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Y entonces Lilian dice: tienes que ir a mi casa. Dice: yo no puedo ir esta noche a mi casa. Dice: tienes que ir tú por mí y decirle a Carlos que mañana volveré temprano. Y lo primero que se me ocurre es negarme de plano. Pero entonces Lilian me mira a la cara y me sonríe (ella no se tapa la boca cuando habla, como yo, ni cuando sonríe, aunque debería hacerlo) y yo me quedo sin palabras, porque estoy delante de la madre de la poesía mexicana, la peor madre que la poesía mexicana podía tener, pero la única y auténtica al fin y al cabo. Entonces digo que sí, que iré a su casa si me da la dirección y si no es muy lejos y que le diré a Carlos Coffeen Serpas, el pintor, que su madre aquella noche la pasará afuera.

11

Y hacia la casa de Lilian Serpas me vi caminando aquella noche, amiguitos, impelida por el misterio que a veces se parece al viento del DF, un viento negro lleno de agujeros con formas geométricas, y otras veces se parece a la serenidad del DF, una serenidad genuflexa cuya única propiedad es ser un espejismo.

Les parecerá raro, pero yo no conocía a Carlos Coffeen Serpas. En realidad, nadie lo conocía. O mejor dicho: unos pocos lo conocían y esos pocos habían echado a volar su leyenda, su exigua leyenda de pintor loco que vivía encerrado en la casa de su madre, una casa que a veces aparecía ornada con muebles pesados y cubiertos de polvo, como salidos de la cripta de uno de los seguidores de Maximiliano, y otras veces más bien parecía una casa de vecindad, la copia feliz del hogar de los Burrón (los invencibles Burrón, que Dios los conserve muchos años, cuando yo llegué a México el primer piropo que recibí fue que me dijeran que era idéntica a Borola Tacuche, lo que no se aleja demasiado de la verdad). La realidad, como tristemente acostumbra, estaba en el justo término medio: ni se trataba de un palacio en decadencia ni de una modesta vivienda de patio de vecindad, sino de un edificio viejo de cuatro plantas en la calle República de El Salvador, cerca de la iglesia de San Felipe Neri.

En aquel entonces Carlos Coffeen Serpas debía de tener más de cuarenta años y nadie que yo conociera lo había visto desde hacía mucho tiempo. ¿Qué opinaba yo de sus dibujos? No me gustaban mucho, ésa es la verdad. Figuras, casi siempre muy delgadas y que además parecían enfermas, era lo que él dibujaba. Estas figuras volaban o estaban enterradas y a veces miraban a los ojos del que contemplaba el dibujo y solían hacer señales con las manos. Por ejemplo, se llevaban un dedo a los labios indicando silencio. O se cubrían la vista. O mostraban la palma de una mano sin líneas. Eso es todo. No puedo decir más. No entiendo gran cosa de arte.

Lo cierto es que allí estaba, delante del portal de la casa de Lilian, y mientras pensaba en los dibujos de su hijo, que sin duda eran los dibujos menos valorados en el mercado del arte mexicano, también pensaba en lo que le diría a Coffeen cuando éste me franqueara la puerta.

Lilian vivía en el último piso. Toqué el timbre varias veces. No me contestó nadie y por un instante pensé que Coffeen Serpas debía de estar seguramente en algún bar de los alrededores, pues también tenía fama de alcohólico empedernido. Ya me disponía a irme cuando algo que no sabría explicar muy bien qué fue, posiblemente una intuición o tal vez sólo mi natural curiosidad exacerbada por la hora y la caminata previa, me hizo cruzar la calle e instalarme en la acera de enfrente. Las luces de las ventanas del cuarto piso estaban apagadas pero al cabo de unos segundos creí ver que se movía una cortina, como si el viento que no corría por las calles del DF se deslizara por el interior de aquella casa a oscuras. Y eso fue demasiado para mí.

Crucé la calle y toqué el timbre una vez más. Y. sin esperar a que me abrieran la puerta volví a la acera de enfrente y contemplé las ventanas y vi cómo una cortina se descorría y esta vez sí que pude ver una sombra, la silueta de un hombre que me miraba desde arriba, sabiendo que yo lo veía y sin importarle, esta vez, que yo lo viera, y entonces supe que aquella sombra era Carlos Coffeen Serpas, que me miraba y pensaba quién era yo, qué hacía allí a esas horas de la noche, qué quería, de qué infames noticias era portadora.

