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Y ése fue el motivo por el que entré en la Escuela de Educación Física, a la que algunos rusos optimistas llamaban Escuela Superior de Educación Física, y en esta ocasión aguanté el tipo hasta sacarme el diploma. Sí, compañero, aquí donde me ve soy profesor de gimnasia. De los malos, por supuesto, sobre todo si me comparo con algunos rusos, pero profesor de gimnasia al fin y al cabo. Cuando le entregué el diploma a mi padre, al viejo se le cayeron las lágrimas de la emoción. Yo creo que ahí se acabó mi adolescencia.

Por aquella época yo me hacía llamar Roger Strada. Siempre andaba metido en problemas, mis amistades no eran lo que se suele llamar buenas personas y yo mismo era malo con ganas, como si estuviera lleno de rencor y no supiera cómo sacármelo de encima. Trabajaba de ayudante de un entrenador deportivo, un tipo de una categoría moral sorprendente y paradójica (tal como a mí me convenía) que se dedicaba a buscar nuevos atletas en las secundarías, y la mayor parte del tiempo me la pasaba en fiestas, arreglines, negocios turbios que me permitían redondear el sueldo. Mi jefe se llamaba Pultakov. Estaba divorciado y vivía en un pisito minúsculo de la calle Leliushenko, a la altura de la plaza Rogachev. Como ya te he dicho, yo era malo con ganas y Jimmy Fodeba también era malo y los que nos conocían bien sabían que éramos malos (yo creo que me puse Roger, al menos al principio, por un mero afán de simetría con Jimmy y porque en el fondo me sentía una especie de gángster neoitaliano), pero Pultakov era malo de verdad y con el tiempo y el trato diario yo empecé a aprender todos los trucos, todas las depravaciones, todos los vicios de él. Mi padre vivía en un Moscú de papeles y memorándums, el Moscú de los burócratas, con órdenes, contraórdenes, temas del día, rencillas internas, odios internos, un Moscú ideal. Yo vivía en un Moscú de droga y prostitución, mercado negro y alegría, amenazas y crímenes. Los dos Moscús se solían tocar, a veces, en ciertas esferas, incluso se confundían, pero por regla general eran dos ciudades distintas que se ignoraban mutuamente. Con Pultakov me inicié en el mundo de las apuestas deportivas. Apostábamos con dinero ajeno, por supuesto, pero también con dinero nuestro. Fútbol, hockey, basketball, box, incluso campeonatos de esquí, deporte al que yo nunca le vi la gracia, todo lo tocábamos. Y conocí gente. Gente de toda clase. En general, tipos simpáticos, delincuentes de poca monta, como yo mismo, aunque a veces conocí a criminales de verdad, tipos dispuestos a todo o tipos que en algún momento estarían dispuestos a todo. Por instinto de supervivencia, con esta gente procuraba no intimar. Carne de presidio o de cloaca. Gente que conseguía atemorizar a Pultakov y que a Jimmy y a mí nos causaba pavor. Salvo uno, que tenía nuestra edad y al que no sé por qué yo le caí en gracia. Este tipo se llamaba Misha Semiónovich Pavlov y era una especie de mago del hampa moscovita. Pultakov y yo le suministrábamos informes deportivos para sus apuestas y de vez en cuando el tal Misha Pavlov nos invitaba a su casa, siempre una diferente, todas más pobres que la de Pultakov o que la mía, generalmente en las zonas obreras del extrarradio noreste de Moscú, en los antiguos barrios de Poluboiárov, Victoria, Mercado Viejo. A Pultakov no le gustaba (bueno, a Pultakov no le gustaba casi nadie) y procuraba tener el mínimo trato con Pavlov, pero yo siempre he sido un ingenuo y su aureola de niño prodigio del hampa más las deferencias que solía tener conmigo, a veces me regalaba un pollo o una botella de vodka o un par de zapatos, terminaron por conquistarme y me entregué a él en cuerpo y alma, como suele decirse.

