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– Peores eran los interrogatorios. Yo nunca quise participar.

– Pero si te lo hubieran pedido hubieras participado.

– No te digo ni que sí ni que no.

– ¿Te acuerdas del compañero de liceo que tuvimos preso?

– Claro que me acuerdo. ¿Cómo se llamaba?

– Fui yo el que se dio cuenta que estaba entre los detenidos, aunque todavía no lo había visto personalmente. Tú sí y no lo reconociste.

– Teníamos veinte años, compadre, y hacía por lo menos cinco que no veíamos al loco ese. Arturo creo que se llamaba. Él tampoco me reconoció a mí.

– Sí, Arturo, a los quince se fue a México y a los veinte volvió a Chile.

– Qué mala cueva.

– Qué buena cueva, caer justo en nuestra comisaría.

– Bueno, ésa es una historia muy vieja, ahora todos vivimos en paz.

– Cuando vi su nombre en la lista de los presos políticos, supe en el acto que se trataba de él. No existen muchos apellidos como el suyo.

– Fíjate bien en lo que estái haciendo, si te parece cambiamos de asiento.

– De inmediato me dije éste es nuestro viejo condiscípulo Arturo, el loco Arturo, el huevón que se fue a México a los quince años.

– Bueno, creo que él también se alegró de que nosotros estuviéramos allí.

– Cuando tú lo viste estaba incomunicado y lo alimentaban los otros presos. ¿Cómo no se iba a alegrar?

– La verdad es que se alegró.

– Me parece que lo estoy viendo.

– Pero si tú no estabas allí.

– Pero tú me lo contaste. Le dijiste ¿tú eres Arturo Belano, de Los Ángeles, provincia de Bío-Bío? Y él te contestó sí, señor, yo soy.

– Lo que son las cosas, a mí ya se me había olvidado.

– Y entonces tú le dijiste ¿no te acordái de mí, Arturo?, ¿no sabís quién soy, huevón? Y él te miró como diciéndose ahora me torturan a mí o yo qué le he hecho a este tira conchaesumadre.

– Me miró como con miedo, es verdad.

– Y te dijo no, señor, no tengo ni idea, pero ya comenzó a mirarte de otra manera, separando las aguas fecales del pasado, como diría el poeta.

– Me miró como con miedo, eso es todo.

– Y entonces tú le dijiste soy yo, huevón, tu compañero de liceo, de Los Ángeles, de hace cinco años, ¿no me reconoces?, ¡soy Arancibia! Y él hizo como un esfuerzo muy grande porque habían pasado muchos años y en el extranjero le habían pasado muchas cosas, más las que le estaban pasando en la patria, y francamente no conseguía ubicar tu rostro, recordaba rostros que tenían quince años, no veinte, y además tú nunca fuiste muy amigo suyo.

– Era amigo de todos, pero se codeaba con los más gallos.

– Tú nunca fuiste muy amigo suyo.

– Pero me hubiera encantado, ésa es la pura verdad.

– Y entonces él dijo Arancibia, claro, hombre, Arancibia, y aquí viene lo más divertido, ¿verdad?

– Depende. Al compañero que iba conmigo no le hizo ninguna gracia.

– Te cogió de los hombros y te dio un golpe en el pecho que te hizo recular por lo menos tres metros.

– Un metro y medio. Como en los viejos tiempos.

– Y tu compañero se le abalanzó, claro, pensando que el pobre huevón se había vuelto loco.

– O que pretendía fugarse, en aquella época éramos tan sobrados que no nos quitábamos las pistolas para pasar lista.

– O sea que tu compañero pensó que te quería quitar la pistola y se le fue encima.

– Pero no le llegó a pegar, yo le avisé que era un amigo.

– Y entonces te pusiste tú también a darle palmaditas y le dijiste que se tranquilizara y le contaste lo bien que nos lo estábamos pasando.

– Sólo le conté lo de las putas, qué jóvenes éramos entonces.

– Le dijiste cada noche me tiro a una puta en los calabozos.

– No, le dije que armábamos malones, que culiábamos hasta la amanecida. Siempre que tocara guardia, claro.

– Y él seguro que te dijo fantástico, Arancibia, fantástico, no me esperaba menos de ti.

– Algo por el estilo, cuidado con esa curva.

– Y tú le dijiste qué haces aquí, Belano, ¿no te habías ido a vivir a México? Y él te dijo que había vuelto, y por supuesto que era inocente, como cualquier ciudadano.