Durante un instante tuve la certeza de que no me iba a abrir. El hijo de Lilian, era público, no veía a nadie. Tampoco nadie deseaba verlo a él. La situación, por lo tanto, se mirara como se mirara, era curiosa.

Le hice señas con una mano.

Luego, sin mirar hacia la ventana de arriba, crucé por cuarta o quinta vez la calle aparentando una seguridad que no tenía. Al cabo de unos segundos la puerta se abrió con un chasquido cuyo eco perduró en el zaguán. Subí con precaución hasta el cuarto piso. La luz de las escaleras era escasa. En el rellano del cuarto, detrás de la puerta semientornada, estaba esperándome Carlos Coffeen Serpas.

Yo no sé por qué no le dije lo que le tenía que decir y luego emprendí el regreso a casa. Coffeen era alto, más alto que su madre, y se podía adivinar que en su juventud había sido delgado y de buen porte aunque ahora estuviera gordo o más bien hinchado. Su frente era grande, pero no tenía esa amplitud que sugiere a un hombre inteligente o razonable sino que presentaba la amplitud de un campo de batalla, y a partir de allí todo era derrota: el pelo ralo y enfermizo que cubría sus orejas, el cráneo más que abombado abollado, los ojos claros que me miraron con una mezcla de desconfianza y aburrimiento. Pese a todo (yo soy optimista por naturaleza), me resultó atractivo.

Qué cansada estoy, le dije. Tras mirarme durante unos segundos, en los cuales no me invitó a pasar, me preguntó quién era. Soy amiga de Lilian, dije, me llamo Auxilio Lacouture y trabajo en la Universidad.

La verdad es que por aquellos días yo no hacía ningún trabajo en la Universidad. Es decir, objetivamente estaba desempleada otra vez. Pero allí, delante de Coffeen, me pareció más tranquilizador decir que trabajaba en la Facultad que confesarle que no trabajaba en ninguna parte. ¿Tranquilizador para quién? Pues para los dos, para mí, que de esa manera me fabricaba un hombro imaginario sobre el cual apoyarme, y para él, que de esa manera no veía aparecer a altas horas de la noche a un doble un poco más joven de su adorada y atroz mamá. Resulta desconsolador reconocerlo. Lo sé. Pero eso fue lo que le dije y luego esperé a que me franqueara la entrada mirándolo directamente a los ojos.

Entonces a Coffeen no le quedó más remedio que preguntarme si quería pasar, como el novio reticente a la novia inesperada. Por supuesto que quería pasar. Y pasé y vi las luces que en el interior de la casa de Lilian aún subsistían. Un recibidor pequeño y lleno de paquetes con las reproducciones de los dibujos de su hijo. Y luego un pasillo corto y a oscuras que daba a la sala en donde la pobreza en que vivían la antigua poeta y el antiguo pintor era ya inocultable. Pero yo no le hago ascos a la pobreza. En Latinoamérica nadie (salvo tal vez los chilenos) se avergüenza de ser pobre. Sólo que esta pobreza poseía una característica abisal, como si penetrar en la casa de Lilian equivaliese a sumergirse en las profundidades de una fosa atlántica. Allí, en una quietud que no era tal, observaban al intruso los restos carbonizados y recubiertos de musgo o plancton de lo que había sido una vida, una familia, una madre y un hijo reales y no inventados o adoptados en medio de la desmesura como eran mis hijos, un inventario o un antiinventario sutilísimo que se desprendía de las paredes y que hablaba con un murmullo como salido de un agujero negro de los amantes de Lilian, de la escuela primaria de Carlitos Coffeen Serpas, de los desayunos y de las cenas, de las pesadillas y de la luz que de día entraba por las ventanas cuando Lilian descorría las cortinas, unas cortinas que ahora aparecían infectas, unas cortinas que yo, siempre hacendosa, hubiera descolgado de inmediato y hubiera lavado a mano en el fregadero de la cocina, pero que no descolgué porque no quería hacer nada brusco, nada que pudiera turbar la mirada del pintor, una mirada que, a medida que pasaban los segundos y que yo seguía quieta, se fue apaciguando, como si aceptara provisionalmente mi presencia en el último reducto.