Y así fueron pasando los años, mi familia volvió a Chile excepto mi hermana menor que se casó con un ruso, mi padre murió en Santiago y tuvo unos funerales muy bonitos según me escribieron, Jimmy Fodeba continuó viviendo en Moscú y trabajando en un hospital (su padre volvió a la República Centroafricana, donde lo mataron) y Pultakov y yo seguimos juntos moviéndonos como dos ratas por los gimnasios e instalaciones deportivas. Llegó la democracia (aunque a mí la política siempre me ha dejado indiferente), se acabó la Unión Soviética, llegó la libertad, llegaron las mafias. Moscú se convirtió en una ciudad bonita y alegre, con esa alegría feroz tan propia de los rusos. Pero para comprender esto hay que conocer el alma eslava y tú, con todos los libros que has leído, me parece que no la conoces. De pronto todo se nos hizo demasiado grande para nosotros. Pultakov, que en el fondo era estalinista (algo que nunca entenderé porque con Stalin seguramente hubiera acabado en Siberia), añoraba los viejos tiempos. Yo, por el contrario, me amoldé a la nueva situación y decidí ahorrar dinero, ahora que se podía, para marcharme de allí de una vez por todas y empezar a conocer el mundo, Europa, África, que pese a mi edad, ya tenía más de treinta y estaba lo que se dice talludito, imaginaba como el reino de la aventura, una frontera sin límites, un nuevo cuento infantil en donde podría empezar de nuevo, ser feliz, encontrarme a mí mismo como decíamos los cabros de Santiago de 1973. Así fue como me hice, casi sin darme cuenta, empleado fijo de Misha Pavlov. Éste, por supuesto, se había vuelto poderoso y rico. Por aquel entonces lo apodaban Billy el Niño. No me preguntes por qué. Billy el Niño era rápido con el revólver, Misha no sacaba con rapidez ni su tarjeta de crédito; Billy el Niño era valiente y por las películas que he visto ágil y delgado, Misha también era valiente, pero gordo como un buda (incluso para los criterios rusos) e incapaz del menor ejercicio físico. Seguí como corredor de apuestas, pero pronto comencé a hacerle otro tipo de trabajos. A veces me mandaba a ver a un jugador que yo conocía con un fajo de billetes para perder el partido. En cierta ocasión llegué a sobornar a medio equipo de fútbol, uno por uno, halagando a los más sensibles y amenazando veladamente a los más remisos. Otras veces me encargaba convencer a otros apostadores para que se retiraran del juego o no hicieran olas. Pero la mayor parte del tiempo mi labor consistía en proporcionar informes sobre deportistas, uno detrás de otro, aparentemente sin sentido alguno, que el informático de Pavlov metía incansablemente dentro de su computadora.

Sin embargo aún había otra cosa que yo hacía. La mayoría de las queridas de los gángsters moscovitas eran cabareteras, actrices o aspirantes, muchachas que se dedicaban al strip-tease. Era lo normal, así ha sido siempre. Pero a Pavlov lo que le gustaba eran las atletas, las que se dedicaban al salto de longitud, las corredoras de corta y media distancia, las de triple salto, de vez en cuando se prendaba de alguna jabalinista, pero por encima de todo lo que prefería eran las atletas de salto de altura. Decía que eran como gacelas, las mujeres perfectas, y no le faltaba razón. Y yo se las conseguía. Me acercaba a los campos de entrenamiento y le concertaba citas. Algunas estaban encantadas con la posibilidad de pasar un fin de semana con Misha Pavlov, pobrecitas, otras, la mayoría, no. Pero yo siempre le conseguía a las mujeres que él quería aunque para eso tuviera que gastar dinero de mi propio bolsillo o recurrir a las amenazas. Y así fue como una tarde me dijo que quería a Natalia Mijailovna Chuikova, una atleta de dieciocho años, de la región de Volgogrado, que acababa de llegar a Moscú y que tenía esperanzas de ingresar en el equipo olímpico. No sé qué fue lo que me llamó la atención, pero desde el primer momento me di cuenta de que Pavlov hablaba de la Chuikova de una manera diferente. Cuando me dio la orden de traérsela estaba acompañado de dos de sus compinches y éstos, después de que el jefe hubo hablado, me guiñaron los ojos como diciendo: Roger Strada, cumple al pie de la letra lo que se te ha ordenado pues Billy el Niño esta vez va en serio.

Dos días después conseguí hablar con Natalia Chuikova. Fue en la pista cubierta de Spartanovka, en el bulevar del Deporte, a las nueve de la mañana, que no era ciertamente mi hora de levantarme pero que era la única hora en que podía encontrar allí a la saltadora. Primero la vi de lejos: estaba a punto de echar a correr hacia el listón y se concentraba apretando los puños y mirando hacia arriba, como si rezara o como si buscara un ángel. Después me acerqué y le dije quién era. ¿Roger Strada?, dijo ella, eso significa que eres italiano. No me atreví a desengañarla del todo: le dije que era chileno y que en Chile vivían muchos italianos. Medía un metro setenta y ocho y no debía de pesar 55 kilos. Tenía el pelo largo y castaño que se recogía en una coleta sencilla pero en la cual se concentraba toda la gracia del mundo. Sus ojos eran casi negros del todo y tenía, te lo juro, las piernas más largas y más hermosas que he visto en mi vida.