Tenía las ideas claras el científico de trastienda, pero a Carvalho empezaba a cargarle aquella situación de seminario de ciencias sociales.

– ¿Estamos esperando a que empiece un simposio?

– No. A que venga un interlocutor válido de la familia. Mariquita o Andrés. Ella suele volver a media mañana, pone la comida en el fuego y se va a hacer algún trabajillo. Por ejemplo, es la que nos limpia la tienda.

– La tiene usted asegurada.

– Ella se paga su seguro a cambio de que yo la tenga como asegurada.

– Una seguridad social sumergida.

– Una seguridad social mixta. Menos da una piedra.

Se abrió la puerta y Mariquita avanzó por el pasillo, con media sonrisa ante la sorpresa de la visita y media alarma en los ojos ante la ausencia del marido.

– ¿Aún no ha vuelto de la compra?

Acaba de irse.

– ¿Y yo qué guiso ahora? ¡Estos hombres! No sirven ni para mear.

– Primero se limpia bien la sardina, que ha de ser más bien pequeña, pero sin exagerar. Limpiarla bien quiere decir limpiarla bien, es decir, no conformarse con quitarle la cabeza y las tripas, sino también desescamarla. Una vez bien limpia, se pone en una cazuela, mejor de barro, bastante aceite y un ajo, o dos, según la cantidad de gente, y cuando el ajo está bien frito, dorado, pero sin quemarlo, se aparta del fuego y en ese aceite bien caliente se fríen las sardinas, para que el aceite las espabile y las ponga tiesas, pero sin pasarse. Se apartan y en el aceite se hace un sofrito normal, muy poca cebolla, y hay quien prefiere no ponerla, tomate, media cucharadita de pimentón y algo de verdura, por ejemplo, unos guisantes o también unas judías tiernas ya cocidas. Cuando todo está rehogado se echa el arroz y se sofríe hasta que cambia de color, y entonces una de dos, o se le echa agua o agua con un cubito de caldo concentrado, para que tenga más sabor. Si se pone un cubito se ha de vigilar la sal porque el cubito ya tiene sal. Cuando el arroz está casi cocido se le pone por encima las sardinas, pimiento morrón asado y un picadillo de ajo y perejil. Que haga todo chuf chuf, pero no mucho para que las sardinas no se rompan y no queden deshechas. Se le puede poner azafrán tostado en vez del pimentón. Y ya está.

Hablaba y hacía Mariquita bajo la observación de Carvalho.

– ¿Así era como hacía su abuela el arroz con sardinas?

– Muy parecido. A veces le añadía una patata previamente frita y en láminas y luego cocida con el arroz.

También le ponía pencas de acelga.

– Se puede. Vaya si se puede. Ya ve usted del apuro que me han sacado las sardinas. Se va una confiada en que le hagan las cosas y ni ir a la compra le hacen a una. Mire, dejo hecho el sofrito y las sardinas fritas y a la hora de comer en veinte minutos queda todo hecho.

Era hastío culinario lo que colgaba del rictus del autodidacta, pero en cambio había hecho preguntas, más por la avidez de saber que por el gusto de la imaginación de su paladar. Y al acabar Mariquita el precocinado, secarse las manos con un trapo de cocina y resituarles en el comedor, disertó el sietesabios:

– Lo fascinante es la sabiduría dietética de este plato. Hemos asistido a una clase práctica de dietética de la supervivencia. Fíjese usted en los ingredientes del plato: sardinas igual a proteínas, y precisamente de las proteínas más baratas, verduras igual a vitaminas y arroz igual a hidratos de carbono. Todo lo que necesita el cuerpo humano para su actividad está reunido en un plato sencillo y barato. El único inconveniente es la carga de toxinas que tiene el pescado azul, pero sospecho que un metabolismo acostumbrado las eliminará con mayor facilidad que un metabolismo sin acostumbrar. Las sardinas son un veneno para las personas con trastornos hepatobiliares.

Asistía Mariquita al cursillo sobre sus propios usos culinarios con cara de saber de qué iba y de ser madre de aquella ciencia.

– Eso y una manzana y va que chuta.

