– No hables mal de U.S.A., Frufrú. Gracias a U.SA. vivimos tú y yo.
– ¿Quieres decir que vivimos gracias a Peggy? Nos lo hace sudar, Corsi. Siempre nos lo ha hecho sudar.
– Esa palabra sudar es tan fea. Frufrú…
Se interrumpió el señor Corsi porque Carmen apareció con el plato de pescado. Contemplar la cara del señor Corsi mirando a Carmen con las cejas alzadas ligeramente y contemplar a Carmen con sus ojos trágicos un poco más abiertos que de ordinario, las comisuras de la boca muy caídas en forma de gárgola de catedral y aquella fuente temblona sobre sus manos, fue para Martín un espectáculo. Cuando Carmen se ausentó de nuevo, el señor Corsi suspiró profundamente.
– En fin, hijos míos. Si vosotros podéis soportar a esta hermosa femme de chambre, yo nada tengo que decir, pero creo que enfermaría del hígado si tuviese que quedarme aquí.
– Pero si Carmen es simpática, papá, no seas tonto. Y el viejo Paco el guarda es un gran tipo. Canta flamenco muy bien aunque es viejo y el año pasado me enseñó a coger lagartos con anzuelo.
– Ya sería hora de que aprendieses cosas más a propósito con tu estatura, hijo mío. Aunque no sé a qué vas a dedicarte aquí si no es a cantar flamenco y a pescar lagartos… Al menos aprende a cantar flamenco bien. Alguna vez puede que te sirva para ganarte la vida. Es una pena que no tengas tipo de gitano. Anita pasaría mejor por gitana auténtica, pero no tiene oído.
Anita se reía pensando en otras cosas.
– Martín, desde que yo era pequeña todo el mundo se enamoraba de mí y me llamaba gitanilla. ¿Verdad, papá, que es cierto? ¿Sabes que vinimos a parar a esta finca porque Mr. Pyne se enamoró de mí? Quería prohijarme y su mujer también. En realidad Mr. Pyne quería comprarme y papá necesitaba dinero entonces, de modo que fue una tentación muy fuerte para papá…
– Eres una descarada, hija mía. Pescatore va a pensar que estamos locos.
– Yo le propuse a papá que me vendiese y que yo luego me escaparía, pero Frufrú y Carlos lloraban y lo estropearon todo.
– Qué manera de contar las cosas, hija. Me parece que Carlos hubiera estado muy satisfecho si yo le hubiese dejado de hijo único. ¿No es verdad, efebo mío?
– Claro que sí. Aquello de la venta de Anita fue una broma, Martín. Además, Mrs. Pyne terminó teniéndole un miedo horrible a Anita.
– Fue cosa de Frufrú, que asustó a Mrs. Pyne diciéndole que yo mordía y que me daban ataques epilépticos.
– Yo conozco a Corsi y sabía lo que me hacía al prevenir a aquella señora. Bien, no me mires así, Corsi. Sé perfectamente que no eres capaz de desprenderte de Anita para siempre, pero sé que eres capaz de meterte en un lío de los más tontos si te ponen dinero en la mano cuando lo necesitas.
El señor Corsi se limpió los labios con su servilleta y bebió un poco de vino blanco y frío de su vaso en el que se reflejaba la llama de una vela.
– Este Martín pescatore puede creer todo lo que contáis.
– Yo no creo nada -logró decir Martín con tono entre alarmado y jocoso.
– ¿No crees nada, pescatore? Eres muy inteligente… Anita, hija, ¿sabes que me estoy cansando de esta negrura y de este ambiente de catacumba? Sobre todo cuando aparece la mucama esa vestida de negro y blanco. Tengo algo así como una impresión de sesión de espiritismo que me pone la carne de gallina. No me gustan las sesiones de espiritismo si no soy yo quien las organiza y preparo los trucos. Brrr, tengo hasta frío.
– Tomaremos el café fuera, bajo la sombra de los pinos, Corsi.
– Sí, sí. Estoy necesitando un poco de calor, la verdad. Calor y luz.
Anita se inclinó a Martín.