– Me pidió que le hiciera la gauchada de dejarlo telefonear.

– Y tú lo dejaste llamar por teléfono.

– Esa misma tarde.

– Y le hablaste de mí.

– Le dije: Contreras también está aquí y él creyó que tú estabas preso.

– Encerrado en un calabozo, dando alaridos a las tres de la mañana, como el gordo Martinazzo.

– ¿Quién era Martinazzo? Ya no me acuerdo.

– Uno que teníamos de paso. Si Belano era de sueño ligero escucharía sus gritos cada noche.

– Pero yo le dije no, compadre, Contreras es detective también, y le soplé al oído: pero de izquierdas, no se lo digas a nadie.

– Mala cosa haberle dicho eso.

– No te iba a dejar en la estacada.

– ¿Y Belano qué dijo cuando se lo dijiste?

– Puso cara de no creerme. Puso cara de no saber quién carajos era Contreras. Puso cara de pensar este tira reculiado está a punto de llevarme al matadero.

– Y eso que era un cabro confiado.

– A los quince años todos somos confiados.

– Yo no confiaba ni en mi madre.

– ¿Cómo que no confiabas ni en tu madre? Con la madre no se juega.

– Precisamente por eso.

– Y luego le dije: esta mañana verás a Contreras, cuando los saquen a los cagaderos, fíjate bien, él te hará una señal. Y Belano me dijo okey, pero que le solucionara lo del teléfono. Sólo se preocupaba por la llamada.

– Era para que le trajeran comida.

– En cualquier caso cuando nos despedimos se quedó contento. A veces pienso que si nos hubiéramos visto en la calle tal vez no me hubiera ni saludado. El mundo da muchas vueltas.

– No te hubiera reconocido. En el liceo no eras de sus amigos.

– Ni tú tampoco.

– Pero a mí sí me reconoció. Cuando los sacaron a eso de las once, todos los presos políticos en fila india, yo me acerqué al corredor que daba a los baños y lo saludé de lejos con un movimiento de cabeza. Él era el más joven de los detenidos y no se le veía muy bien.

– ¿Pero te reconoció o no te reconoció?

– Claro que me reconoció. Nos sonreímos a lo lejos y entonces él pensó que todo lo que tú le habías dicho era verdad.

– ¿Qué le dije yo a Belano, vamos a ver?

– Todo un montón de mentiras, me lo contó cuando lo fui a ver.

– ¿Cuándo lo fuiste a ver?

– Esa misma noche, después de que trasladaran a casi todos los presos. Belano se había quedado solo, todavía faltaban horas para la llegada de una nueva remesa, y estaba con el ánimo por los suelos.

– Es que dentro flaquean hasta los más gallitos.

– Bueno, tampoco se había quebrado, si a eso vamos.

– Pero le faltaría poco.

– Poco le faltó, es verdad. Y encima le pasó una cosa bien curiosa. Yo creo que por eso me he acordado de él.

– ¿Qué cosa curiosa le pasó?

– Bueno, le pasó cuando estaba incomunicado, ya sabes cómo eran esas cosas en la comisaría del Temple, para lo único que servían era para matarte de hambre, porque si te lo proponías podías mandar a la calle cuantos mensajes quisieras. Bueno, Belano estaba incomunicado, es decir nadie le traía comida de fuera, no tenía jabón, ni cepillo de dientes, ni una manta para taparse por la noche. Y con el paso de los días, por supuesto, estaba sucio, barbón, la ropa le olía, en fin, lo de siempre. El caso es que una vez al día a todos los presos los sacábamos al baño, ¿te acuerdas, no?

– Cómo no me voy a acordar.

– Y camino del baño había un espejo, no en el baño propiamente dicho sino en el corredor que había entre el gimnasio en donde estaban los presos políticos y el baño, un espejo pequeñito, cerca del archivo de la comisaría, ¿te acuerdas, no?

– De eso sí que no me acuerdo, compadre.

– Pues había un espejo y todos los presos políticos se miraban en él. El espejo que había en el baño lo habíamos quitado por si a alguno se le ocurría una tontería, así que el único espejo que tenían para comprobar qué tal se habían afeitado o qué tal les había quedado la raya del pelo, pues era ése y todos se miraban en él, sobre todo cuando los dejaban afeitarse o el día de la semana en que había ducha.