿Qué quieres hacer?

– Quería quedarme por aquí, en el Caribe. Escasean oficiales para cargueros que no se mueven de este charco. O tal vez el Mediterráneo, el Bósforo.

– ¿El Bósforo? ¿Qué se te ha perdido a ti en el Bósforo?

– Siempre hay un último viaje.

Pero primero he de pasar por Barcelona.

– A ver si lo entiendo. Quieres ir al Bósforo, pero primero has de pasar por Barcelona. Dime de qué va por si me hace gracia a mí también.

– El Bósforo es un último viaje, pero puede no serlo. Necesito saber si alguna vez puedo volver.

– ¿A dónde?

– A Barcelona, a esto, a todo.

El vaso de Ginés pedía más banana daiquiri y Germán se lo sirvió.

– ¿Encarna?

– Encarna -asumió Ginés desviando los ojos.

El timonel mantuvo el barco rumbo a lo largo del pasillo marino formado por las Barbados y las islas de Barlovento. Nada más dejar atrás las Bocas del Dragón habían amainado los vientos hasta desaparecer, como si el obstinado azote se hubiera cebado con Trinidad o con Ginés. Mientras comprobaba la derrota fijada por el capitán, consciente de que su atención y sus gestos obedecían más a un ritual que a la necesidad de comprobar lo tantas veces comprobado, se evadió de la conversación entre Tourón y Germán sobre la proximidad de la isla de Granada y la posibilidad de que encontrasen buques de guerra americanos de patrullaje. Cuando el capitán abandonó el puente de mando para revisar lo que no necesitaba revisar, Germán cantó teatralmente y a voz en grito:

“Adiós Granaaaaaaada Gra na da míaaaaaaaa”

Trataba de entablar una conversación sobre lo que estaba ocurriendo en la gran laguna del Caribe, pero como si el Atlántico le reclamara atenciones fundamentales una vez salvado el obstáculo visual de las Barbados, Ginés miraba a estribor y Germán seguía razonando para nadie con la vista vuelta hacia babor, hacia las islas de Barlovento.

– ¿Pero tanto te interesa la carta?

En enero nunca pasa nada por estos mares. Lo único que hay que hacer en esta travesía es ponerse un jersey al llegar al paralelo 30. Utilizaba la contemplación inútil de la derrota trazada para justificar la poca atención que ponía en lo que hablaba Germán.

– Habrá mar gruesa cuando bordeemos el mar de los Sargazos.

– Como siempre, no te jode. Desviamos la derrota y ya está. ¿Se te ha olvidado el oficio? Toma la “Pilot Chart” de enero y que te aproveche.

Le dejó Germán ante un océano de papel, cuadriculado, molecularmente compartimentado en cuadrados de cinco grados de latitud y longitud. Ni previsión de temporales, ni depresiones, ni niebla, al menos hasta más allá de la latitud de las Bermudas cuando la derrota empezara a buscar la curva de la corriente del Golfo. En cuanto estuvo solo dejó de preocuparse por lo que no le preocupaba y enfocó los prismáticos hacia la rebasada punta Norte de la Barbados Mayor. El mar se ondulaba con una falsa libertad que terminaba en el horizonte. Era un límite, simplemente un límite falso, una línea sin esperanza. Les empujaban suaves alisios hacia la fingida frontera del Trópico de Cáncer, hacia la real frontera del invierno.

Dejó la sala de gobierno y bajó parsimoniosamente por la escala del puente hasta la cubierta superior solitaria y avanzó hacia la proa por entre las lumbreras abiertas al ajetreo del trabajo oculto del buque. A medida que avanzaba hacia la proa implacable y prepotente se imaginaba a sí mismo como un objeto liviano a lomos de aguas precipitadas hacia el sumidero, lo que había podido ser días atrás en Maracas Bay si no hubiera atendido los reclamos del silbato de los vigías. De espaldas al mar, apoyado en la alzada tapa metálica de la escotilla de proa, más allá del inmediato palo de carga, el puente de mando parecía ser el final del buque, como la cabeza de un animal que oculta la continuidad del cuerpo, era su lugar de trabajo su oficina, el final de un recorrido cotidiano entre el más allá de la toldilla de popa donde dormía y el recorrido a través de los entrepuentes, de palo de carga a palo de carga, de escotilla en escotilla hasta llegar a la oficina, papeles, botones, cuadros de mando rectilíneos y electrónicos, terminales de un proceso de cálculo y gestión ensimismados, que ya no pertenecían a una oficialidad reducida al papel de tutores de una autónoma bestia electrónica.