Изменить стиль страницы

– Vamos -dijo Carlos.

Al incorporarse lanzó un gemido.

– ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes en el brazo?

– Nada, arañazos. Duele un poco pero no importa.

– Se te está hinchando, Carlos.

– No quiero que lo vea Frufrú. Se asusta mucho y alborota. Se me pasará. Vamos al pueblo.

– Es que cojeas también.

– No es nada. El brazo es el que parece más muerto y cuando roza con algo duele. Pero se me pasará. Además -sonrió con esfuerzo-, si Pepe es el hijo del médico y Anita está allí, ningún sitio mejor para que me curen si hace falta. ¿No te parece? No llames la atención de Frufrú sobre mi brazo y no le digas a dónde vamos, ¿eh? Frufrú es muy vieja y terminaría por padecer del corazón, la pobre.

– Eres un tío valiente tú.

– Quiero encontrar a Anita.

– Le vas a dar un susto de aúpa.

– Eso quiero. Es una idiota… No me roces el brazo, oye… Así, me apoyaré un poco en tu hombro por el otro lado.

Frufrú y Carmen estaban en el vestíbulo cuando salieron los dos chicos. Carmen sollozaba con el delantal sobre la cara sentada en una silla y Frufrú parecía al acecho. Carlos se echó a reír para tranquilizarla.

– Bueno, no pasa nada. Atiende a Carmen, Frufrú. Parece que a ella le ha hecho más daño que a mí mi caída.

– Estoy mala, sí, señorito, estoy mala.

– Bueno, Frufrú, guapa, no me mires así que no pasa nada. Martín y yo nos vamos un poco al pinar. Dame un beso, guapa. No pasa nada, te digo.

Frufrú les vio salir de la casa, muy pensativa. Pero, efectivamente, Carmen necesitaba más cuidados que Carlos según le pareció y se dedicó a consolarla.

– Demoño, no llore usted le digo. El ñiño es de goma. Ha hecho cada disparate en su vida… Si le duele la pierna ya volverá. Y usted no chille tanto, mujer. Vamos a hacer un poco de té. Ya sé que a usted no le gusta, pero le sentará bien. Nos sentará bien a las dos. Aquí no consigo hierba mate. La hierba mate le gusta a todo el mundo, pero hace qué sé yo el tiempo que no la pruebo. Bueno, a callar. Vamos a la cocina.

Carlos se apoyaba en el hombro de Martin, pero efectivamente iba andando con más soltura según se alejaban de la casa. En la carretera dijo que llevaba el brazo como muerto.

– ¿No quieres que volvamos?

– No, quiero encontrar a Anita. Te juro que me las paga.

Martín empezó a hablar un poco inconexamente de lo que la gente del pueblo hablaba de Anita y cómo él se ponía negro cada vez que su madrastra decía barbaridades, pero que la culpa era de Anita por no saber vivir entre la gente.

– Mierda -dijo Carlos-, me cago en el pueblo y en lo que diga la gente. Lo que quiero es que la idiota esa se dé cuenta de lo que ha hecho conmigo.

La carretera parecía mucho más larga que otras veces y ellos andaban penosamente. El sol y el polvo los envolvía.

A un lado se extendían los pedregales grises y al otro la playa envuelta en la calina y el mar gris también a fuerza de luz. Carlos sudaba como nunca había sudado en sus correrías de por la tarde. El sudor de Carlos traspasaba su camisa, le mojaba la cara y se quedaba en gotas brillantes entre el vello rubio del bigote y las mejillas. El sudor de Carlos empapaba a Martín también.

– Estás malo, chico. Vamos a descansar. Estás malo.

– No, si descansamos no llegaremos. No hables. Aprieta los dientes como yo. Ahora llegamos. Vamos, no te pares.

– No vale la pena Anita. ¿Qué importa si está con Pepe? Volvamos, Carlos, tú estás malo.

– Sigue, cobarde, sigue.

Y ya no hablaron más. Sólo existía el polvo blanco, cegador, el ritmo de la marcha y el dolor del hombro de Martín donde Carlos se apoyaba. También aquel gemido entre dientes de Carlos que era ya como un acompañamiento necesario. El gemido de Carlos era el gemido de Martín también. A Martín -sin pensamiento alguno en la cabeza, sólo con el objetivo constante de dar un paso detrás de otro paso- la sensasión de que él y Carlos eran un solo cuerpo en aquella caminata le causaba una pesada embriaguez. Arrastraba aquel cuerpo dolorido y grande y tenía que arrastrarlo hasta el fin del mundo sin desmayo. No había más. El polvo con el sol encima y sus pasos uno detrás de otro. Nada más.