– ¿No crees nada? Papá puede decirte lo que le costó quedar tan amigo de Mr. Pyne y su señora cuando dijo definitivamente que no me daba a adoptar. Le costó regalarles una pareja de pekineses, unos cachorros preciosos que yo quería para mí. Mrs. Pyne quedó tan entusiasmada del cambio de mi adopción por la de los cachorros que estuvo animando a su marido a que nos alquilara esta casa porque papá entonces no sabía qué hacer con nosotros con todo eso de la guerra europea y de que él tenía que pasar el verano viajando entre Lisboa y Madrid… Así vinimos a la finca, porque además míster Pyne no quiso cobrar alquiler alguno. Él no piensa volver hasta que se pcabe la guerra en el mundo y parece que va a tardar mucho en acabarse, según dice papá… Dile a Martín si esta historia es mentira, papá.
– Pero, hija, a Martín no le importan nada estas crónicas familiares.
Martín, aunque ya sabía que los Corsi no toleraban preguntas directas, tuvo el raro atrevimiento de interrogar al señor Corsi en qué lugar del mundo habían conocido a míster Pyne.
– ¿Fue en Tánger, Frufrú?
– Primero le conocimos en Gibraltar, pero luego le encontramos otra vez en Tánger cuando tú no estabas. Los niños reconocieron un día a Mr. Pyne en la calle y fueron a saludarle.
– Martín, ¿te interesan los viajes? Ya veo que no has viajado nunca. Cuando tengas unos cuantos años más, digamos mi edad, te aburrirán muchísimo los viajes, pescatore.
– Papá está perezosísimo, casi no le reconocemos -dijo Anita-. Este año le daba pena dejar el piso de Madrid y meterse en el Palace, ¿verdad, papá?
– Sí, ha sido un sacrificio. Pero creo que tendremos un piso mejor este invierno. Tengo mis proyectos. No me gustaría salir de Madrid por ahora. Ah, no, necesito un poco de paz.
– Si no estuvieran esos demoños delante, Corsi, ya te diría yo cómo se llama la paz que tú necesitas ahora en Madrid. La única tranquilidad es saber que no te casarás. No puedes mientras esté yo cerca de ti como testigo.
– Estás hecha una vieja bruja descarada. Frufrú. Charlas por los codos y no piensas en que tenemos invitados.
Carlos tenía la cara enrojecida por la luz de las velas. Martín quedó asombrado al mirarle por la belleza de aquella cara de su amigo. Era como si la viera por primera vez. Y en aquel momento las facciones de Carlos estaban tensas. Con una voz un poco rara, contenida, empezó a interrogar a su padre:
– ¿Es cierto que no te puedes casar, papá? Entonces ¿es que no ha muerto ella? Tengo derecho a saberlo.
– ¿Ves, Frufrú, ves? He aquí tu obra… Carlos, no puedo casarme porque no quiero. Ésa es la única razón. Ya me he casado demasiadas veces y ya tengo bastantes complicaciones con vosotros, como bien sabe Frufrú. Ah, aquí está nuestra buena y simpática Carmen con el postre. Gracias, Carmen, es usted la amabilidad en persona.
Hubo un largo silencio hasta que Carmen salió del comedor, siempre grande, temblorosa y callada.
– Frufrú, hija -dijo entonces el señor Corsi-, tú que eres tan buena médium ¿no notas algo raro en el ambiente? ¿No te da miedo quedarte sola con los chicos en esta casa? Si no lo puedes resistir ponme un telegrama y os vendré a recoger inmediatamente.
– Son las velas de Anita, Corsi. No empieces con tus fantasías. Abre la ventana, Carlos, que nos acostumbremos a la luz.
Efectivamente -el señor Corsi sonrió al abrir Carlos las maderas de la ventana-, efectivamente, la idea de Anita fue un poco macabra. Además estas velas humean mucho… Este invierno, Anita, si, como espero, salen las cosas bien, podrás desplegar tu fantasía cuando demos alguna cena, pero con velas de cera perfumada y no de éstas. No te entristezcas, guapa. La mesa estaba bonita, sólo que yo sentía algo por dentro cuando venía esa mujer a la luz de las velas… ¿Estáis seguros de que le rige bien la cabeza a esa Carmen? Tiene un ojo un poco extraño. El izquierdo. Es un síntoma de desequilibrio… Martín, en cambio, me gusta mucho. Creo que habéis hecho una buena adquisición con Martín. Encaja perfectamente en la Familia. Encaja mejor en nuestra familia que en la suya propia… ¿Eh, pescatore?
Martín sonrió, azorado.
– Bien, Martín, figlio, no tomes a ofensa lo que he dicho. Tu casa es encantadora, pero me parece que te sientes más a gusto aquí. Adivino que no te interesan los bebés y tu casa parece llena de bebés… Oí llorar a uno todo el rato mientras estuve allí.