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«Así pues, hablaba de esto por el dolor que siente», pensó Heracles, comprensivo. Decidió ser amable:

– ¿Cómo está Elea?

– Se soporta a sí misma aún. Pero sufre cuando piensa en su terrible soledad.

– ¿Y Daminos de Clazobion?

– Es un negociante. No aceptará casarse con Elea hasta que yo muera. La ley se lo permite. Ahora, tras la muerte de su hermano, mi hija se ha convertido legalmente en epiclera, y debe contraer matrimonio para que nuestra fortuna no pase a manos del Estado. Daminos posee la prerrogativa de tomarla como esposa, pues es su tío por línea paterna, pero no me guarda demasiado aprecio, menos aún desde la muerte de Meragro, y está esperando, como dicen que esperan las aves fúnebres el desmayo de los cuerpos, a que yo desaparezca. No me importa -se frotó los brazos-. Al menos, tendré la seguridad de que esta casa formará parte de la herencia de Elea. Además, no tengo donde elegir: ya podrás imaginarte que mi hija no cuenta con muchos pretendientes, pues nuestra familia cayó en deshonor…

Tras breve pausa, Heracles dijo:

– Etis, he aceptado un pequeño trabajo -ella lo miró. El habló con rapidez, en un tono formal-. No puedo revelarte el nombre de mi cliente, pero te aseguro que es una persona honesta. En cuanto a la labor, se relaciona de alguna forma con Trámaco… Creí que debía aceptarlo… y decírtelo.

Etis apretó los labios.

– ¿Has venido a verme, pues, como Descifrador de Enigmas?

– No. He venido a decírtelo. No te importunaré más si no lo deseas.

– ¿Qué clase de misterio puede relacionarse con mi hijo? Su vida no tenía secretos para mí…

Heracles respiró profundamente.

– No debes preocuparte: mi investigación no está centrada en Trámaco, aunque vuela a su alrededor. Me serviría de mucha ayuda que contestaras a algunas preguntas.

– Muy bien -dijo Etis, pero en un tono que parecía evidenciar que pensaba justo lo opuesto.

– ¿Notabas a tu hijo preocupado en los últimos meses?

La mujer frunció el ceño, pensativa.

– No… Era el mismo de siempre. No me pareció especialmente preocupado.

– ¿Pasabas mucho tiempo con él?

– No, porque, aunque yo lo deseaba, no quería agobiarlo. Se había vuelto muy sensible en ese aspecto, como dicen que se vuelven los hijos varones en las casas gobernadas por mujeres. No soportaba que nos entrometiéramos en su vida. Quería volar lejos -hizo una pausa-. Ansiaba cumplir la edad de la efebía, y así poder marcharse de aquí. Y Hera sabe que yo no lo censuraba.

Heracles asintió cerrando brevemente los ojos, en un gesto que parecía indicar que estaba de acuerdo con todo lo que Etis dijera sin necesidad de que ella lo dijese. Después comentó:

– Sé que se educaba en la Academia…

– Sí. Quise que fuera así, no sólo por él sino también en recuerdo de su padre. Ya sabes que Platón y Meragro mantenían cierta amistad. Y Trámaco era un buen alumno, según decían sus mentores…

– ¿Qué hacía en su tiempo libre?

Tras breve pausa, Etis dijo:

– Te respondería que no lo sé, pero, como madre, creo saberlo: hiciera lo que hiciese, Heracles, no sería muy diferente de lo que hace cualquier muchacho de su edad. Ya era un hombre, aunque la ley no lo admitiese. Y era dueño de su vida, como cualquier otro hombre. A nosotras no nos dejaba meter las narices en sus asuntos. «Limítate a ser la mejor madre de Atenas», me decía… -sus pálidos labios iniciaron una sonrisa-. Pero te repito que no

tenía secretos para mí: yo sabía que se estaba educando bien en la Academia. Su pequeña intimidad no me importaba: lo dejaba volar libre.

– ¿Era muy religioso?

Etis sonrió y se removió en el diván.

– Oh, sí, los Sagrados Misterios. Acudir a Eleusis es lo único que me queda. No sabes qué fuerzas me da, pobre viuda como soy, tener algo distinto en lo que creer, Heracles… -él no modificó la expresión de su rostro mientras la miraba-. Pero no he contestado a tu pregunta… Sí, era religioso… A su modo. Nos acompañaba a Eleusis, si eso es lo que significa ser religioso. Pero confiaba más en sus fuerzas que en sus creencias.

– ¿Conoces a Antiso y Eunío?

– Claro que sí. Sus mejores amigos, compañeros de la Academia y vástagos de buenas familias. En ocasiones, también acudían a Eleusis con nosotros. Tengo la mejor opinión sobre ellos: eran dignos amigos de mi hijo.

– Etis… ¿era costumbre de Trámaco marcharse a cazar en solitario?

– A veces. Le gustaba demostrar que estaba preparado para la vida -sonrió-. Y, de hecho, lo estaba.