Cuando llegaron al pueblo Martín no podía creerlo. Le pareció un espejismo aquel pueblo de muros encalados y casi le dio mareo el filo de sombra en la calle estrecha que subían hasta llegar a casa de don Clemente. La frescura del zaguán era increíble. Martín agarró la cadena de la campanilla y tiró de ella furiosamente. Le pareció que tiraba de ella mil veces. Una mujer vieja con flores en el moño llegó corriendo. Y otra mujer joven. Y otra más. Todas llevaban delantal.

Carlos estaba apoyado por el lado del brazo sano en un rincón del zaguán. Jadeaba. Tenía los ojos enrojecidos, la cara negra de polvo y de sudor y se acercó a la cancela como un borracho.

– Mi hermana -dijo-, Anita.

– Díganle a don Clemente que venga. Mi amigo se ha caído del tejado de su casa. Está malo. Que venga don Clemente.

No entendían las muchas palabras que decían a la vez todas aquellas mujeres. Martín captó algo de que don Clemente dormía la siesta a aquella hora y Carlos, las palabras de la más vieja de las criadas que quería echarlos, diciendo que allí no había hermanas de nadie. No abrían la cancela del patio. Hablaban todas a la vez. Carlos, con la cara entre aquellas rejas de la cancela, dio dos gritos terribles.

– ¡Ana!… ¡Anita!

Y después sucedió algo espantoso a los ojos de Martín. Las rodillas de Carlos se fueron doblando hasta que el chico quedó arrodillado en el suelo junto a la verja aquella, gimiendo y como inconsciente.

Se oyó el ruido de una ventana del corredor que se abría. Las mujeres franquearon la cancela entonces, asustadas. Y Anita apareció en el fondo del patio.

XI

MARTÍN, MUY CANSADO, no se molestó en dar la vuelta por el camino de las dunas. Atravesó el pinar lleno de sombras y blancas manchas de luna, trepó a lo alto del muro y cayó en el jardín de su casa. Estaba abierta la ventana del comedor y vio las figuras de su padre y de Adela. El padre estaba en mangas de camisa y Adela llevaba su eterno quimono. Cuando Martín entró en el recibidor Adela empezó a interrogarle.

– Tenía ganas de verte. ¿Qué ha pasado esta tarde? Ven aquí en seguida y cuéntaselo a tu padre.

Martín apareció con cara de sonámbulo en la luz cruda del comedor. No hacía más que mirar hacia todas aquellas mariposas y hormigas con alas que daban vueltas alrededor de la lámpara y preguntó a su vez por la pequeña Adelita.

– La niña está durmiendo -dijo Adela con impaciencia-, y yo te estoy preguntando a ti qué es lo que pasó esta tarde en casa de don Clemente. Sabemos que estabas allí cuando encontraron a la fresca esa de casa del inglés acostada en la cama con Pepe y sabemos que doña María está mala del disgusto.

– No… No es verdad.

– Coño, no te quedes con esa cara de tonto, Martín. En la Batería no se hablaba esta tarde de otra cosa. Alguien dio el soplo por teléfono desde el pueblo y desde el capitán hasta el último recluta cuentan la historia. Di de una vez lo que pasó.

– Carlos se cayó desde el tejado de su casa y dice don Clemente que tiene un brazo roto. Eso es todo lo que hay.

– Bien, Jabato, bien, ¿conque eso es todo? ¿No había ido antes esa chica a meterse en el cuarto de Pepe? Mañana se enterará Adela por la misma doña María.

– Carlos tiene un brazo roto. Don Clemente dice que si quieren que lo lleven a Murcia para que vean la rotura a rayos X.

Adela con la cara crispada por una sonrisa de incredulidad empujó la sopera que contenia gazpacho hasta el sitio de Martín.

– Entonces la niña esa, ¿no estaba con Pepe? Entonces ¿no es verdad que vinisteis juntos todos en la tartana de Perico? Porque si no es verdad el pueblo entero vio visiones. Y si es mentira que doña María le dio una bofetada a la fresca esa, todo el pueblo miente y si tú no te has enterado de nada tú eres un idiota y un lelo, eso es lo que eres.