– Yo le recomendaría más una naranja, por su mayor carga de vitamina C que una manzana, aunque la manzana es rica en vitamina A.

Consideró Mariquita la posibilidad del cambio.

– Pero es que a estos mercados llegan unas naranjas que no son naranjas ni nada. Todo es fruta de cámara, todo.

Carvalho había desconectado su interés de la pasión dietética del autodidacta y de las ganas de aprender de la mujer, y en cuanto maestro y alumna salieron de su debate repararon en que Carvalho bostezaba sin recato.

– Tal vez sería conveniente que habláramos de lo que tenemos que hablar.

Dijo que sí Carvalho con los ojos y los otros dos le cedieron la palabra.

– Ante todo les digo que voy a encargarme del caso, pero me tienen que aclarar algunas dudas previas. Su hermana venía a Barcelona con frecuencia y no se ponía en contacto con ustedes. Primero, dónde se hospedaba.

Segundo, los médicos reconocen haberla atendido, pero añaden que no tenía nada importante, y sin embargo ella seguía acudiendo periódicamente a sus consultas. Por qué. En tercer lugar es asesinada de mala manera, y supongo que la policía y el marido aparecen entonces y tratan de saber algo de ustedes, porque era lo más lógico y porque podían sospechar que algo podrían saber de sus idas y venidas por Barcelona.

La mujer esperó a que el autodidacta tomara la palabra, y ante su retardo le animó con un gesto.

– Bien, una vez más hablo sin corresponderme. Primero, según la policía cuando empezó a venir a Barcelona se hospedaba siempre en el hotel residencia Tres Torres, por la parte alta de la ciudad. Pero después incluso ese hospedaje es un misterio.

Nadie sabe dónde se metía.

– Es imposible que no dejara un punto de referencia para cualquier aviso urgente de su marido, de mil cosas.

– Eso sí. Aparentemente seguía hospedándose en el mismo sitio y allí le tomaban los recados. Pero en realidad no se hospedaba allí. Por lo que nos ha dicho, la policía sigue “in albis” sobre esta cuestión. Segundo, de hecho repitió pocas veces la visita a un mismo médico, y a lo largo de tres años recorrió todos los consultorios más importantes de la ciudad, desde Dexeus a Puigvert, desde Barraquer a Poal.

– Tal vez tomaba apuntes para una enciclopedia de la salud.

– Tercero, el marido no se ha puesto en contacto con nosotros, es decir, con su hermana, y se limitó a contestar con pocas palabras las dos o tres cartas que le envió Andrés en nombre de su madre. Por lo que ha dicho la policía, les dio carta blanca, y apenas si ha manifestado interés por el caso. No tenían hijos. A la muerta no le queda otro pariente directo real que su hermana. Esto es todo.

– ¿Tuvo usted mucha relación con la policía?

– Pues nosotros nos enteramos cuando ya todo estaba tapado. ¿Comprende?

Mi hijo cree recordar haber leído la noticia en el diario, pero tampoco duró mucho. Primero salió con mucho bombo y platillo, pero pronto dejó de interesar o no sé qué pasó. Los de “Interviu” trataron de meter las narices en el asunto, pero los de Albacete se movilizaron y consiguieron que no saliera ni una foto. Yo hablé con un tal inspector Contreras, un hombre muy serio, que siempre parece estar de mala leche.

– Le conozco.

– La verdad es que siempre estuvo muy correcto, pero con pocas ganas de hablar, como si le estorbáramos.

– En cuanto se dio cuenta de que no iba a sacar nada nuevo de ellos, se desentendió.

– ¿Por dónde empiezo entonces?

– Es cosa de usted.

– Lo sé.

– La puerta abierta, y ahora era el hombre el que recorría el pasillo, como en un calvario de trompicones, con las dos manos cargadas de bolsas y barras de pan cogidas entre los brazos y el cuerpo.

– Que alguien me ayude o lo tiro todo al suelo.

Le ayudó la mujer al tiempo que le acercaba la nariz a la boca y la retiraba para dar la cara a los visitantes y hacerles un guiño cómplice.

– Creí que no se acababa nunca. Yo no sé de dónde salen tantas mujeres.