– Disculpa el desorden de mis preguntas, por favor, pero ya te dije que mi investigación no se centraba en Trámaco… ¿Conoces a Menecmo, el escultor poeta?

Los ojos de Etis se entrecerraron. Se envaró un poco más en el diván, como un ave que pretendiera echar a volar.

– ¿Menecmo?… -dijo, y se mordió suavemente el labio. Tras una brevísima pausa, añadió-: Creo que… Sí, ahora lo recuerdo. Frecuentaba mi casa cuando Meragro vivía. Era un individuo extraño, pero mi marido tenía amigos muy extraños… y no lo digo por ti, precisamente.

Heracles imitó su fina sonrisa. Después dijo:

– ¿No lo has vuelto a ver? -Etis respondió que no-. ¿Sabes si, de alguna forma, se relacionaba con Trámaco?

– No, no lo creo. Desde luego, Trámaco nunca me habló de él -él semblante de Etis reflejaba preocupación. Frunció el ceño-. Heracles, ¿qué ocurre?… Tus preguntas son tan… Aunque no puedas revelarme lo que investigas, dime, al menos, si la muerte de mi hijo… Quiero decir: a Trámaco lo atacó una manada de lobos, ¿no es cierto? Eso es lo que nos han dicho, y fue así, ¿no es verdad?

Heracles, siempre inexpresivo, dijo:

– Así es. Su muerte no tiene nada que ver en esto. Pero no te molestaré más. Me has ayudado, y te lo agradezco. Que los dioses te sean propicios.

Se marchó apresuradamente. Su conciencia le remordía, pues había tenido

que mentirle a una buena mujer. [33]

Cuentan que aquel día sucedió algo inaudito: la gran urna de las ofrendas en honor a Atenea Niké dejó escapar, por descuido de los sacerdotes, los centenares de mariposas blancas que contenía. Y esa mañana, bajo el radiante y tibio sol del invierno ateniense, las vibrátiles alas, fragilísimas y luminosas, invadieron toda la Ciudad. Hubo quien las vio penetrar en el impoluto santuario de Artemisa Brauronia y buscar el camuflaje del níveo mármol de la diosa; otros sorprendieron, en el aire que rodea la estatua de Atenea Prómacos, móviles florecillas blancas agitando sus pétalos sin caer al suelo. Las mariposas, que se reproducían con rapidez, acosaron sin peligro los pétreos cuerpos de las muchachas que sostienen, sin necesidad de ayuda, el techo del Erecteion; anidaron en el olivo sagrado, regalo de Atenea Portaégida; descendieron, en el resplandor de su vuelo, por las laderas de la Acrópolis y, convertidas ya en un levísimo ejército, irrumpieron con molesta suavidad en la vida cotidiana. Nadie quiso hacerles nada, porque apenas eran nada: tan sólo luz que parpadeaba, como si la Mañana, al hacer vibrar las ligerísimas pestañas de sus ojos, dejara caer en la Ciudad el polvillo de su brillante maquillaje. De modo que, observadas por un pueblo asombrado, se dirigieron, sin obstáculos, a través del impalpable éter, al templo de Ares y a la Stoa de Zeus, al edificio del Tolo y al de la Heliea, al Teseion y al monumento a los Héroes, siempre fúlgidas, inestables, obstinadas en su transparente libertad. Después de besar los frisos de los edificios públicos como niñas fugaces, ocuparon los árboles de los jardines y nevaron, zigzagueando, sobre el césped y las rocas de los manantiales. Los perros les ladraban sin daño, como a veces hacen ante los fantasmas y los torbellinos de arena; los gatos saltaban hacia las piedras apartándose de su indeciso camino; los bueyes y mulos alzaban sus pesadas cabezas para contemplarlas, pero, como eran incapaces de soñar, no se entristecían.

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[33] La mía no me remuerde en absoluto, ya que ayer le conté a Helena la coincidencia que más me preocupa de todas. «Pero ¿cómo puedes tener tanta fantasía?», protestó. «¿Qué relación puede haber entre la muerte de Montalo y la de un personaje de un texto milenario? ¡Oh, por favor! ¿Te estás volviendo loco? Lo de Montalo es un hecho real, un accidente. Lo del personaje del libro que traduces es pura ficción. Quizá se trate de otro recurso eidético, un símbolo secreto, yo qué sé…» Como siempre, Helena tiene razón. Su abrumadora visión práctica de las cosas haría trizas las pesquisas más inteligentes de Heracles Póntor -que, por muy ficticio que sea, se está convirtiendo, día tras día, en mi héroe favorito, la única voz que le da sentido a todo este caos-, pero, qué quieres que te diga, asombrado lector: de repente me ha parecido muy importante averiguar más cosas sobre Montalo y su solitaria forma de vida. Ya le he escrito una carta a Arístides, uno de los académicos que más lo conocieron. No ha tardado en responderme: me recibirá en su casa. Y a veces me pregunto: ¿estoy tratando de imitar a Heracles Póntor con mi propia investigación? (N. del T.)