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Diágoras le hizo señas para que se acercara.

– Maestro Platón -dijo, reverencial, abriéndose paso junto a Heracles hasta llegar al gran filósofo-. Maestro Platón: es Heracles, del demo de Póntor. Deseaba conocer la escuela, y pensé que no hacía mal invitándolo esta noche…

– En modo alguno has hecho mal, Diágoras, salvo que Heracles así lo considere -repuso Platón, afable, con hermosa y grave voz, y se volvió hacia el Descifrador levantando la mano en ademán de saludo-. Sé bienvenido, Heracles Póntor.

– Te lo agradezco, Platón.

Heracles -a semejanza de muchos otros- tenía que mirar hacia arriba para dirigirse a Platón, que era una figura enorme, amurallada de robustos hombros y guarnecida por un torso poderoso del cual parecía emanar el plateado torrente de su voz. No obstante, había algo en la forma de ser del insigne filósofo que lo asemejaba a un niño encerrado en una fortaleza: quizás era esa actitud casi constante de simpático asombro, pues cuando alguien le hablaba, o al dirigirse a alguien, o simplemente cuando meditaba, Platón solía abrir mucho sus inmensos ojos grises de retorcidas pestañas y enarcar las cejas hasta una altura casi cómica, o, por el contrario, fruncirlas como un sátiro de áspero ceño. Ello le otorgaba justo la expresión del hombre que, sin previo aviso, recibe un mordisco en las nalgas. Quienes lo conocían, solían afirmar que tal asombro no era legítimo: cuanto más asombrado parecía por algo, menos importancia le concedía a ese algo.

Frente a Heracles Póntor, la expresión de Platón fue de grandísimo asombro.

Los filósofos habían empezado a entrar ordenadamente en el edificio de la escuela. Los alumnos esperaban su turno. Diágoras retuvo a Heracles para decirle:

– No veo a Antiso. Estará aún en el gimnasio… -y de repente, casi sin transición, murmuró-: Oh, Zeus…

El Descifrador siguió la dirección de su mirada.

Un hombre se acercaba en solitario por el camino de entrada. Su aspecto no era menos imponente que el de Platón, pero, a diferencia de éste, parecía añadírsele cierta cualidad salvaje. Acunaba entre sus enormes brazos a un perro blanco de cabeza deforme.

– He decidido aceptar tu invitación después de todo, Diágoras -dijo Crántor, sonriente y campechano-. Creo que tendremos una velada muy divertida. [56]

– Filotexto te ofrece sus saludos, maestro Platón, y se pone a tu disposición -dijo Eudoxo-. Ha viajado tanto como tú, y te aseguro que su conversación no tiene desperdicio…

– Como la carne que hemos degustado hoy -repuso Policleto.

Hubo risas, pero todos sabían que los comentarios banales o privados, que hasta entonces habían constituido la esencia de la reunión, debían dejar paso, como en cualquier buen symposio, al coloquio reflexivo y al fructífero mercadeo de opiniones de un lado a otro de la sala. Los comensales se habían distribuido en círculo recostados sobre cómodos divanes y los alumnos los atendían como perfectos esclavos. Nadie se interesaba mucho por la presencia silenciosa -aunque notoria- del Descifrador de Enigmas: su profesión era célebre, pero la mayoría la consideraba vulgar. En cambio, se había desarrollado un creciente huroneo por Filotexto de Quersoneso -un misterioso viejecillo a quien la penumbra de las escasas lámparas del salón velaba el rostro-, amigo del mentor Eudoxo, y por el filósofo Crántor, del demo de Póntor -«amigo del mentor Diágoras», según había dicho él mismo-, recién llegado a Atenas después de un largo periplo que todos aguardaban con impaciencia a que narrara. Ahora, con el infatigable trabajo de las lenguas, que se retorcían para limpiar los agudos colmillos de restos de carne -restos que después serían disueltos con sorbos de vino aromatizado que erizaba el paladar-, había llegado el momento de satisfacer la curiosidad que inspiraban aquellos dos visitantes.

– Filotexto es escritor -continuó Eudoxo-, y conoce tus Diálogos y los admira. Además, parece investido por Apolo del poder oracular de Delfos… Tiene visiones… Asegura que ha visto el mundo del futuro, y que éste, en algunos aspectos, se acomoda a tus teorías… Por ejemplo, respecto de esa igualdad que propugnas entre los trabajos de hombres y mujeres…

– Por Zeus Cronida -intervino de nuevo Policleto, fingiendo gran angustia-, déjame beber unas cuantas copas más, Eudoxo, antes de que las mujeres aprendan el oficio de soldado…

Diágoras era el único que no participaba de la cordialidad general, pues esperaba de un momento a otro ver estallar a Crántor. Quiso comentarlo en voz baja con Heracles, pero advirtió que éste, a su modo, tampoco se hallaba integrado en el ambiente: permanecía inmóvil en el diván, sosteniendo la copa de vino con su obesa mano izquierda sin decidirse a abandonarla en la mesa ni llevársela a los labios. Parecía la estatua recostada de algún viejo y gordo tirano. Pero sus ojos grises se hallaban vivos. ¿Qué miraba?

