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En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa, en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente, asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el jardín y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica: debe estar armado.

Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B, tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar. Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sabe darle una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.

Al día siguiente, en vez de tomar el avión de regreso a su ciudad, B dedica la mañana a trasladarse a un hotel más barato donde se instala como si planeara quedarse a vivir mucho tiempo en la capital y luego se pasa toda la tarde llamando por teléfono a casa de A. En las primeras llamadas sólo escucha el contestador automático. Es la voz de A y de una mujer que dicen, uno después del otro y con un tono festivo, que no están, que volverán dentro de un rato, que dejen el mensaje y que si es algo importante dejen también un teléfono al que ellos puedan llamar. Al cabo de varias llamadas (sin dejar mensaje) B se ha hecho algunas ideas respecto a A y a su compañera, a la entidad desconocida que ambos componen. Primero, la voz de la mujer. Es una mujer joven, mucho más joven que él y que A, posiblemente enérgica, dispuesta a hacerse un lugar en la vida de A y a hacer respetar su lugar. Pobre idiota, piensa B. Después, la voz de A. Un arquetipo de serenidad, la voz de Catón. Este tipo, piensa B, tiene un año menos que yo pero parece como si me llevara quince o veinte. Finalmente, el mensaje: ¿por qué el tono de alegría?, ¿por qué piensan que si es algo importante el que llama va a dejar de intentarlo y se va a contentar con dejar su número de teléfono?, ¿por qué hablan como si interpretaran una obra de teatro, para dejar claro que allí viven dos personas o para explicitar la felicidad que los embarga como pareja? Por supuesto, ninguna de las preguntas que B se hace obtiene respuesta. Pero sigue llamando, una vez cada media hora, aproximadamente, y a las diez de la noche, desde la cabina de un restaurante económico, le contesta una voz de mujer. Al principio, sorprendido, B no sabe qué decir. Quién es, pregunta la mujer. Lo repite varias veces y luego guarda silencio, pero sin colgar, como si le diera a B la ocasión de decidirse a hablar. Después, en un gesto que se adivina lento y reflexivo, la mujer cuelga. Media hora más tarde, desde un teléfono de la calle, B vuelve a llamar. Nuevamente es la mujer la que descuelga el teléfono, la que pregunta, la que espera una respuesta. Quiero ver a A, dice B. Debería haber dicho: quiero hablar con A. Al menos, la mujer lo entiende así y se lo hace notar. B no contesta, pide perdón, insiste en que quiere ver a A. De parte de quién, dice la mujer. Soy B, dice B. La mujer duda unos segundos, como si pensara quién es B y al cabo dice muy bien, espere un momento. Su tono de voz no ha cambiado, piensa B, no trasluce ningún temor ni ninguna amenaza. Por el teléfono, que la mujer ha dejado seguramente sobre una mesilla o sillón o colgando de la pared de la cocina, oye voces. Las voces, ciertamente ininteligibles, son de un hombre y una mujer, A y su joven compañera, piensa B, pero luego se une a esas voces la de una tercera persona, un hombre, alguien con la voz mucho más grave. En un primer momento parece que conversan, que A es incapaz de no prolongar aunque sólo sea un instante una conversación interesante en grado sumo. Después, B cree que más bien están discutiendo. O que tardan en ponerse de acuerdo sobre algo de extrema importancia antes de que A coja de una vez por todas el teléfono. Y en la espera o en la incertidumbre alguien grita, tal vez A. Después se hace un silencio repentino, como si una mujer invisible taponara con cera los oídos de B. Y después (después de varias monedas de un duro) alguien cuelga silenciosamente, piadosamente, el teléfono.

Esa noche B no puede dormir. Se reprocha todo lo que no hizo. Primero pensó en insistir pero decidió llevado por una superstición cambiar de cabina. Los dos siguientes teléfonos que encontró estaban estropeados (la capital era una ciudad descuidada, incluso sucia) y cuando por fin encontró uno en condiciones, al meter las monedas se dio cuenta de que las manos le temblaban como si hubiera sufrido un ataque. La visión de sus manos lo desconsoló tanto que estuvo a punto de echarse a llorar. Razonablemente, pensó que lo mejor era acopiar fuerzas y que para eso nada mejor que un bar. Así que se puso a caminar y al cabo de un rato, después de haber desechado varios bares por motivos diversos y en ocasiones contradictorios, entró en un establecimiento pequeño e iluminado en exceso en donde se hacinaban más de treinta personas. El ambiente del bar, como no tardó en notar, era de una camaradería indiscriminada y bulliciosa. De pronto se encontró hablando con personas que no conocía de nada y que normalmente (en su ciudad, en su vida cotidiana) hubiera mantenido a distancia. Se celebraba una despedida de soltero o la victoria de uno de los dos equipos de fútbol locales. Volvió al hotel de madrugada, sintiéndose vagamente avergonzado.

Al día siguiente, en lugar de buscar un sitio donde comer (descubrió sin asombro que era incapaz de probar bocado), B se instala en la primera cabina que encuentra, en una calle bastante ruidosa, y telefonea a A. Una vez más, contesta la mujer. Contra lo que B esperaba, es reconocido de inmediato. A no está, dice la mujer, pero quiere verte. Y tras un silencio: sentimos mucho lo que pasó ayer. ¿Qué pasó ayer?, dice B sinceramente. Te tuvimos esperando y luego colgamos. Es decir, colgué yo. A quería hablar contigo, pero a mí me pareció que no era oportuno. ¿Por qué no era oportuno?, dice B, perdido ya cualquier atisbo de discreción. Por varias razones, dice la mujer… A no se encuentra muy bien de salud… Cuando habla por teléfono se excita demasiado… Estaba trabajando y no es conveniente interrumpirlo… A B la voz de la mujer ya no le parece tan juvenil. Ciertamente está mintiendo: ni siquiera se toma el trabajo de buscar mentiras convincentes, además no menciona al hombre de la voz grave. Pese a todo, a B le parece encantadora. Miente como una niña mimada y sabe de antemano que yo perdonaré sus mentiras. Por otra parte, su manera de proteger a A de alguna forma es como si realzara su propia belleza. ¿Cuánto tiempo vas a estar en la ciudad?, dice la mujer. Sólo hasta que vea a A, luego me iré, dice B. Ya, ya, ya, dice la mujer (a B se le ponen los pelos de punta) y reflexiona en silencio durante un rato. Esos segundos o esos minutos B los emplea en imaginar su rostro. El resultado, aunque vacilante, es turbador. Lo mejor será que vengas esta noche, dice la mujer, ¿tienes la dirección? Sí, dice B. Muy bien, te esperamos a cenar a las ocho. De acuerdo, dice B con un hilo de voz y cuelga.