Diágoras comprobó que el Descifrador no perdía de vista las idas y venidas de Antiso.

El adolescente, que vestía un jitón azul abierto maliciosamente por los costados, había sido nombrado copero principal, y se adornaba -como es costumbre- con una corona de hiedra que erizaba sus bucles rubios y una hipothymides o guirnalda de flores que colgaba de sus marfileños hombros. En aquel momento se hallaba sirviendo a Eudoxo, después pasaría a Harpócrates, y continuaría con el resto de comensales siguiendo un estricto orden de precedencia.

– ¿Y qué es lo que escribes, Filotexto? -preguntó Platón.

– De todo… -replicó el viejecillo desde las sombras-: Poesía, tragedia, comedia, obras en prosa, épica y otros géneros de muy variado signo. Las Musas han sido indulgentes conmigo y no me han impuesto demasiadas trabas. Por otra parte, aunque Eudoxo se ha referido a mis supuestas «visiones», comparándome incluso con el oráculo de Delfos, debo aclararte, Platón, que yo no «veo» el futuro sino que me lo invento: lo escribo, que para mí equivale a inventarlo. Concibo, por puro placer, mundos distintos de éste y voces que hablan desde otras épocas, pasadas o futuras; y al terminar mis creaciones, las leo y veo que son buenas. Si son malas, lo que también sucede a veces, las tiro a la basura y comienzo otras -y, tras las breves carcajadas que premiaron sus últimas frases, añadió-: Es cierto que Apolo me ha permitido, en ocasiones, deducir lo que puede ser el futuro, y, de hecho, tengo la impresión de que hombres y mujeres terminarán ejerciendo los mismos oficios, tal como sugieres en tus Diálogos. En cambio, no creo que lleguen a existir gobiernos maravillosos ni gobernantes «dorados» que trabajen en pro de la ciudad…

– ¿Por qué? -preguntó Platón con sincera curiosidad-. En estos tiempos es difícil que tales gobiernos existan, es cierto. Pero, en un lejano porvenir, cuando pasen cientos o miles de años…, ¿por qué no?

– Porque el hombre no ha cambiado ni cambiará nunca, Platón -replicó Filotexto-. Por mucho que nos duela reconocerlo, el ser humano no se deja guiar por Ideas invisibles y perfectas, ni siquiera por razonamientos lógicos, sino por impulsos, por deseos irracionales…

Se suscitó una repentina controversia. Algunos se interrumpieron mutuamente en su afán por intervenir. Pero una voz de retorcido y erizado acento se impuso sobre las demás:

– Estoy de acuerdo con eso.

Los rostros se volvieron hacia Crántor.

– ¿Qué quieres decir, Crántor? -inquinó Espeusipo, uno de los mentores más respetados, pues todos suponían que heredaría la dirección de la Academia tras la muerte de Platón.

– Que estoy de acuerdo con eso.

– ¿Con qué? ¿Con lo que ha dicho Filotexto?

– Con eso.

Diágoras cerró los ojos y recitó una muda plegaria.

– Así pues, ¿crees que los hombres no se dejan guiar por la presencia evidente de las Ideas sino por impulsos irracionales?

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[56] Durante estas últimas horas he recuperado el control de mis nervios. Ello se debe, sobre todo, a que he distribuido racionalmente mis períodos de descanso entre los párrafos: estiro las piernas y doy breves paseos alrededor de mi celda. Gracias a este ejercicio he logrado concretar mejor el reducido mundo en que me hallo: un rectángulo de cuatro pasos por tres con un camastro en una esquina y una mesa con su silla junto a la pared opuesta; sobre la mesa, mis papeles de trabajo y el texto de La caverna de Montalo. También dispongo -¡oh lujo derrochador!- de un pequeño agujero excavado en el suelo para hacer mis necesidades. Una maciza puerta de madera con flejes de hierro me niega la libertad. Tanto la cama como la puerta -no digamos el agujero- son vulgares. La mesa y la silla, sin embargo, parecen muebles caros. Poseo, además, abundante material de escritura. Todo esto representa un buen cebo para mantenerme ocupado. La única luz que mi carcelero me permite es la de esta lámpara miserable y caprichosa que ahora contemplo, colocada sobre la mesa. Así pues, por mucho que intente resistirme siempre termino sentándome y continuando con la traducción, entre otras cosas para no volverme loco. Sé que eso es exactamente lo que quiere Quiensea. «¡Traduce!», me ordenó a través la puerta hace… ¿cuánto tiempo?… pero… Ah, oigo un ruido. Seguro que es la comida. Por fin. (N. del T.)